Subida al monte de la Verna
(Julio-agosto, 1224). Si Francisco visitó el
eremitorio de la Verna antes de 1224, de ello no hay
memoria alguna. Es más, a juzgar por lo que cuentan los
biógrafos, se diría que sólo estuvo allí ese año. Se dice, en
efecto, que Francisco salió de Asís con algunos compañeros y
tomó el camino que sube por el valle superior del Tíber. Después
de pasar una mala noche en el
eremitorio de Montecasale, sus compañeros contrataron
a un campesino de la villa de Tiso, para que los acompañara con
su jumento hasta La Verna. "Eres tú Francisco, de quien todos
hablan", le preguntó el buen hombre, nada más verlo. "Sí,
soy yo", le respondió él. "Pues procura ser tan bueno como la
gente cree que eres, y no la defraudes", sentenció el
labriego, lo que hizo que el santo se apeara enseguida del burro
y le besara los pies.
Era casi a mediados de agosto. En la
subida, el calor se hacía insoportable y el campesino, muerto de
sed, pedía a gritos un poco de agua. "Vete allí y la
encontrarás -le dijo Francisco- El Señor la ha hecho
brotar para ti". Así fue; y añaden los cronistas que en
aquella ladera nunca hubo manantial alguno.
Cerca ya del eremitorio, el grupo
se detuvo a descansar bajo una encina y, mientras
el santo contemplaba el lugar, se vió rodeado de una
multitud de pájaros de toda especie, que manifestaban su
alegría con sus trinos y el batir de alas. Alguno
incluso se posó sobre él, lo que hizo exclamar: "Me
parece que el Señor le agrada que vengamos a este monte".
Reemprendida la marcha, enseguida llegaron a un repecho
cercano a la cima, donde vivían no más de dos o tres
compañeros, en un pequeño eremitorio rodeado de bosques,
al borde de una enorme grieta en las peñas, desde donde
se divisaba un espectacular panorama.
El conde Orlando, apenas supo de la
llegada del santo subió a saludarlo y, a petición suya, ordenó a
sus hombres que le hicieran una choza o celda al pie de un haya
grande, al borde del precipicio y como a un tiro de piedra del
oratorio. Al despedirse, esa misma tarde, el conde se ofreció a
los hermanos para lo que necesitaran, de modo que pudieran
dedicarse enteramente a la oración, libres de preocupaciones,
pero Francisco después, a solas, aconsejó a los suyos que no
tuviesen muy en cuenta su generoso ofrecimiento, alegando que
"hay un contrato entre el mundo y los frailes menores: vosotros
le debéis buen ejemplo y él, a cambio, os debe el sustento; mas
si un día faltaseis al compromiso, el mundo, con razón, os
volverá la espalda". Y añadió: "Tengo intención de quedarme
aquí, sólo con Dios y llorando mis pecados. No permitáis que se
me acerque ningún seglar. Responded vosotros por mí. Fray León
me traerá algo de comer, cuando lo crea conveniente".
Cuaresma en honor de San
Miguel
<(15 agosto - 29 septiembre, 1224). Al cabo de unos días Francisco,
queriendo conocer lo que el Señor quería de él, tomó, como de
costumbre, los evangelios, oró y lo abrió por tres veces. En las
tres ocasiones el texto hablaba del anuncio de la pasión de
Jesús, como dándole a entender que tenía que seguir soportando
angustias, combates y tribulaciones, mas no por eso se acobardó,
pues jamás regateó sufrimiento o sacrificio alguno, con tal que
la voluntad de Dios se cumpliera en él. Su sabiduría y mayor
aspiración fueron siempre esas.
Atraído por los signos que el Señor le iba
manifestando, Francisco decidió prolongar su estancia allí
durante toda una cuaresma de ayuno, entre las fiestas de la
Asunción de la Virgen (15 de agosto) y del Arcángel San Miguel
(29 de septiembre), de quienes era especialmente devoto. Según
su costumbre, buscó el lugar más apartado que pudo, donde no
pudiera ser visto ni oído por sus propios compañeros. Lo
encontró al otro lado del precipicio, a donde se podía acceder
sólo mediante un tronco atravesado a modo de puente. Entonces
pidió a los hermanos que le prepararan una celda, y les dio
estas instrucciones: "Ninguno de vosotros debe de acercarse
aquí, ni ningún seglar. Sólo tú, fray León, vendrás una vez,
durante el día, a traerme agua y un poco de pan, y otra vez por
la noche, para rezar maitines. Te acercarás a la pasarela y
dirás: Señor, ábreme los labios. Y si no te respondo, márchate
enseguida". Tales precauciones eran debidas a que no le
gustaba que lo sorprendieran en uno de sus frecuentes éxtasis.
