Fiesta: 8 de septiembre.
Beatificación: Juan Pablo
II en Valencia, el 11 de marzo de 2001
Muerte: Valencia (España), 1936
Orden: Franciscanos
Menores
Fuente: Franciscanos.org:
A continuación ofrecemos una reseña biográfica de
los Beatos basada principalmente en las actas del
Proceso de beatificación.
Beato Pascual Fortuño Almela (1886-1936)
Nació el 3 de marzo de 1886 en Villarreal o
Vila-Real, próspera ciudad de La Plana, provincia de
Castellón y diócesis entonces de Tortosa y ahora de
Segorbe-Castellón. Fue bautizado al día siguiente con el
nombre de Pascual. Su infancia transcurrió en el sano
ambiente de una familia piadosa y acomodada que
cultivaba sus propios campos; allí aprendió las virtudes
cristianas y la laboriosidad. Estudió las primeras
letras en el colegio de los franciscanos de Vila-Real.
A la edad de doce años ingresó en el seminario menor
franciscano de Balaguer (Lérida), perteneciente a la
Provincia franciscana de Cataluña, donde comenzó el
estudio de las humanidades, que terminó en el seminario
menor de Benissa (Alicante), perteneciente a la
Provincia franciscana de Valencia, al que se había
pasado. Vistió el hábito franciscano en la casa
noviciado de Santo Espíritu del Monte (Gilet-Valencia)
el 18 de enero de 1905, y allí mismo hizo la profesión
religiosa el 21 de enero de 1906. Cursados los estudios
de filosofía y teología en el Estudiantado franciscano
de Onteniente (Valencia), recibió la ordenación
sacerdotal el 15 de agosto de 1913 en Teruel.
Tras su ordenación, los superiores lo destinaron al
seminario menor de Benissa como educador de los
benjamines de la Provincia, por quienes se desveló y de
quienes se ganó el aprecio y la confianza por su entrega
y sus cualidades pedagógicas. Cuatro años estuvo
dedicado a este ministerio, pues en 1917 fue destinado
al servicio de la Custodia de San Antonio, en Argentina,
dependiente entonces de la Provincia franciscana de
Valencia; durante cinco años estuvo ejerciendo con
ejemplaridad el ministerio sacerdotal en la casa de Azul
y en otras a las que lo destinaron los superiores.
De regreso en su patria, se dedicó de nuevo a la
formación de los alumnos del seminario de Benissa.
Estuvo luego en el convento de Pego y durante algún
tiempo fue morador del convento de Segorbe. Ya
establecida la II República en España, en 1931 fue
nombrado vicario del convento-noviciado de Santo
Espíritu del Monte, donde lo sorprendió la persecución
religiosa de 1936.
Estimado de todos, era un franciscano ejemplar, fiel a
sus deberes religiosos, y un pedagogo modelo que vivía
lo que enseñaba a los otros. No obstante su carácter
sanguíneo, sabía dominarse y siempre se manifestaba
amable y acogedor. En los años de ejercicio del
ministerio sacerdotal fue asiduo al confesonario y
prudente director de almas. Como predicador de la
palabra de Dios, se preparaba con esmero y tesón. Fue
también director de ejercicios espirituales, y muy
solicitado por las religiosas para pláticas espirituales
de formación. Quienes convivieron con él destacan las
virtudes morales y religiosas de que estaba adornado,
así como su devoción al Santísimo Sacramento, a la
Virgen María, a la práctica del vía crucis, su vida de
oración, etc. Recalcan su sólida formación, su delicada
conciencia y su profunda vivencia religiosa, a la vez
que su afán de inculcar estas virtudes y devociones a
sus alumnos con el tacto de un buen pedagogo. Según el
parecer de no pocos testigos, aunque no hubiera sido
mártir, debería haberse incoado su proceso de
beatificación.
El 18 de julio de 1936, desencadenada en España la
persecución religiosa, tuvo que dejar el monasterio de
Santo Espíritu, como sus hermanos de hábito, y
refugiarse en Vila-Real. Pasados los primeros días en
casa de sus padres, para mayor seguridad se trasladó con
su familia a una masía o casa de campo, donde
permanecieron algo más de un mes. Ante la inseguridad
con que incluso allí vivían, se refugió de nuevo en el
pueblo, en casa de su hermana Rosario, donde más tarde
fue detenido. Según refieren los testigos, era admirable
la predisposición y preparación del P. Pascual para el
martirio. Solía repetir, con paz y confianza: «Sea lo
que Dios quiera». «Que se cumpla la voluntad de Dios».
