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						Fiesta: 4 de noviembre. 
						Canonización: 
						Pablo V, 1 de noviembre de 1610Nacimiento: Arona (Italia) 1 de octubre de 1538
						Muerte: 
						Milán, 3 de noviembre 1584Orden: Franciscana Seglar
						
						
						Fuente: José Gros y Raguer San Carlos BorromeoNació el día 1.° de octubre de 1538, en el castillo 
						paterno de los Borromeos, situado en las orillas del 
						Lago Mayor (Norte de Italia). Sus padres se llamaban 
						Gilberto y Margarita, ésta de la ilustre casa de los 
						Médicis. Estudió las Humanidades en Milán y obtuvo el 
						doctorado, en Derecho, en Pavía. Desde 1559 fue Cardenal 
						y Secretario de Estado del Papa Pío IV, su tío materno. 
						En el mismo año de la muerte del Papa (1565) se encarga 
						del gobierno de la Diócesis de Milán, para la que mucho 
						antes había sido nombrado. Falleció en los primeros días 
						de noviembre de 1584, a la edad de cuarenta y seis años, 
						después de un fecundo y admirable pontificado efectivo 
						de diecinueve. - Fiesta: 4 de noviembre. Misa propia.Cuando no había terminado aún Carlos Borromeo sus 
						estudios, orientados todos hacia la vida eclesiástica, 
						murió su padre, dándole ocasión de lucir su maduro 
						talento en los problemas de la sucesión y testamentaria. 
						No había cumplido aún veinte años, y tuvo que encargarse 
						del gobierno de la familia y la administración de la 
						hacienda, una larga temporada. Y ciertamente sacó ambas 
						a flote, acreditándose de firme organizador y gran 
						carácter. Durante este tiempo fue elegido Papa el 
						Cardenal Juan Ángel de Médicis, quien a poco le llamó a 
						su lado, conocedor de sus altas cualidades y 
						disposiciones.Jamás el nepotismo -asaz censurado en algunos 
						Pontífices, no siempre justamente-, había tenido un 
						acierto semejante. Carlos Borromeo había de ser el ojo 
						derecho de Pío IV (como le llamaban en Roma), pero 
						también su brazo fiel, de insuperable eficiencia. Pronto 
						pudo verse que el joven Secretario de Estado poseía un 
						claro juicio y un agudo talento; una tenacidad y 
						capacidad de trabajo que le permitían, por ejemplo, 
						considerar todos los aspectos de un asunto importante 
						durante seis horas seguidas, sin fatigarse. Y, sobre 
						todo, admírase su conjunto de virtudes, que más tarde se 
						desplegaron en perfección integral y fulgente.Su profesor de Derecho, Francisco Alciato, había 
						dicho, en el momento de darle la borla de Doctor: 
						"Carlos hará grandes cosas y brillará como una estrella 
						en la Iglesia". No se equivocó.Ya en esta primera etapa de su actuación como 
						dirigente público, aparece ante el mundo católico como 
						un astro de primera magnitud. Entregóse a los asuntos de 
						su cargo con energía prodigiosa. Uno de sus ayudantes 
						escribe que apenas le quedaba tiempo para comer y dormir 
						lo suficiente.Él mismo confesaba que conservaba su salud, "a pesar 
						de sus infinitos trabajos", y le dolía tener que 
						reservar cinco o seis horas para el sueño.Diariamente despachaba durante tres horas con el 
						Pontífice; extractaba y redactaba diversos y delicados 
						escritos; transmitía órdenes a nuncios y legados; 
						asistía a reuniones de Cardenales; se ocupaba muy 
						complejamente de problemas de envergadura internacional.Austero de palabras, dotado de una envidiable sangre 
						fría y de un espíritu metódico admirable, inaccesible a 
						la lisonja y a la intriga, ejercía en torno suyo un 
						influjo decisivo en todos los problemas.Consciente de la responsabilidad de sus altas 
						funciones, no quiso contentarse con la cultura de tipo 
						universitario que poseía; la densificó y perfeccionó, 
						guiado por los mejores teólogos y por los humanistas más 
						distinguidos.Hijo del Renacimiento, amaba las artes, cultivaba la 
						música .y tocaba el violonchelo, favorecía con su 
						amistad a Palestrina, jugaba al ajedrez, a la pelota, y 
						era muy aficionado a la caza. No era todavía por estos 
						tiempos el severo asceta que a todos admirará más 
						adelante. Sin embargo, nada reprobable podía reprocharse 
						a su conducta. "Es de una vida inocentísima -escribía un 
						embajador-, tanto, que a juzgar por lo que sabe, puede 
						decirse que está libre de toda mancha".Cierto es que en su casa se acogía muy 
						confortablemente a cuantos la frecuentaban, pero éstos 
						eran tan sólo varones dignos de toda consideración y 
						entregados a la alta cultura. "La casa del Cardenal 
						Borromeo -decía un contemporáneo- es el lugar donde se 
						encuentran los hombres más doctos y distinguidos de 
						Roma. Él mismo, en la flor de la juventud, en el apogeo 
						de su poder, no piensa sino en poner sus conocimientos a 
						la altura de sus dignidades".En esta época fue cuando leyó a los filósofos y 
						políticos de la Antigüedad que, según él solía decir, le 
						sirvieron maravillosamente para regular sus actuaciones. 
