San Francisco Antonio Fasani, OFMConv.

El "Padre Maestro" (1681-1742)

   
   

 

Fiesta: 27 de noviembre

Beatificación: Pío XII, el 1 de abril de 1951

Canonización: Juan Pablo II, Roma, el 13 de abril de 1986

Nacimiento:  Lucera (Italia), el 6 de agosto de 1681

Muerte: Lucera (Italia), el 29 de noviembre de 1742

Orden: Franciscanos Menores Conventuales.

 

Vida de San Francisco Antonio Fasani

Fuente: Vatican.va. Traducción al español: Fratefrancesco.org

La vida del P. Francisco Antonio Fasani estuvo claramente orientada de manera singular a Dios desde la infancia, por obra de la educación cristiana recibida de los padres, y de la atracción sobre su ánimo de la gracia de la vocación religiosa y sacerdotal. Nació en Lucera el 6 de agosto de 1681, de José Fasani y de Isabel della Monaca, quienes tuvieron pronto el gozo de ver crecer a su Giovanniello (Juanillo) -así lo llamaban, por su nombre de pila-, bien dotado de prometedoras cualidades morales e intelectuales.

Lo mandaron a la escuela del convento franciscano de los Frailes Menores Conventuales de Lucera, y Giovannello sintió más clara su vocación, y se adhirió a ella con generoso entusiasmo. Fue admitido en la Orden de los Hermanos Menores Conventuales y se impuso el nombre de los santos Francisco y Antonio, expresando así su fervorosa aspiración de querer seguir su ejemplo, consagrándose a la vida evangélica y apostólica. El joven fray Francisco Antonio hizo la profesión en 1696, completó sus estudios de humanidades y frecuentó los cursos filosóficos en los seminarios de su Provincia religiosa. Luego comenzó los cursos de teología en el Estudio de Agnone. Los siguió en el Estudio General de Asís, junto a la Tumba de san Francisco, donde recibió la ordenación sacerdotal, en 1705. Y también en Asís frecuentó el Curso teológico académico, hasta 1707.

El programa de estudios, realizado con interés y con el vivo deseo de asimilar el valor salvífico de los misterios de la fe, lo hicieron "profundo en filosofía y docto en teología", como testificará en los Procesos Canónicos el Ven. Antonio Lucci, obispo de Bovino, que fue compañero suyo, e imitador en el ejercicio de las virtudes religiosas. Al mismo tiempo, mediante una intensa formación espiritual con ayuda de iluminados maestros espirituales, hacía progresos en la vida de unión con Dios, conformándose al Señor en la consagración religiosa y en el carisma sacerdotal.

Desde 1707 hasta su muerte, vivió treinta y cinco años seguidos en Lucera, dando espléndido testimonio de vida evangélica y de celoso ministerio pastoral, siendo por eso admirado por los creyentes de Lucera, de toda la Daunia y de la región de Molise. En el seno de su Orden Franciscana ocupó oficios de particular responsabilidad. Como valioso lector de filosofía escolástica y estimado maestro de jóvenes novicios y profesos, dio un notable impulso a la formación espiritual y doctrinal de sus hermanos. En 1709 se doctoró en teología, y desde entonces al P. Fasani lo llamaban normalmente con el apelativo  de "Padre Maestro", título con el que todavía hoy se le conoce en Lucera. Ejerció con caridad y sabiduría los oficios de superior local y provincial, revelándose como animador eficaz de la vida religiosa de los hermanos.

La vida espiritual del P. Fasani se caracterizaba por aquellas virtudes que lo hacían semejante a su seráfico padre san Francisco. En Lucera se decía: "Quien quiera ver como era san Francisco cuando vivía, que venga a ver al Padre Maestro". A imitación de san Francisco edificó su vida religiosa sobre la base de una generosa participación en los misterios de Cristo, en la práctica más fiel de los consejos evangélicos, que él consideraba expresión radical de la caridad perfecta. Encendido en ardor seráfico, en sus constantes oraciones invocaba a Dios llamándolo "Amor sumo, Amor inmenso, Amor eterno, Amor infinito".

Alimentaba su fervorosa devoción a la Inmaculada Madre del Señor aplicándose intensamente en conocer cada vez mejor y dar a conocer "quién es María", y, a la vez, a reconocer y hacer reconocer con fe y con amor el papel materno a ella asignado en la historia de la salvación.

