Un santo con depresión

Vida de san Francisco de Asís

   
   


Dramática visita a San Damián

(Abril-mayo, 1222). Francisco regresó a Asís para el capítulo anual de Pentecostés. Como de costumbre, fue a visitar el monasterio San Damián y fray Elías, su vicario, le insistió para que dijera unas palabras a Clara y a sus hermanas, que se agolpaban, ansiosas por oírlo, detrás de la reja. Mas él, se puso en oración y con un poco de ceniza trazó un círculo a su alrededor, esparciendo el resto sobre su cabeza. Luego se levantó y empezó a recitar el salmo 51: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa..." Acabado el salmo, sin mediar palabras, escapó a toda prisa, dejando a las hermanas estupefactas y sumidas en un mar de lágrimas.

Sus encuentros con Clara y las damianitas no solían ser así. Pero, desde ahora, las visitas, siempre provechosas, serán cada vez más motivadas y escasas. Él se justificaba diciendo a sus compañeros: "No penséis que no la quiero de verdad. Si fuese malo cultivarlas en Cristo, peor habría sido unirlas a él y cometer luego la crueldad de desentenderse de ellas. Pero os doy ejemplo, para que hagáis como yo. Quiero que nadie se ofrezca a visitarlas voluntariamente y dispongo que se destine a su servicio al hermano que menos lo desee y más se resista, y que sea un hombre espiritual y de probada virtud".


La depresión de Francisco

(1221-1223). Francisco no está en sus mejores momentos. Su estado de ánimos en la primavera de 1222 es alarmante. Las enfermedades y los problemas internos de la Orden lo han sumido en una profunda crisis. Además, desde que renunció al gobierno de los frailes, al no querer imponer nada por la fuerza, ha escogido el camino del ejemplo, llevado a veces, a extremos dramáticos. En esta amarga etapa de su vida, cada gesto, cada palabra suya, nos revelan a un hombre triste, sombrío y taciturno, amargado e incluso colérico, con todos los síntomas típicos de una profunda y dolorosa depresión. Su primer biógrafo la llama "una grave tentación espiritual" que le duró más de dos años, es decir, el periodo entre 1221 y 1223, cuando, fuertemente turbado física y psíquicamente, incapaz de mostrarse ante los demás con su sonrisa habitual, huye de su compañía y se encierra en su celda, o se interna en el bosque de la Porciúncula. Allí, en la soledad, se entregaba a la oración y a una áspera mortificación, desahogando su pena en un mar de lágrimas. De ese modo descargaba sobre sí el rigor de la vida austera y mortificada que quería ver en los demás, aunque no lo necesitara, sólo para dar ejemplo, pues, si había algo que no soportaba, era el escándalo y el mal ejemplo que a veces daban algunos frailes.

Un día le refirieron que el obispo de Fondi, en la provincia de Gaeta, recriminó a dos hermanos por dejarse crecer la barba sin medida, bajo el pretexto de un mayor desprecio de sí mismos. "Tened cuidado, hermanos -les dijo el prelado-, no estropeéis la hermosura de vuestra Orden con novedades presuntuosas". Nada más saberlo Francisco, se levantó llorando y, con las manos alzadas al cielo, exclamó: "Señor Jesucristo, que elegiste a doce apóstoles, los cuales, aunque cayese uno, predicaron, no obstante, el Evangelio, unidos a ti y llenos de un mismo Espíritu. Tú, Señor, acordándote de tu misericordia, has plantado en esta última hora la Orden de los hermanos menores para sostener la fe en ti y realizar por medio de ellos el misterio de tu Evangelio. ¿Quién dará satisfacción por ellos ante ti, si no sólo no son ejemplo de luz para todos en su ministerio, sino que manifiestan obras de tinieblas? De ti, Señor, y de toda tu corte celestial, y de mí, pequeñuelo tuyo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que has edificado y no dejas de edificar por medio de los santos hermanos de esta Orden".


De nuevo el novicio que quería el salterio

(mayo, 1222). El Capítulo general de la Porciúncula, celebrado en mayo de 1222 tenía la particularidad de que, por primera vez, sólo participaban los ministros y custodios de de Italia, según la nueva Regla del año anterior, que decía: "Todos los ministros que están en las regiones de ultramar o transalpinas, una vez cada tres años, y los demás una vez al año, se reúnan en Capítulo general en la fiesta de Pentecostés junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, si el ministro y siervo de toda la fraternidad no ordena otra cosa. El capítulo fue también la ocasión para que los primeros novicios de la provincia toscana (Toscana, Umbría, Lacio), dependiente directamente del ministro general, al cumplirse el año de prueba iniciado en el capítulo general anterior, acudieran a Asís para ser recibidos a la obediencia por el vicario general de la Orden (los demás eran recibidos por los ministros en sus respectivas provincias). Entre esos novicios se encontraba también aquél que, meses atrás, había pedido permiso a Francisco para tener un salterio. Constante en su empeño, no perdió la ocasión y se fue a buscarlo y le formuló de nuevo su petición, a la que Francisco respondió, distraídamente: "Vete y haz lo que te diga el vicario"; mas luego, recapacitando, lo llamó y le dijo: "Espera, hermano. Vuelve aquí e indícame el lugar exacto donde te he dicho lo del salterio". Una vez allí, Francisco se arrodilló ante él y exclamó: "Mea culpa, hermano, mea culpa. Debes saber que quien aspira a ser hermano menor no debe tener más que las túnicas que permite la Regla, la cuerda y los calzones; y el calzado, si lo exige una evidente necesidad".


