Fiesta: 30 de enero
Beatificación: Benedicto XIII, el
1 de septiembre de
1762.
Canonización: Pío VII, el 24 de
mayo de 1807
Nacimiento:
Viterbo (Italia), 16 de marzo de 1585
Muerte: 30 de enero de 1640
Congregación:
Tercera Orden Regular (TOR)
Santa Jacinta de Mariscotti, Terciaria Regular
Clarice de Mariscotti –así se llamaba sor Jacinta– era hija de Marcantonio
Mariscotti y Ottavia Orsini, condesa de Vignanello,
lugar próximo a Viterbo (Italia), donde nació el 16 de marzo de 1585. De sus padres
recibió una profunda formación religiosa. Su hermana
mayor se hizo terciaria regular del convento de San
Bernardino en Viterbo, pero ella no manifestó ninguna
inclinación por la vida religiosa. Antes bien, al llegar a la
adolescencia, Clarice se volvió vanidosa y mundana,
amiga de fiestas donde lucir su gracia y elegancia.
vestidos, adornos, entretenimientos centraban todo su
interés.
Preocupado por tanta vanidad, su padre decidió
recluirla en el convento donde su hermana mayor era un ejemplo de virtud. Clarice obedeció de mala gana,
sin otro deseo que el de salir de allí lo antes posible, para volver a la vida despreocupada
y mundana de antes. A su padre, cuando iba a visitarla,
le decía: "Aquí me tienes de monja como has querido,
pero yo quiero vivir de acuerdo con mi condición
social".
Tanto insistió, que el padre acabó
cediendo; pero en su casa no encontró
lo que esperaba. Los años corrían, las vanidades
pasaban, y ella no encontraba quien la hiciera feliz. Ningun
“buen
partido” de la región prestaba atención a aquella joven
atolondrada, mientras su hermana menor,
Hortensia, le tomaba la delantera y se casaba con el marqués romano Paolo Capizucchi.
La familia le insistió entonces para que regresara al
convento, como monja. Ella aceptó de mala gana, y
profesó con el nombre de Jacinta, llevándose consigo el
mundo a la
vida religiosa. Como las celdas le parecían pequeñas y pobres,
se hizo construir una especial para
ella, de acuerdo con su posición social, y la adornó con
lujo principesco, con cortinas, alfombras, objetos
de oro y plata, y una mesa de mármol. Todo eso,
que podría quedar bien en un palacio, desentonaba con el ambiente
pobre del convento. También se hacía preparar comidas
especiales, y organizaba diversiones inapropiadas para
una religiosa. A los actos comunes acudía con tedio y
mala voluntad.
Así trascurrió diez años, hasta que una grave enfermedad
le hizo añorar la inocencia de su infancia. El
pensamiento del fuego del purgatorio
y del infierno la aterrorizó de tal modo, que empezó a
pedir a gritos un confesor. Le enviaron al P. Antonio
Bianchetti, hombre virtuoso, muy enérgico y categórico,
que estaba allí de paso. Pero al ver tanto lujo se negó
a confesarla, diciendo: "El Paraíso no se ha hecho para
hermanas soberbias y vanidosas". "Entonces -replicó
ella- ¿he entrado en la orden para condenarme?". "Debes
cambiar de conducta -repuso el confesor-, y reparar el
mal ejemplo que has dado a las hermanas". Al día
siguiente Jacinta cambió su ropa de
seda por un pobre hábito, e hizo una confesión general con
muchas lágrimas y gemidos, manifestando un verdadero
arrepentimiento. Después fue al refectorio y se
disciplinó delante de las hermanas,
mientras les pedía perdón por los malos ejemplos que les había
dado.
Con todo, la ruptura no fue radical. Le quedaba su
celda lujosa, a la que estaba tan apegada. Una
nueva enfermedad –durante la cual vio a Santa Catalina
de Siena, que le dio varios consejos– hizo que esta vez
su conversión fuese total. Entregó
todo lo que poseía a la superiora, se revistió con la
mortaja de una monja recién fallecida, y se propuso no ver más a sus parientes y amigos, a no
ser por orden de la superiora, a fin de romper con su
vida anterior. Desde entonces
quiso que la llamaran Jacinta de Santa María y no de Mariscotti.
Cambió su cama por un tronco de leña, teniendo como
almohada una piedra. Se mortificaba día y noche con ásperas
disciplinas, hasta regar con su sangre el suelo de la
celda. Se causó llagas en los pies, en las manos y en el
costado, en memoria de las llagas del Divino Salvador. Los viernes, en memoria
de la sed que Nuestro Señor sufrió en la Pasión, se
colocaba un puñado de sal en la boca. Se alimentaba de
pan y agua y, en Cuaresma y Adviento, vivía de verduras y raíces cocidas al
agua.