La vida sacerdotal del Padre Francisco Antonio Fasani es un espléndido testimonio de fidelidad y dedicación a la misión encomendada en la Iglesia a todos los presbíteros, los cuales tienen, como confirma con fuerza el Concilio Vaticano II, a promover "con su ministerio y su vida la gloria de Dios Padre en Cristo" (PO, 2). El P. Fasani se dedicó con ardor al ejercicio de esta misión evangélica desde la ordenación sacerdotal, hasta el punto de poderse asegurar que "para salvar almas no perdonó fatiga alguna". Su ministerio pastoral se manifiesta comprometido con celo en los múltiples campos y formas de apostolado, de acuerdo con las necesidades de las Iglesias particulares de las que se sentía parte.

Un relieve especial tiene en su vida apostólica el ministerio de la Palabra de Dios. Predicaba casi continuamente cursos de misión al pueblo, ejercicios espirituales, cuaresmas y novenas, en Lucera y donde quiera que lo llamasen. La misión de todos los sacerdotes, que es la de "invitar a todos a la conversión y la santidad" (PO, 4), fue realizada por el P. Fasani con una forma de predicación basada en la Sagrada Escritura, bien preparada y persuasiva, que tenía la finalidad, como recuerda un testigo, "de extirpar vicios y pecados, implantar el bien y hacer practicar la virtud".

Como digno ministro de "Aquél que ejerce ininterrumpidamente su misión sacerdotal en favor nuestro en la Liturgia, por medio del Espíritu" (PO, 5), el P. Fasani se dedicó con todas sus fuerzas a ejercer con celo el ministerio sagrado, especialmente con la administración del Sacramento de la Reconciliación, y con la celebración del Sacrificio de la Eucaristía."Confesaba a toda clase de personas -asegura un testigo- con suma paciencia e hilaridad de rostro". Con todos se mostraba caritativo y acogedor, justificándose con la esperanza de poder decir un día al Señor: "He sido indulgente, no lo niego, pero me lo habéis enseñado vos". La Eucaristía era el eje de su vida religiosa, y a la vez representaba el fin al que se tendía todo su ministerio sacerdotal. La Eucaristía, en efecto, siempre ha sido considerada como "fuente y culmen de la evangelización", y los fieles siempre se han sentido "plenamente injertados en el Cuerpo de Cristo mediante la Eucaristía" (PO, 5). Cual ministro fervoroso de la Eucaristía, el P. Fasani celebraba el Sacrificio de la Misa con un ardor intenso, que elevaba y nutría su espíritu, y al mismo tiempo edificaba a los participantes; y en la predicación inculcaba en los fieles el amor a la Eucaristía, promoviendo también la comunión diaria.

Campo privilegiado de su actividad pastoral eran los pobres, los enfermos, los presos. Impulsado por este programa suyo evangélico-caritativo: "Es necesario hacer la caridad", le gustaba orar con los pobres y por los pobres; cada día repartía personalmente a los pobres la ayuda caritativa de la comunidad religiosa, y muy a menudo les hacía llegar regalos y ayudas recibidas de los bienhechores. Alguna vez sus oraciones obtuvieron prodigiosas intervenciones de la Providencia divina a favor de los pobres. Visitaba y consolaba a los enfermos, exhortándolos a buscar motivos de esperanza y resignación en la voluntad de Dios. El cuidado espiritual de los detenidos, que le confiara el obispo de Lucera, le permitía visitar a diario a los presos y exhortarlos a la confianza en el amor misericordioso de Dios. Él era el encargado de asistir a los condenados a muerte, hasta el último momento.

Lo testimonios dados en los Procesos canónicos nos aseguran que Dios premió el celo apostólico del P. Fasani con abundantes frutos de conversión y de una renovada vida cristiana entre los fieles. De ese modo encontraba plena actualización en la vida sacerdotal del P. Francisco Antonio Fasani de aquellos valores del ministerio sagrado que el Concilio Vaticano II expresa en estos términos: "Los Presbíteros, tanto si se dedican a la oración y la adoración, como si predican la Palabra, tanto si ofrecen el Sacrificio Eucarístico y administran los demás Sacramentos, como si desarrollan otros ministerios al servicio de los hombres, contribuyan siempre a aumentar la gloria de Dios y, al mismo tiempo, a enriquecer a los hombres con la vida divina (PO, 6).