«Estemos preparados para lo que el Señor quiera de
nosotros. Esto es lo único que nos interesa en la vida».
Es singularmente elocuente el diálogo que mantuvo con su
madre, según cuenta una sobrina del mártir: «Cuando
salió del "maset" para esconderse en casa de su hermana
Rosario, su anciana madre, que le quería mucho, le dice
llorando: "Adiós, adiós, hijo mío, ya no te volveré a
ver". A lo que el P. Pascual contesta: "No llores,
madre, pues, cuando me maten, tendrás un hijo en el
cielo. Tú me preguntas que a dónde voy; me voy al
cielo"».
En Vila-Real, como por todas partes, irrumpió con
violencia la persecución religiosa: fueron asesinados
muchos sacerdotes y religiosos, quemados los templos,
entre ellos el de San Pascual, y los restos del Santo,
que se conservaban con gran veneración del pueblo. Según
declaran los testigos, en este ambiente de odio y
persecución religiosa, el P. Pascual fue detenido en
casa de su hermana el día 7 de septiembre de 1936, y
encarcelado en el cuartel de la Guardia Civil. Aquel
mismo día, por la noche, fueron a llevarle la cena y un
colchón sus hermanos Joaquín y Rosario y la sirvienta de
la familia Dña. Trinidad Manzanet, últimos familiares
que le vieron y pudieron hablar brevemente con él,
guardando un grato recuerdo de su confianza en Dios y de
su disposición para aceptar su santa voluntad. Testigo
de excepción del tiempo que estuvo en la cárcel el P.
Pascual y de los malos tratos que allí recibió es don
Julio Pascual, que se encontraba en la misma cárcel
cuando ingresó en ella nuestro mártir, y a quien el
Beato hizo estas premoniciones: «A usted no le pasará
nada. Yo sé positivamente a dónde voy: estoy destinado
al martirio; diga a mis hermanos que voy conformado al
martirio; que recen mucho por estos pobres hombres». Don
Julio recordó toda su vida estas palabras y las repitió
con devoción, pues se cumplió lo que el padre Pascual le
había dicho. También él fue llevado al patíbulo de la
muerte, del que pudo escapar y sobrevivir.
El P. Pascual Fortuño fue asesinado la madrugada del día
8 de septiembre de 1936, en la carretera entre Castellón
y Benicásim. Había sido detenido la víspera. Tenía
entonces 50 años de edad, 31 de hábito franciscano y 23
de sacerdocio. Refieren los testigos que, una vez
conducido al lugar de su fusilamiento y cuando trataban
de ejecutarlo, las balas rebotaban sobre su pecho y
caían a tierra. Ante este hecho, el mártir dijo a
quienes disparaban contra él: «Es inútil que disparéis;
si queréis matarme, tiene que ser con un arma blanca».
Por eso, le hundieron una bayoneta o machete en el
pecho. Sus ejecutores quedaron muy impresionados y
asustados: «Hemos hecho mal en matarlo -decían-; era un
santo. Si es verdad que hay santos, éste es uno de
ellos».
Su cadáver fue trasladado al cementerio de Castellón y
enterrado en el suelo, en fosa individual. Ese mismo
día, hechas las oportunas averiguaciones, algunos
familiares del mártir y doña Trinidad Manzanet se
personaron en el cementerio de Castellón, donde el
enterrador les indicó el lugar en que lo había enterrado
hacía poco, y les mostró sus ropas, que ellos
reconocieron.
El 3 de noviembre de 1938, liberada ya Vila-Real por el
ejército del general Franco, fueron exhumados y
reconocidos los restos del P. Pascual y trasladados al
cementerio de su pueblo natal, que les dispensó un
fervoroso y popular recibimiento, siendo depositados en
el panteón de los franciscanos. En agosto de 1967,
introducida su causa de beatificación, los restos del
mártir fueron trasladados a la iglesia de los
franciscanos de la misma ciudad.