Tomó un concepto tan bajo de
sí misma, que se consideraba la más pecadora; por eso escogió como
sus patronos a santos que ofendieron a Dios antes de
convertirse: San Agustín, Santa María Egipcíaca, Santa Margarita de Cortona.
Ya no se conformaba con ser una religiosa perfecta;
quería ser una franciscana santa. Trocó la soberbia por
paciencia, la ambición por humildad. Creció en fervor y
devoción, practicó con delicadeza la caridad con sus
hermanas y con los habitantes de Viterbo, a quienes
socorría según sus posibilidades.
Jacinta buscaba cualquier ocasión para humillarse.
A veces acudía al refectorio con una cuerda al
cuello, se arrodillaba delante de cada monja, y les
besaba los pies, pidiendo perdón por sus malos ejemplos
pasados. Hacía los trabajos más repugnantes en el
convento, barría las celdas de rodillas y
soportaba alegremente las injurias de algunas hermanas,
que la llamaban loca y alucinada. A todas pedía que
rezaran por ella. A una de ellas escribió lo siguiente: “Hace
catorce años que cambié de vida. Durante ese tiempo
recé a veces hasta cuarenta horas seguidas, asistí
a diario a varias misas, y me encuentro aún lejos
de la perfección. ¿Cuándo podré servir a mi Dios como Él
merece? Rece por mí, amiga mía, para que el Señor me dé
al menos la esperanza”. A pesar de lo que hacía para ser despreciada, su
virtud resplandecía a los ojos de la comunidad, que la escogió como sub-priora y Maestra de
novicias.
Jacinta reformó también muchos conventos mediante cartas
dirigidas a las superioras relajadas, amonestándolas de
los castigos que las amenazaban. Por sugerencia suya, la duquesa de Farnesio y de Savella fundó
un monasterio de clarisas en Farnesio, y otro en Roma.
La fama de su santidad traspasó la reja del convento. Cierto día, algunos de sus
paisanos que viajaban en alta mar se vieron
sorprendidos por una terrible tormenta, y se
encomendaron a Jacinta. Al instante vieron a una monja franciscana de
hábito blanco, que amainaba las ondas y dirigía la embarcación
a buen puerto. Habiendo
uno de ellos ido después al convento para agradecer
tamaño beneficio, Cuando fueron al convento a relatar lo
sucedido, Jacinta huyó del
locutorio para no ser alabada.
Para convertir pecadores su elocuencia iba directa al corazón de
los más empedernidos. Francisco Pacini era un soldado de
fortuna tristemente célebre
por su insolencia, crueldad y falta de pudor. La santa
oyó hablar de él y resolvió convertirlo con oraciones y ayunos especiales durante varios
días. Después lo mandó llamar al
convento para un asunto de la mayor importancia. Pacini respondió con desprecio,
pues había jurado no poner jamás los pies en un
convento. Pero un amigo le reprochó: “¡Cómo has cambiado! ¡Ya
no osas enfrentarte ni a la mirada de una mujer!”
Por miedo a ser tachado de cobarde, Pacini se dirigió al convento,
dispuesto a hacer que la osada
monja se arrepintiera de su temeridad. Pero apenas se
vio delante de ella comenzó a temblar. A medida
que ella le recordaba el horror de sus crímenes y el
castigo que merecían, cambió su semblante,
cayó de rodillas y prometió confesarse. Lo hizo el
domingo siguiente, que era el de Pasión, en medio de la
iglesia, con los pies descalzos y una cuerda al cuello. Más tarde
tomaría el hábito de
peregrino y consagró su vida a Dios.
Su caridad hacia los pobres era proverbial.
No teniendo voto de clausura, acudía a sus casuchas y
chabolas, para llevarles auxilio espiritual y material.
Pero también manifestaba su aprecio por
la nobleza asistiendo a los nobles empobrecidos y
vergonzantes.
En un pequeño diario autógrafo dejó algunos
pensamientos que reflejan su espiritualidad centrada en
la piedad eucarística y mariana, y su ardiente sed de
mortificación y de llevar las almas a la santidad. Murió el 30
de enero de 1640, a los 45 años de edad. Ese día sonaron
todas las campanas de la ciudad y todos sus paisanos se
conmovieron por el tránsito al cielo de Jacinta. Fue beatificada en 1762 por Benedicto
XIII, de la familia Orsini, a la que pertenecía
su madre. Pío VII la canonizó en 1807.
Regresar
|