Cuando el P. Fasani, en 1742, contrajo su última enfermedad, él quiso ofrecerla al Señor con espíritu de verdadera alegría, con la expresión con que siempre había ofrecido a Dios las acciones de su vida: "Voluntad de Dios, paraíso mío". El 29 de noviembre del mismo año, el P. Francisco Antonio Fasani, fortalecido por los santos Sacramentos y por la protección de la Inmaculada Virgen María, entregó su alma a Dios en el convento de su ciudad natal, donde se había mostrado como verdadero testigo de Cristo, durante 35 años. Su cuerpo fue sepultado en la aneja iglesia de San Francisco, después de un rito fúnebre en el que participó toda Lucera, bajo el grito de: "¡Ha muerto el santo Padre Maestro!".

La fama de santidad que rodeó al P. Fasani en vida tuvo un extraordinario incremento después de la muerte; de manera que, ya en 1746, el obispo de Lucera decidió instruir el Proceso sobre la vida, virtudes y milagros del Siervo de Dios. A continuación se instruyó el Proceso Apostólico sobre las virtudes, al que siguió el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes promulgado por el Sumo Pontífice León XIII, el 21 de junio e 1891. Su santidad Pío XII, tras haber aprobado dos milagros atribuidos a la intercesión del Venerable Fasani, lo elevó al honor de los altares el 1de abril de 1951.

Un nuevo milagro atribuido a la intercesión del Beato fue aprobado con Decreto del 21 de marzo de 1985, por el Santo Padre Juan Pablo II.

 

De la homilía de Juan Pablo II en la ceremonia de la canonización (13 de abril de 1986)

Fuente: L'Osservatore Romano, edición en español, del 20 de abril de 1986

En la liturgia de este domingo, tan cercano a la Pascua, resuena la breve pregunta de Cristo resucitado dirigida a Simón Pedro. La pregunta sobre el amor: «¿Me amas?..., ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15). A la pregunta de Cristo sobre el amor, Simón Pedro responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y la tercera vez: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero» (Jn 21,17).

Ante Dios, que es «Amor», el valor de todo se mide con el amor. Ante Cristo, que «nos amó y se entregó por nosotros» (cf. Ef 5,2), el valor de la vida humana se mide sobre todo con el amor: con el don de sí mismos.

De este amor dio prueba ejemplar el franciscano conventual Francisco Antonio Fasani. Él hizo del amor que nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El vértice supremo de sus aspiraciones.

También para él, la «pregunta sobre el amor» constituyó el criterio orientador de toda su vida, la cual, por lo mismo, no fue sino el resultado de una voluntad ardiente y tenaz de responder afirmativamente, como Pedro, a esa pregunta.

Con el acto de la canonización, que acabamos de realizar, la Iglesia misma, hoy, quiere dar testimonio de fray Francisco Antonio Fasani, atestiguando que él respondió verdadera y sinceramente que sí a esa pregunta crucial del Señor: una respuesta que, más que de sus labios, vino de su vida, totalmente dedicada a corresponder con heroica fidelidad al amor con el que Jesús le había amado desde la eternidad.

Este amor de Jesús -lo hemos recordado los días del Triduo pascual- no se detuvo ante el sacrificio supremo de la vida. El amor de fray Francisco Antonio Fasani fue de total adhesión al ejemplo del Señor. El nuevo Santo demostró con su vida -lo mismo que los Apóstoles- que siempre «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hc 5,29), incluso al precio de sufrimientos y humillaciones, que no le faltaron, por encima del aprecio y de los consensos que su generosidad supo granjearse entre sus contemporáneos. Por lo tanto, su alegría -como la de los Apóstoles- estaba motivada por el hecho de sufrir y pasar trabajos por el Señor, cuando no incluso «por haber merecido ultrajes por su nombre» (cf. Hc 5,41).

San Fasani se nos presenta de modo especial como modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas. Durante más de 35 años, en los comienzos del siglo XVIII, se dedicó, en su Lucera, pero con numerosas actuaciones también en las zonas circundantes, a las más diversas formas del ministerio y apostolado sacerdotal.

Verdadero amigo de su pueblo, fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, buscado por todos como consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres. De esto da testimonio el reverente y afectuoso título con el que lo conocían los contemporáneos y que todavía es familiar para el buen pueblo de Lucera: para ellos, ayer como hoy, es siempre el «padre maestro».