Apenas se quedó solo, temiendo que aquel
retiro fuese sólo un pretexto para descansar y huir de las
fatigas de la predicación, pidió al Señor otra señal de que
aquello era voluntad suya. A la mañana siguiente, mientras
rezaba, creyó ver la respuesta en los pájaros de toda especie
que, uno por uno, sobrevolaban la celda, alegrándolo con sus
trinos. Entre ellos había un halcón, que tenía su nido junto a
su choza, y cada noche lo despertaba a la hora de maitines,
excepto cuando no se encontraba bien; entonces lo dejaba dormir
hasta el amanecer.
Mas no todo fueron consuelos en aquel
monte. El santo confesó al compañero que el demonio lo molestaba
mucho por la noche, por eso ayunaba con mayor rigor, a pan y
agua, y pasaba las noches en vela, orando y mortificándose.
Fray León, cada mañana preparaba el fuego
en una choza donde el Santo solía comer, y luego iba a su celda,
a leerle el Evangelio del día, pues aún no estaba permitido a
los hermanos Menores celebrar la Misa de campaña. Después de las
lecturas, tomadas de un breviario que ahora se conserva en Asís,
en el monasterio de Santa Clara, Francisco besaba la página con
respeto, y luego se iba a comer. Pero un día, el fuego prendió
en la choza y él, por el gran respeto que sentía por las
criaturas, en especial por el "hermano fuego", no quiso
ayudar a los hermanos a apagarlo, limitándose a poner a salvo
una piel con la que se tapaba por las noches; mas luego confesó
al compañero: "He pecado de avaricia. No la usaré más".
Otro día estuvo a punto de despeñarse por
el precipicio, mientras buscaba un lugar más recogido para orar
en una cavidad formada por enormes bloques de piedra
desprendidos y atravesados sobre la hendidura del monte. Una de
las piedras cedió y se salvó de puro milagro. según él, era una
más de las insidias del diablo.
En cierta ocasión, mientras observaba
aquella espantosa grieta, se le reveló que la produjo el mismo
terremoto que resquebrajó el Calvario en el momento de la muerte
de Jesucristo, y que Dios lo había dispuesto así porque en ese
monte debía renovarse su Pasión. Francisco quedó tan
impresionado, que se refugió enseguida a su celda, a tratar de
descifrar aquel misterio. Desde entonces se hizo más frecuente
la intensidad y dulzura de la contemplación.
Visión del Serafín e impresión de las
llagas
(13-14 septiembre, 1224). El verano tocaba a su fin.
Una noche de luna llena, fray León fue, como siempre, a rezar
maitines con Francisco, mas éste no respondió a la contraseña.
Entre preocupado y curioso, el hermano cruzó la pasarela y fue a
buscarlo. Lo encontró en un claro del bosque, de rodillas, en
medio de un gran resplandor, con el rostro levantado, mientras
decía: "¿Quién eres tú, mi Señor, y quién soy yo, gusano
despreciable e inútil siervo tuyo", y levantaba las manos
por tres veces. El ruido de sus pasos sobre la hojarasca delató
a fray León, que tuvo que confesar su culpa y explicar al Santo
lo que había visto. Entonces éste decidió explicarle lo
sucedido: "Yo estaba viendo por un lado el abismo infinito de
la sabiduría, bondad y poder de Dios, pero también mi lamentable
estado de miseria. Y el Señor, desde aquella luz, me pidió
que le ofreciera tres dones. Le dije que sólo tenía el hábito,
la cuerda y los calzones, y que aún eso era suyo. Entonces me
hizo buscar en el pecho, y encontré tres bolas de oro, y se las
ofrecí, comprendiendo enseguida que representaban los votos de
obediencia, pobreza y castidad, que el Señor me ha concedido
cumplir de modo irreprochable. Y me ha dejado tal sensación, que
no dejo de alabarlo y glorificarlo por todos sus dones. Mas tú
guárdate de seguir espiándome y cuida de mí, porque el Señor va
a obrar en este monte cosas admirables y maravillosas como jamás
ha hecho con criatura alguna". Fray León no pudo dormir
aquella noche, pensando en lo que había visto y oído.
Uno de aquellos días se apareció un ángel
a Francisco y le dijo: "Vengo a confortarte y avisarte para
que te prepares con humildad y paciencia a recibir lo que Dios
quiere hacer de ti". "Estoy preparado para lo que él
quiera", fue su respuesta. La madrugada del 14 de
septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba
orando delante de la celda, de cara a Oriente, y pedía al Señor
"experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y,
en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en
tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros,
pecadores"; y también, "que la fuerza dulce y ardiente de
tu amor arranque de mi mente todas las cosas, para yo muera por
amor a ti, puesto que tú te has dignado morir por amor a mi".
De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía
figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin
entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que
le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se
preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en
las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había
visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas,
sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y
ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga
sangrante, que le manchaba la túnica y los calzones.