						Con el fin de ampliar lo más posible su formación 
						literaria, organizó unas veladas, que se hicieron 
						famosas con el nombre de "Noches Vaticanas", por lo 
						selecto de cuantos tomaban parte en ellas.Nada malo había -hemos dicho- en esa conducta; más 
						bien resultaba ella de una elevada ejemplaridad para los 
						eclesiásticos y seglares de la época. Pero no tuvo 
						límites el asombro de todos, cuando vieron al joven 
						Cardenal despojarse repentinamente de todo lo que 
						pudiera significar ostentación o pompa terrena.La muerte de su hermano único, Federico, fue el 
						suceso providencial que lo emplazó en la ruta de la más 
						acrisolada santidad. En él había visto vinculado, lo 
						mismo que el Pontífice, el porvenir de su linaje. "Este 
						suceso -escribía a los pocos días- me ha hecho 
						comprender toda nuestra miseria y la verdadera felicidad 
						de la gloria eterna". Y entonces fue cuando determinó 
						pedir el presbiterado, que aún no había recibido. 
						Ordenóse, en efecto, de sacerdote en 1563.Desde el año 1542, el Papa Paulo III había convocado 
						un Concilio Ecuménico para defender la fe católica 
						contra las negaciones protestantes, y promover en la 
						Iglesia la reforma deseada por todos.Escogióse para la universal asamblea la pequeña 
						ciudad de Trento, situada en una de las estribaciones 
						menos elevadas de los Alpes, dentro de Italia, pero muy 
						accesible por el lado de Alemania. Se inauguró el 
						Concilio a fines de 1545; pero varias veces, sobre todo 
						durante dos largos intervalos, tuvo que interrumpir sus 
						tareas. Una de las más felices inspiraciones de Pío IV, 
						consistió en reanudarlas, en 1561. Ello significó un 
						enorme aumento de trabajo para el Cardenal Secretario, 
						el cual, sin salir de Roma, puede decirse que fue desde 
						entonces el alma de aquella ultima etapa del Tridentino. 
						Estaba en continuo contacto con los legados pontificios, 
						deshacía las dificultades que sin cesar surgían, 
						intervenía en las cuestiones más arduas, suministraba 
						las cosas necesarias para el sustento de los prelados, 
						fue el intermediario constante entre el Concilio y la 
						autoridad papal...Por fin, el 4 de diciembre de 1563, cuatro legados 
						del Papa, tres patriarcas, veinticinco arzobispos y 
						ciento sesenta obispos, dieron por concluidas las 
						jornadas conciliares y firmaron los decretos, que aprobó 
						el Pontífice el 26 de enero de 1564. Todavía cayó sobre 
						el Cardenal Borromeo el duro cuidado de dirigir la 
						ejecución de lo acordado en las deliberaciones: la 
						publicación del Catecismo para los párrocos, la revisión 
						de la versión latina de la Biblia, llamada Vulgata, del 
						Misal y del Breviario, la puesta en práctica de las más 
						urgentes innovaciones canónicas. Muy pronto y para casi 
						dos decenios, será, como Arzobispo de Milán, el más 
						fervoroso adalid de la reforma tridentina.Pío IV fallece al declinar el año 1565,y le sucede 
						San Pío V. La Diócesis milanesa deja de ser administrada 
						vicariamente y se hace cargo de ella su electo Prelado, 
						el Secretario de Estado del pontificado fenecido.Nuestro Santo entra en una nueva etapa de su vida. 