El P. Llorens, cronista de la Provincia franciscana de
Valencia, dice de nuestro Beato: «Esta vida, más
angélica que humana, tuvo en el martirio su coronación
más completa. Fue como broche de oro que el seráfico
Padre quiso poner a aquella existencia que mereció ver
los días de Rivotorto y la Porciúncula, en los que el
Santo Padre y Fundador amaestraba a sus hijos en la
práctica de la humildad, sencillez, abnegación y amor de
Dios».
Beato Plácido García Gilabert (1895-1936)
Nació el día 1 de enero de 1895 en Benitachell,
provincia de Alicante y diócesis de Valencia. Al día
siguiente fue bautizado y se le impuso el nombre de
Miguel. Su familia, profundamente cristiana, gozaba de
gran estima, y en ella aprendió a amar y servir al
Señor. Hizo los estudios primarios en las escuelas
nacionales de su pueblo, destacando entre sus compañeros
por sus dotes intelectuales y por su carácter bondadoso,
avispado y organizador; era siempre el primero de clase.
En 1907, a los doce años, ingresó en el Seminario menor
franciscano de Benissa (Alicante), donde cursó las
Humanidades con notable aprovechamiento.
El 3 de octubre de 1910 vistió el hábito franciscano en
el monasterio de Santo Espíritu del Monte (Gilet-Valencia),
cambiando su nombre de pila por el de Plácido. Terminado
el noviciado, hizo allí mismo la profesión religiosa el
24 de octubre de 1911. Cursó brillantemente los estudios
de filosofía y teología en el Estudiantado franciscano
de la Provincia de Valencia y fue ordenado sacerdote el
21 de septiembre de 1918. En su época de estudiante se
tenía muy buen concepto de él, tanto por su aplicación
en los estudios como por su conducta religiosa ejemplar.
Después de su ordenación sacerdotal, su ministerio
principal fue el de la enseñanza en las casas de
formación de la Provincia franciscana de Valencia y
también en el colegio «La Concepción» de Onteniente
(Valencia). Se distinguió como predicador elocuente de
la Palabra de Dios. Fue muy asiduo al ministerio del
confesonario y estimado director de almas. Enseñó
humanidades en el seminario franciscano de Benissa;
después, teología en el estudiantado franciscano de
Cocentaina, donde también fue maestro de estudiantes.
Más tarde, por su capacidad intelectual y por sus
aptitudes para la enseñanza, fue enviado para ampliar
estudios a Roma (1930-1933), donde obtuvo el título de
Lector general en la Facultad de Derecho Canónico del «Antonianum»
con la máxima calificación. Al regresar a su Provincia
franciscana, enseñó teología en el estudiantado
franciscano de Onteniente, donde también fue superior de
la comunidad franciscana y rector del colegio. Los
testigos de su Proceso abundan en testimonios sobre las
cualidades morales y religiosas de que estuvo adornado
el P. Plácido en el desempeño de sus ministerios y en el
cumplimiento de sus responsabilidades religiosas,
destacando su fervor, rectitud, espíritu de sacrificio,
humildad y caridad, amor al silencio y a la oración, así
como su devoción al Santísimo Sacramento, a la Santísima
Virgen y a la práctica del Vía Crucis.
El 18 de julio de 1936, cuando se inició la guerra civil
y se desbocó la persecución religiosa española, el padre
Plácido estaba de morador en el Colegio «La Concepción»
de Onteniente. Tres días después se vieron obligados a
dispersarse los religiosos del mismo. El padre Plácido
se refugió en casa de los suyos en Benitachell, buscando
seguridad entre sus familiares y paisanos. Confiado en
esa supuesta seguridad y en la Providencia de Dios, no
quería esconderse y hacía vida normal en su pueblo. Ante
las advertencias de sus familiares sobre el peligro que
corría llevando el hábito religioso y no escondiéndose,
solía responder: «¿Qué me puede pasar? ¿Que me quiten la
vida? ¡La doy gustoso!» Incluso, según sus propias
palabras, se ofreció como víctima. Así lo refiere un
testigo, explicando la conversación que mantuvo el Beato
con una señora maestra: «Ante los temores que le
manifestó la citada maestra, el Siervo de Dios dijo: "La
encuentro muy desanimada. No sea así; hemos de recibir
del Señor todo lo que él nos mande; recibirlo con
alegría. Yo ya me he ofrecido como víctima; no se lo
digo por vanagloriarme, sino para que usted se anime.