Explicaba fray León que el fenómeno fue más
palpable y real de lo muchos creen, y que estuvo acompañado de
otros signos extraordinarios corroborados por testigos, que
creyeron ver el monte en llamas, iluminando el contorno como si
ya hubiese salido el sol. Algunos pastores de la comarca se
asustaron, y unos arrieros que dormían se levantaron y
aparejaron sus mulas para proseguir su viaje, creyendo que era
de día. La aparición de Francisco con los brazos en cruz y
bendiciendo a los frailes reunidos en Arlés, mientras San
Antonio de Lisboa o de Padua predicaba acerca de la inscripción
de la cruz (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) debió de ser una
confirmación del prodigio, pues los capítulos provinciales,
según la Regla, se celebraban en septiembre, en torno a la
fiesta de San Miguel (San Antonio estuvo en Provenza del 1224 al
1226). Así parece darlo a entender San Buenaventura, cuando
escribe que "más tarde se comprobó la veracidad del hecho, no
sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio
explícito del Santo".
Cuando fray León acudió aquella mañana a
prepararle la comida, Francisco no pudo ocultarle lo sucedido.
Desde aquel instante, él será su enfermero, encargado de lavarle
cada día las heridas y cambiarle las vendas, para amortiguarle
el dolor y las hemorragias; excepto el viernes, ya que el Santo
no quería que nadie mitigara sus sufrimientos ese día.
Las cuatro prerrogativas de la Orden
(septiembre, 1224). Francisco aún permaneció dos semanas en
aquella celda, hasta concluir la cuaresma, el 29 de septiembre.
Uno de aquellos días, sintiéndose triste por el mal ejemplo de
algunos hermanos de la Orden, y de otros que abandonaban su
vocación, el Señor lo consoló con estas palabras: "¿Por qué
te entristeces? ¿No soy yo quien hace que el hombre se convierta
y haga penitencia en tu Orden? ¿quién le da fuerzas para
perseverar, sino yo? Yo no te he escogido por que seas sabio, ni
elocuente, sino por tu sencillez, para que todos sepan que soy
yo quien cuida de mi rebaño. Yo te he puesto entre ellos como un
signo, para que vean lo que hago en ti, y te imiten. Los que me
siguen me tendrán a mí; los que no, perderán lo que creían
tener. Por eso, no te aflijas; haz bien lo que haces, trabaja
bien lo que trabajas, pues yo he plantado tu Orden en el amor
perpetuo. La amo tanto, que si alguno la abandona y muere fuera
de ella, yo llamaré a otro, para que ocupe su lugar. Y si aún no
ha nacido, yo haré que nazca. Tanto la amo que, aunque sólo
quedasen dos o tres hermanos, no la abandonaré jamás".
Después de esta revelación, cuando el
compañero fue a prepararle la mesa a Francisco, lo encontró
sentado delante de la piedra grande y cuadrada que le servía de
mesa, y éste le ordenó lavarla, primero con agua, luego con vino
y, finalmente, con aceite, porque, según le dijo, "sobre esta
piedra ha estado sentado un ángel. Estaba yo pensando en la
suerte que correría mi Orden cuando yo no exista, y el ángel me
aseguró estas cuatro cosas: que la Orden de los Menores durará
hasta el fin del mundo; que ningún hermano de mala voluntad
perseverará muco tiempo en ella; que no vivirá mucho quien la
persiga de propósito; y que ningún hermano que la ame acabará
mal".
Alabanzas al Dios Altísimo y Bendición a
fray León
(septiembre 1224). Durante su estancia en La
Verna, fray León atravesó un momento de crisis espiritual y
pensó que una palabra del Señor acompañada por una breve nota
manuscrita del santo le aliviaría, como ya ocurrió unos meses
antes, cuando recibió de él una cariñosa carta autógrafa. Él no
le dijo nada a San Francisco, pero éste lo llamó un día y le
dijo: "Tráeme papel y tinta, que quiero escribir unas
alabanzas que he compuesto para dar gracias a Dios por los
beneficios recibidos". Y escribió las Alabanzas del Dios
Altísimo (ver el texto en la columna izquierda). Luego,
por la otra casa escribió la bendición sacerdotal que se
encuentra en la Biblia (Num 6, 24-26) y debajo trazó el
signo de la Tau, con que solía firmar sus escritos, y
se lo entregó diciéndole: "Consérvalo cuidadosamente, hasta
el día de tu muerte". Fray León recuperó la paz y desde
entonces conservó la nota en una bolsita que llevaba colgada al
cuello, debajo del hábito. Ahora forma parte parte de las
reliquias del Sacro Convento de Asís, donde fray León murió y
está sepultado, a dos pasos de la tumba de San Francisco.
(Fratefrancesco.org - Fr. Tomás Gálvez)
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