						Su primera diligencia, al llegar, fue reunir en Concilio 
						a los obispos de la provincia eclesiástica, para urgir 
						la implantación de las disposiciones elaboradas en 
						Trento. Habituado a la centralización romana, organiza 
						en su vasta jurisdicción diocesana una red de 
						visitadores que le tienen al corriente del estado de las 
						parroquias. Y no se contenta con esto. Las recorre todas 
						tres veces en visita pastoral, durante su gobierno, 
						imponiéndose a menudo graves fatigas y ascensiones 
						alpinas.Predica en los pueblos más modestos, reúne a los 
						sacerdotes, les aconseja y anima. Aparte de ello, 
						celebra varios sínodos diocesanos, de poderosa 
						irradiación. Funda Seminarios, para la formación de un 
						culto y piadoso clero secular; el programa tridentino se 
						va aplicando sin desfallecimiento. En ello ayudan al 
						santo Prelado sus propios clérigos, los jesuitas y 
						religiosos de otras órdenes y Congregaciones de 
						fundación reciente teatinos, barnabitas, oratorianos, 
						creados estos últimos por San Felipe Neri, entrañable 
						amigo suyo...No faltan díscolos que resisten a sus mandatos: uno 
						de ellos, infeliz miembro de la llamada orden de los 
						humillados, penetra en la capilla del Arzobispo, 
						mientras éste estaba rezando, y le dispara un tiro de 
						arcabuz, hiriéndole levemente. El suceso tan sólo sirvió 
						para que aumentase la popularidad del Santo, en el cual 
						todos los buenos veían encarnado el ideal perfecto del 
						Obispo ejemplar.Dicha popularidad llegó a la cumbre cuando, en la 
						primavera de 1576, se extendió una peste maligna por la 
						ciudad y comarca de Milán.En medio del terror general y mientras los 
						pudientes, incluso las autoridades, abandonan la 
						población, el Arzobispo permanece en ella, organizando 
						heroicamente los servicios de higiene y las atenciones 
						espirituales asistiendo personalmente a los apestados, 
						invitando a la oración y a la penitencia, promulgando 
						indulgencias, formando juntas de socorro, montando 
						hospitales y lazaretos, recorriendo las calles para dar 
						aliento a todos, confesando, y no pocas veces dando la 
						salud con sólo mirar a las víctimas.Reparte, además, cuantiosas limosnas y acoge en su 
						modesto palacio a multitud de desamparados. Para 
						alimentarlos y vestirlos tuvo que vender muebles, 
						cálices y ropas.Cuando contaba solamente veintisiete años de edad, 
						en la Ciudad Eterna, ya decía del Cardenal Borromeo un 
						cronista veneciano: "Es enfermizo porque se ha 
						debilitado con los estudios, ayunos, vigilias y 
						penitencias". Ahora su santidad es completa. Su espíritu 
						se entrega de continuo a la más alta contemplación, está 
						siempre con Dios. Su sueño no se prolonga más de cuatro 
						o cinco horas. De la comida, con frecuencia no se 
						acuerda, abrumado por las ocupaciones; y en la última 
						temporada de su vida, no tomaba más que pan, legumbres y 
						agua.Vivía como un pobre, caminaba siempre a pie por la 
						ciudad, y no hay que decir que sus mortificaciones 
						fueron cada vez más acerbas. Decía él que el trabajo y 
						la penitencia le resultaban saludables; pero en 
						realidad, le extenuaban.Respecto al trabajo, hay que consignar que llegó a 
						extremos inauditos. Pasaba largas horas estudiando y 
						escribiendo, siempre de pie, de día y de noche. Se 
						conservan muchos esquemas de sus sermones y muchas de 
						sus cartas. Y además de esa labor oculta, no desmayó 
						jamás en los ministerios pastorales, ejercitados con 
						actividad prodigiosa.La muerte no le sorprendió. Muy joven era todavía, 
						pero advertía claramente la realidad de su endeblez 
						física. En 1576 había hecho su testamento. En otoño del 
						1584 quiso prepararse al último trance practicando los 
						Ejercicios de San Ignacio, en Monte Varallo (cerca de su 
						pueblo natal), bajo la dirección de su propio confesor.Cuando regresó a Milán, la fiebre le estaba 
						consumiendo. Falleció el día 3 de noviembre, 
						pronunciando estas palabras "Heme aquí, Señor".La noticia causó inmenso dolor en todos los sectores 
						de la ciudad y un sentimiento de estupor en el mundo 
						católico, que se cambiaron en gozo y alborozo cuando, 
						veintiséis años más tarde, Carlos Borromeo fue 
						canonizado por Paulo V. Su cuerpo es venerado en la 
						Catedral milanesa. José Gros y Raguer
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