Áspera intervención en el capítulo general

(22-29 de mayo, 1222). El centro de los debates capitulares de este año fue la Regla, en un ambiente tenso, en parte por el estado depresivo de Francisco, pero también por las exigencias de un grupo de ministros y letrados de la Orden, en desacuerdo con la última redacción de la Regla. El caso es que los ministros, descontentos con el texto y con la actitud del fundador, fueron a quejarse al cardenal Hugolino, que estaba presente, y le dijeron: "Messer, fray Francisco es tan puro e inocente que no trata con nadie los asuntos y necesidades de la Orden. ¿Por qué no intentas convencerlo para que escuche las opiniones de los más entendidos y se deje guiar por ellos? El está débil y enfermo. Tú podrías sugerírselo sin dar a entender de quién partió la idea..." Y hacían alusiones a las reglas y formas de vida religiosa tradicionales de San Benito, San Agustín y San Bernardo.

Al cardenal le pareció razonable la propuesta y aprovechó una de sus frecuentes conversaciones con Francisco para decirle: "Deberías estar contento y dar gracias a Dios por haber dilatado tanto la Orden y haberte dado hermanos, tan santos y sabios, que serían capaces de dirigir no sólo la Orden, sino la Iglesia entera. ¿Por qué no te sirves de sus consejos, discreción y prudencia para el buen gobierno, estabilidad y solidez de la Orden?". El santo sin decir palabra, tomó de la mano al cardenal y lo llevó a donde los capitulares. Una vez allí, exclamó: "¡Hermanos! ¡Hermanos míos!  Dios me ha llamado por el camino de la sencillez y la humildad, y me ha manifestado que este es el verdadero camino para mí y para cuantos quieran seguirme. Por eso no quiero oír hablar de otra Regla ni de otra forma de vida. El Señor ha querido que yo fuese un nuevo loco en el mundo y quiere llevarnos por el camino de  esta ciencia. Por eso quedaréis confundidos por vuestra sabiduría humana; y entonces, lo queráis o no, volveréis, avergonzados, a vuestro estado".

Todos quedaron sobrecogidos, mientras Francisco, dirigiéndose al cardenal, siguió diciendo: "Estos hermanos míos tan sabios que tú alabas, piensan que pueden engañarte a ti y a Dios con su prudencia humana, como se engañan a sí mismos, anulando y despreciando lo que Cristo les dice por medio de mí. No es que yo haga o diga nada que provenga de mí, pues todo lo recibo de él por pura gracia. Mas ellos anteponen su propio sentir al sentir de Cristo y se gobiernan malamente a sí mismos  y a cuantos creen en ellos; y no edifican, sino que destruyen lo que el Señor ha dispuesto edificar en mí y en ellos, para el bien de toda la Iglesia".

El prelado, muy conmovido,  reconoció la sabiduría de sus palabras y, reuniendo aparte a quienes les habían hecho la propuesta, los amonestó diciéndoles: "Miraos a vosotros mismos y no os engañéis, ni seáis ingratos a los beneficios de Dios; porque él está en este hombre y habla por su boca con palabras como espadas de doble filo. Si queréis agradar al Señor, humillad vuestro corazón y obedecedle. No lo ofendáis, pues os veríais privados del fruto de la salvación y de vuestra vocación y haríais daño a la Orden. El Espíritu de Dios está en él y no puede ser engañado por maquinaciones humanas, porque penetra los corazones de los hombres y conoce los pensamientos profundos de Dios".

Hugolino dejó así zanjada la cuestión, pero, antes de abandonar Asís, quiso decir algo a los presentes. Sus últimas palabras fueron para exaltar, recomendar y alabar a los menores, exhortando a los numerosos seglares allí presentes al respeto y devoción hacia ellos y a su Orden. Mas no había terminado de hablar cuando Francisco, de rodillas ante él,  le pidió licencia para dirigirse también a los presentes. Y empezó diciendo: "El reverendo padre, nuestro messer cardenal, por la muy buena voluntad y caridad que tiene con todos, especialmente con mis hermanos y con la Orden, mucho se engaña. El supone entre nosotros una gran santidad y una singular perfección y amor a ella; pero no está bien que demos pie a la falsedad  y la mentira, pues, si creéis en las excelencias y perfecciones que él nos atribuye, os engañaríais y sería nocivo y peligroso, ya que somos ingratos a Dios respecto a nuestra vocación, y no obramos ni sentimos como los verdaderos pobres y humildes, es decir, como verdaderos hermanos menores, ni nos esforzamos en ello como hemos prometido". El cardenal, después, a solas con él, se quejó, diciéndole: "¿Por qué has vaciado de contenido mi predicación, dejando tan mal parados a tus hermanos?" Mas él replicó: "¡Al contrario! He honrado tu predicación diciendo moderadamente la verdad respecto a ellos y a mí, y he tenido compasión de ellos, oponiendo la verdad a tus alabanzas, para que no los empujen sin querer a una irreparable ruina, pues aún no están fundados del todo en la humildad".

Hay quien, erróneamente, refieren este episodio al capítulo general anterior, pero eso no es posible, pues el cardenal Hugolino no estuvo presente. Otros los ignoran o los rechazan, tachándolos de tendenciosos, puesto que han llegado hasta nosotros a través de los círculos espirituales del siglo XIV. Sin embargo, el que una facción de la Orden, un siglo después, tratara de justificar sus posturas basándose en los arrebatos de ira o de malhumor del fundador –tan humanos, por otra parte–, no puede alterar la verdad substancial de unos enfrentamientos que existieron realmente, entre un San Francisco deprimido y unos ministros miopes, que no alcanzaban a entender el verdadero carisma de la Orden y de su fundador.


(Fratefrancesco.org - Fr. Tomás Gálvez).


Regresar
 
© - fratefrancesco.org - Fr. Tomás Gálvez - Creada el 22-5-2002