¿Qué mejor que morir por la causa de Dios?"» Al
proponerle su familia la posibilidad de trasladarse a
Mallorca por su seguridad, contestó: «No, que luego se
vengarán en vosotros; yo soy solo y no hago falta a
nadie; vosotros os debéis a vuestras familias. De manera
que ni pensar que yo me esconda».
Así pues, desde finales de julio de 1936 el P. Plácido
estuvo en su pueblo, con sus familiares, haciendo una
vida más o menos normal, celebrando algunos días la
Santa Misa y prestando algunos servicios espirituales,
siempre en privado, por supuesto, ya que todo lo
religioso estaba perseguido. A instancias de la familia
y para mayor seguridad, se retiró a una casa de campo de
su hermano Vicente. Allí vivió «muy sereno y lleno de
confianza en la voluntad de Dios», refiere un testigo,
hasta el día 15 de agosto en que fue detenido.
Su hermano Vicente, en su declaración testifical, da los
detalles de la detención del P. Plácido: «El día 15 de
agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, serían las
tres de la tarde, vinieron al pueblo un camión de
milicianos con ametralladoras, procedentes, según se
decía, de Jávea y Denia. Estuvieron a buscarlo en una
casita de campo de mi propiedad en las afueras del
pueblo. Al no encontrarle, los mismos milicianos les
acompañaron a la casita de mi hermano Gabriel, más
alejada del pueblo, donde el Siervo de Dios se
encontraba entonces. Y allí fue detenido. Los milicianos
preguntaron por un sacerdote. Mi hermano Gabriel dijo
que allí no había ningún sacerdote. El Siervo de Dios
que estaba en el interior, al oír aquellas palabras
salió inmediatamente y dijo: "Aquí lo que hay es un
fraile y soy yo". Entonces le intimaron a que se fuera
con ellos inmediatamente y sin reparo alguno.
Voluntariamente el Siervo de Dios les siguió... El
Siervo de Dios fue subido a un camión y paseado por todo
el pueblo, para que todos los vecinos se enteraran de su
detención, y luego llevado a Denia».
Su mismo hermano Vicente cuenta lo que ocurrió el 16 de
agosto de 1936 en la carretera de Denia a Jávea, en la
partida llamada «La Plana»: «Al amanecer del día
siguiente de su detención, el Siervo de Dios fue
conducido, según oí decir, en el mismo camión, a La
Plana de Denia. Los milicianos le invitaron a que se
apease y de allí tomase la dirección hacia el pueblo,
pues le dijeron que estaba libre y que él ya conocía el
camino. Apenas hubo empezado la marcha el Siervo de
Dios, los milicianos le dispararon unos tiros dejándolo
muerto en el acto. La noche del 15 al 16 de agosto yo la
pasé en vela preocupado por la muerte de mi hermano
Plácido. Un niño, por la calle, gritó: "Ya han muerto al
fraile". Entonces yo marché al Comité a pedirles que,
por lo menos, recogieran su cadáver. Fueron a buscarlo
unos miembros del Comité y un familiar nuestro. No
estaba ya su cadáver en la carretera, pero lo
encontraron en el cementerio de Denia. Entonces los
mismos miembros del Comité de Benitachell y mi primo, se
trajeron el cadáver del Siervo de Dios al cementerio de
Benitachell. Yo mismo vi su cadáver martirizado y herido
por las armas de fuego en la espalda y un ojo vacío».
De otro lado, un testigo que presenció las exploraciones
periciales practicadas sobre el cuerpo del Beato, nos
asegura que había sido brutalmente maltratado y
mutilado: «El día 17 de agosto de 1936 fui requerido por
el Dr. D. Vicente Noguera, médico titular de Benitachell,
ya fallecido, para que le ayudase a practicar la
autopsia del padre Plácido García Gilabert, que según
rumores populares había sido martirizado y asesinado la
noche anterior, por unos forasteros, en La Plana de la
carretera de Denia a Jávea. Esa mañana nos trasladamos
al cementerio, donde estaba el cadáver del Siervo de
Dios, a quien reconocimos inmediatamente... El cuerpo
del Siervo de Dios, joven y corpulento, estaba mutilado:
le faltaban los órganos sexuales y una oreja; y además
presentaba señales punzantes en nalgas y otras partes,
como producidas por una aguja "saquera". No recuerdo con
exactitud si también le faltaba la otra oreja».
