San Francisco y Montecasale
En el verano de 1224 San Francisco salió de Santa María
de la Porciúncula (Asís) y se adentró en la provincia de
Arezzo siguiendo el curso superior del río Tíber. Lo
acompañaban fray León, fray Ángel de Rieti y fray Masseo
de Marignano, a quien nombró guardián del grupo.
La primera noche durmieron en un eremitorio, más allá de
Perusa. Al día siguiente, una tormenta imprevista y el
cansancio les obligó a refugiarse en una iglesia
abandonada. La tercera noche descansaron en el
eremitorio de Montecasale, más allá de Sansepolcro, y el
santo, nada más llegar, encargó a sus moradores que
fuesen cuanto antes a dicha iglesia, a buscar unas
reliquias abandonadas que había encontrado allí, y que
las colocaran en un lugar digno.
Montecasale se encontraba en el camino de San Sepolcro a
la Trabaria y a Montefeltro, donde San Francisco
encontró al conde Orlando de Chuisi en mayo de 1213 y
recibió de él la donación del monte de la Verna. Había
sido castillo del señor de la zona y sobre sus ruinas
construyeron los camaldulenses una minúscula ermita con
hospicio para peregrinos y una leprosería. Se cree que el
lugar había sido cedido a los frailes Menores ya en
1212, y que el obispo de Cittá de Castello confirmó la
cesión al año siguiente, coincidiendo con el paso de San
Francisco por dicha ciudad, camino de Montefeltro.
De Montecasale era un muchacho que pidió, con otro
compañero, entrar en la Orden, y recibió del santo esta
respuesta: "Hijo, tú eres joven, delicado y noble.
Quizás no puedas soportar la pobreza y aspereza de
nuestra vida". Más él replicó: "Padre, ¿No eres hombre
como yo? Si tú lo soportas, yo también podré hacerlo,
con la gracia de Dios". Satisfecho por su respuesta, el
Santo lo recibió , le impuso el nombre de Ángel y se lo
llevó consigo. Ahora, en 1224, Francisco lo volvió a
encontrar, como guardián de Montecasale. Al parecer se
trataba de Juan Tarlati, de Borgo, descendiente de los
condes Guidi de Bagno, barones de Toscana y Romaña. De
él se cuentan anécdotas curiosas, como, por ejemplo, que
San Francisco lo puso a prueba antes de admitirlo,
mandándole plantar coles boca abajo. Y al ver que
obedecía sin rechistar, lo aceptó enseguida. Pero no se
mostró tan dócil más tarde, cuando se negó a ir a Borgo,
a avisar que que luego iría el Santo a predicar. La
desobediencia le valió la penitencia de ir desnudo, como
ya sucediera antes a fray Rufino, por negarse a
predicar.
Los ladrones de Montecasale
Montecasale es un lugar de montaña rodeado de bosques,
en cuya espesura se escondían tres bandidos que
asaltaban a los viandantes. Alguna vez, obligados por la
necesidad, se habían atrevido a bajar a pedir pan a los
hermanos, pero no siempre fueron bien recibidos. En una
ocasión el guardián, Juan Tarlati, los increpó con
dureza y es dijo: "¿No os da vergüenza, ladrones y
asesinos sin entrañas? ¡No os basta con robar a los
demás, sino que tenéis la desfachatez de venir a comeros
nuestras limosnas! ¡No merecéis ni el aire que respiráis,
pues no respetáis a Dios ni a los hombres! ¡Largo de
aquí!". Y los ladrones se marcharon enfurecidos,
renegando de los frailes.
Algunos hermanos no aprobaban la actitud del superior,
contraria a la regla de 1221, que decía: "Los hermanos,
dondequiera que estén, en los eremitorios o en otros
lugares, se abstengan de apropiarse de ellos o de
vedárselos a nadie; y todo el que venga a ellos,
enemigo o amigo, ladrón o bandido, sea recibido
amablemente" (cap. 7). Por eso, aprovechando la visita
de Francisco, le expusieron el caso, pidiendo su
parecer, y él les aconsejó: "Lo importante en este caso
es buscar cómo ganar para Dios a esos hombres. Podréis
conseguirlo si hacéis lo que voy a deciros: id a donde
viven y llevadles pan y vino. Extended un mantel en el
suelo y servidles con humildad y agrado. Después
habladles de Dios y rogadles que se comprometan a no
hacer daño a nadie. Seguro que lo harán, conmovidos por
vuestra actitud. Otro día llevadles algo más: pan, vino,
queso y huevos, y haced que recapaciten en su
comportamiento y en el daño que se hacen a sí mismos y a
los demás. El Señor los moverá a arrepentirse ,por la
humildad y el amor que les demostréis". Los hermanos
prometieron hacerlo así.
Al día siguiente, Francisco continuó hacia el monte de
la Verna, donde, poco más tarde, recibiría los estigmas
de la pasión de Cristo en sus carnes. Al regreso volvió
a pasar por San Sepolcro y subió a descansar a
Montecasale. Los hermanos se alegraron mucho de su
regreso, mas, interrogados por el encargo de las
reliquias abandonadas, tuvieron que reconocer que se
habían olvidado, pero le explicaron, asombrados, que un
día, al retirar la sabanilla del altar del oratorio,
descubrieron debajo unos huesos humanos bien conservados
y muy olorosos. También le explicaron que habían puesto
en práctica sus consejos sobre el modo de tratar a los
bandidos del bosque y cómo éstos, en señal de
agradecimiento, habían empezado a traerles algo de leña.