Como religioso, fue un verdadero «ministro» en el sentido franciscano, es decir, el servidor de todos los hermanos: caritativo y comprensivo, pero santamente exigente de la observancia de la regla, y en especial de la práctica de la pobreza, dando él mismo ejemplo irreprensible de observancia regular y de austeridad de vida.

En una época caracterizada por tanta insensibilidad de los poderosos con relación a los problemas sociales, nuestro Santo se prodigó con inagotable caridad en favor de la elevación espiritual y material de su pueblo. Sus preferencias se dirigían a las clases más olvidadas y más explotadas, sobre todo a los humildes trabajadores de los campos, a los enfermos y a los que sufrían, a los encarcelados. Excogitó iniciativas geniales, solicitando la cooperación de las clases más pudientes, de manera que fuera posible llevar a cabo formas de asistencia concreta y capilar, que parecían anticiparse a los tiempos y preludiaban las formas modernas de la asistencia social.

«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero» (Hch 5,30): las palabras de San Pedro ante el Sanedrín de Jerusalén -las hemos escuchado hace poco en la primera lectura- pueden aplicarse muy bien a la acción pastoral de fray Francisco Antonio Fasani. El anuncio del misterio pascual fue el núcleo en torno al cual giró toda su predicación. No sin provocar a veces la hostilidad de ciertos ambientes más bien refractarios a los valores de la fe cristiana.

El siglo XVIII, en cuyos primeros decenios vivió y actuó el nuevo Santo, es conocido comúnmente como «el Siglo de las Luces», a causa del gran honor en que se tuvo a la razón humana. No pocos doctos de la época, llevados del entusiasmo por las posibilidades cognoscitivas del hombre, llegaron a poner en tela de juicio la otra fundamental fuente de luz: la fe. En particular, su sensibilidad chocaba con la cuestión de la incapacidad del hombre para salvarse sólo con sus fuerzas, no llegando, en consecuencia, a admitir la necesidad de un Redentor que viniera a liberarlo de su desesperada situación de impotencia.

Está claro que, en semejante contexto cultural, el anuncio del misterio de un Dios encarnado, que murió y resucitó para redimir al hombre del pecado, podía presentarse como particularmente desagradable y duro. El «mensaje de la cruz» podía aparecer de nuevo, como en los primeros tiempos del cristianismo, una verdadera y propia «necedad» (cf. 1 Cor 1,18). Se puede pensar que el padre Fasani, a quien el obispo Antonio Lucci señala como «docto en teología y profundo en filosofía», sintiera vivamente este contraste. En su Lucera, desde hace siglos importante centro de cultura y de arte, los fermentos de las ideas iluministas estaban ciertamente presentes y operantes. Quizá también el joven franciscano tuvo que afrontar su impacto, teniéndose que encontrar en el centro de las sordas resistencias de los ambientes a los que no agradaba -lo mismo que en otro tiempo a los miembros del Sanedrín- que se continuara «enseñando en nombre de ése», es decir, de Cristo (cf. Hch 5,28).

Sabemos con certeza que él fue predicador impávido e incansable. Recorrió repetidamente la Molisa y la provincia de Foggia, derramando por todas partes la semilla de la Palabra de Dios, hasta merecer el título de «apóstol de Daunia». Y en su predicación jamás atenuó las exigencias del Mensaje, con el deseo de complacer a los hombres. Como Pedro y los otros Apóstoles, también él estaba, efectivamente, sostenido por la convicción de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).

Fiel a la integridad de la doctrina, nuestro Santo fue, no obstante, humanísimo con todos los que se dirigían a él para manifestarle sus debilidades. Sabía que era ministro del que murió y resucitó «para otorgar a Israel la conversión con el perdón de los pecados» (Hch 5,31).

El padre Fasani fue un auténtico ministro del sacramento de la reconciliación, un infatigable apóstol del confesonario, en el que se sentaba durante largas horas de la jornada, acogiendo con infinita paciencia y gran benignidad a los que -de toda clase y condición- venían para buscar con corazón sincero el perdón de Dios.

¡Cuántos fueron los que, arrodillados ante su confesonario, experimentaron la verdad de las palabras que proclama hoy el Salmo responsorial!: «Señor Dios mío, a ti grité, y tú me sanaste. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa».

La gratitud que los penitentes del padre Fasani experimentaron entonces en el secreto del confesonario, se perpetúa ahora en la alegría que ellos comparten con él en el cielo.

Fuente: L'Osservatore Romano, edición en español, del 20 de abril de 1986

 
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