Practicado el reconocimiento pericial por el médico
titular de Benitachell y su ayudante, se dio sepultura
al mártir en un nicho de la familia en el mismo
cementerio. Contaba el P. Plácido 41 años de edad, 25 de
hábito y 17 de presbiterado. En 1967 sus restos fueron
trasladados devota y solemnemente en la iglesia
parroquial de Benitachell.
Beato Alfredo Pellicer Muñoz (1914-1936)
Nació en Bellreguart, provincia y diócesis de Valencia,
el 10 de abril de 1914, y lo bautizaron el día 14,
imponiéndole el nombre de Jaime. Bellreguart es un
pueblo de la huerta de Gandía, en el litoral levantino,
de buena situación económica por la fertilidad de sus
campos, dedicados principalmente al cultivo de la
naranja. Sus habitantes se han distinguido por su
religiosidad, y fruto de la piedad de sus familias han
sido las numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas,
particularmente franciscanas. En el seno de una de esas
familias, significada por su formación y práctica
cristiana, nació y se educó Jaime, que aprendió las
primeras letras en las escuelas nacionales de su pueblo,
hasta que, a los once años, ingresó en el Seminario
menor franciscano de Benissa (Alicante), donde cursó los
estudios del bachillerato.
A los 16 años marchó al monasterio de Santo Espíritu del
Monte (Gilet-Valencia), donde tomó el hábito franciscano
el 25 de agosto de 1930, cambiando el nombre de pila por
el de Alfredo. La proclamación de la II República
española el 14 de abril de 1931, con la revuelta
política y los alborotos callejeros subsiguientes,
aconsejaron a los superiores disolver el noviciado a
mediados del mes de mayo y enviar a los novicios a casa
de sus familiares, en espera del desarrollo de los
acontecimientos. Treinta días después fueron invitados
los novicios a reanudar el noviciado en dos lugares
distintos según sus respectivas zonas de origen: Chelva
(Valencia) y Pego (Alicante). Fray Alfredo pasó aquel
mes en Bellreguart, en casa de sus padres, y terminó el
noviciado en el convento franciscano de Pego, donde hizo
la profesión simple el 27 de septiembre de 1931. Pasó
luego al convento-colegio de Onteniente, también casa de
formación franciscana, y allí estudió la filosofía y un
curso de teología, haciendo la Profesión solemne en la
fecha ya crítica del 5 de julio de 1936.
Dada su corta edad (22 años en el momento de dar la
vida) y su condición de estudiante, fray Alfredo no pudo
ser conocido sino por sus familiares y sus hermanos en
religión, particularmente sus condiscípulos. Estos
testigos recuerdan que era de carácter alegre,
simpático, cordial y festivo, optimista y buen
compañero, respetuoso con los demás. Se distinguió por
la firmeza en la fe y en su vocación franciscana, a
pesar de las pruebas que tuvo que superar y las dudas y
tentaciones que supo vencer. Era caritativo, humilde y
piadoso, amante del trabajo y ejemplar en el
cumplimiento de sus obligaciones. De su familia había
heredado el amor a san Francisco y a su espíritu:
abnegado, desprendido y sencillo, abierto y bondadoso.
Cuando estalló la guerra civil española y se agravó la
persecución religiosa el 18 de julio de 1936, fray
Alfredo Pellicer se encontraba en el convento-colegio de
Onteniente. Tres días después los religiosos de esta
comunidad se vieron forzados a dispersarse. Fray
Alfredo, estudiante de teología, que acababa de hacer la
profesión solemne, se refugió en casa de sus padres en
Bellreguart, donde vivió algún tiempo con relativa
tranquilidad. Los suyos le propusieron estudiar
magisterio, pero Fr. Alfredo rechazó esta propuesta,
porque deseaba perseverar en su vocación franciscana.
Así lo refiere su hermano carnal Vicente: «El Siervo de
Dios, al estallar la revolución, se encontraba en
Onteniente a donde fuimos a recogerle para que se
refugiase en casa de nuestros padres. No se escondió,
por el contrario nos acompañaba a nosotros al campo en
donde, a pesar de nuestra oposición, trabajaba como uno
de nosotros y eso lo realizaba rebosante de alegría y
optimismo». En conversaciones con su madre le decía
Alfredo: «Madre, ¿usted sabe la gloria que es ser
mártir? No tendré yo esa suerte; sería mi mayor
alegría».