Algunos ingresarían más adelante en la Orden, mientras
los otros abandonaban el bosque para vivir de su
trabajo. Tal vez de ahí derive la leyenda del "Lupo" (el
Lobo), un bandido-secuestrador que encerraba a sus
víctima en La Verna, en el lugar conocido como Cárcel
del Lobo. De él se dice que quiso vivir unos días con
los hermanos del eremitorio y quedó tan prendado de la
vida y conversación angélicas de Francisco y sus
compañeros, que decidió hacerse fraile. Esa misma
leyenda ha llevado, a su vez, a la creencia reciente de
que el lobo de Gubbio no era otro que el bandido Lupo.
A propósito de bandidos, se cuenta que Francisco,
seguramente algunos años atrás, mandó a dos frailes, uno
sacerdote y otro lego, a un castillo habitado por
ladrones y el jefe, al oír hablar al sacerdote de las
penas del infierno, sintió tal miedo a que le llegase la
justicia divina esa misma noche, que éste tuvo que
tranquilizarlo. Luego se puso a observar al hermano y,
al verlo tan ensimismado en la oración, se marchó con
ellos a La Porciúncula, a recibir el hábito. Por su
conversión, todos sus compañeros y cómplices se dieron a
la penitencia.
Algunas curaciones
La bajada de Francisco de la Verna fue una
continua
sucesión de prodigios y curaciones que el Señor
realizaba por su medio, seguramente para poner de
manifiesto el prodigio de las llagas que él tanto se
esforzaba por esconder a la vista de la gente. Esa noche
en Montecasale, durante la cena, los hermanos explicaron
a Francisco que uno de ellos estaba enfermo de
epilepsia. A cada ataque, caía al suelo entre grandes
convulsiones y echaba espumarajos por la boca; o se le
contraían los miembros y se le retorcía el cuerpo, hasta
dar con los talones en la nuca. Entonces él tomó un
trozo de su pan, lo bendijo y mandó que se lo llevaran
al enfermo, el cual, nada más probarlo, quedó curado.
A la mañana siguiente dos hermanos -uno de ellos se
llamaba Pedro- salieron del eremitorio de Montecasale
con el encargo de devolver el caballo utilizado por
Francisco al señor que se lo había prestado, seguramente
al conde de Montauto. Al pasar por una aldea le salieron
al encuentro algunos vecinos, creyendo que se trataba
del santo, pues hacía tiempo que lo esperaban, ignorando
que había subido a Montecasale por otro camino. Su
decepción fue grande, pues querían que orase por una
pobre embarazada que se debatía entre la vida y la
muerte, ante la imposibilidad de dar a luz. Mas luego,
tras mucho discurrir, se les ocurrió que tal vez
sirviera algún objeto tocado por San Francisco, hasta
caer en la cuenta de que, había tenido en sus manos la
brida del freno del caballo. Así pues, corrieron a
colocarla sobre la enferma, que dio a luz sin
dificultad.
El santuario
Es tradición que San Antonio de Padua y San Buenaventura
pasaron por la ermita de Montecasale, pero eso no
impidió que los frailes Menores la abandonaran en 1258
para instalarse en la ciudad de Borgo. Poco después, el
13 de junio de 1269, tres penitentes de la Orden Tercera
franciscana: Esteban, Marcos y Juan, pidieron permiso al
obispo Nicolás, de Cittá de Castello para residir allí,
sirviendo perpetuamente al Altísimo Creador. En 1450 aún
había terciarios regulares en Montecasale, con el alemán
Gherard Glemi al frente de ellos. Por último, en 1531,
la municipalidad de Borgo San Sepolcro ofreció el lugar
a la naciente Orden de los Capuchinos, sus actuales
propietarios.
La iglesia de Montecasale es muy pequeña y está
presidida por una imagen de la Virgen con el Niño, de
finales del siglo XIII, aunque la tradición cree que fue
colocada allí por el mismo San Francisco en 1213. Detrás
del retablo está el coro de los frailes, con tarima de
madera, bajo la cual descansan los restos de los frailes
capuchinos que murieron allí. Interesante es un cuadro
conservado aquí, de fecha y autor incierto, que
representa a San Francisco bebiendo del costado abierto
y sangrante de Cristo. Desde el coro se pasa a un
minúsculo pasillo con las celdas más antiguas del
convento.
Apenas se entra en la iglesia, a la izquierda, un
estrecho pasaje excavado en la roca conduce al corazón
del santuario, el llamado "oratorio de San Francisco",
aunque tanto el pasillo como las toscas paredes y la
capilla son posteriores al Santo. En el oratorio están
sepultados fray Ángel Tarlati y otros frailes Menores de
los primeros tiempos, mientras en una hornacina en la
pared se conservan los cráneos de dos de los ladrones
convertidos por San Francisco.
El claustro es reducido, como el resto del convento, y
muy sugestivo, pues habla por sí solo de la sencillez,
pobreza y austeridad franciscana. A la entrada del
convento hay una fuente de la que se dice que bebía San
Francisco y a la que se atribuyen propiedades curativas.
Una estatua moderna del Santo patrón de la ecología
acoge a todos y preside el conjunto desde una peña
situada encima del convento, en actitud de bendecir el
hermoso y pintoresco paisaje de bosques y montañas que
se extiende a su alrededor.
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