Como los demás pueblos de la huerta de Gandía, también
Bellreguart sufrió en carne viva la persecución
religiosa, pues fueron varias las víctimas humanas, se
quemaron las imágenes y objetos del culto y la iglesia
parroquial quedó asolada. Con serenidad y alegría
interior vivía fray Alfredo en casa de sus padres desde
que llegara de Onteniente, hasta que el día 4 de octubre
de ese año de 1936 fue detenido y asesinado. Su hermano
Vicente cuenta lo sucedido con profusión de detalles:
«El día 3 de octubre de 1936, mi hermano el Siervo de
Dios le dijo a mi madre que era deseo suyo que al día
siguiente, fiesta de San Francisco de Asís, fundador de
la Orden, todos los hermanos comiésemos juntos. Nosotros
éramos dos hermanas y cuatro hermanos. Las dos hermanas
eran ya casadas. Al día siguiente, domingo 4 de octubre,
nos reunimos todos, junto con nuestros padres para
almorzar ya juntos. Antes del almuerzo el Siervo de Dios
nos leyó un librito religioso. Serían de las 12'30 a la
una cuando aparecieron en el pueblo cuatro camiones
cargados de milicianos. Ante su presencia, todos los
habitantes del pueblo quedaron despavoridos, pues los
camiones iban blindados con colchones... Mi madre y el
Siervo de Dios estaban en la «cambra», piso alto, de
rodillas y haciendo sus oraciones. Pasados unos diez
minutos sonaron en la puerta unos golpes y como en
nuestra casa estaba la central de teléfonos no tuvimos
más remedio que abrir. Entraron precipitadamente cuatro
milicianos que apoyaron sus fusiles sobre nuestros
pechos. Nos preguntaron quién era el fraile que había
cantado misa, y yo le dije que allí no había ningún
fraile que hubiese cantado misa. Mi hermano Ramón,
tremendamente impetuoso, daba señales de lanzarse contra
los milicianos, y entonces se presentó el Siervo de Dios
manifestando que él era religioso franciscano; y
entonces le obligaron a seguirles... Al ver que pasaba
el tiempo y el Siervo de Dios no regresaba a casa, me
decidí a visitar al Comité. Pregunté por mi hermano,
pero el Presidente del Comité me amenazó si no me
marchaba. Mi hermano ya no estaba allí. Después, por
testigos fidedignos y presenciales, me enteré de lo
ocurrido. El Siervo de Dios fue conducido, después de la
detención, al Comité; allí le preguntaron qué haría si
terminara la guerra, a lo que contestó que
inmediatamente ingresaría en el convento. Algunos del
Comité, que lo querían, le recomendaban que renegase de
Dios, que se casase, que se hiciera republicano, a lo
que el Siervo de Dios, ante la admiración de todos,
respondía que prefería una y mil veces la muerte antes
que renegar de su fe y de su estado. Esta fue, así me lo
dijeron algunos, la causa de su muerte». También otros
testigos coinciden en afirmar que a nuestro Beato le
hicieron en el Comité local halagüeñas proposiciones si
renegaba de la fe, lo que fray Alfredo rechazó siempre
con firmeza. Más aún, camino del suplicio animaba a sus
compañeros de martirio con estas palabras: «No sufráis
ni lloréis; un poco más y veremos al Señor y a San
Francisco. Buenos ánimos, confiemos en Dios; total un
momento de sufrir... y luego al cielo».
La consumación del martirio tuvo lugar el mismo día 4 de
octubre de 1936, hacia las tres de la tarde, en el lugar
llamado «La Pedrera», a unos tres kilómetros de Gandía,
en dirección a Valencia, cuando tenía 22 años de edad, 6
de hábito franciscano y tan sólo tres meses de profesión
solemne. Fue fusilado juntamente con un sacerdote del
clero secular, el hermano lego franciscano fray Vicente
García Catalá y un señor seglar, según las declaraciones
concordantes de los testigos, quienes están de acuerdo
también en afirmar que no pudo haber otro motivo para el
asesinato de fray Alfredo sino su condición de
religioso, pues ni siquiera había sido ordenado
sacerdote; estando en período de formación, no había
desarrollado ninguna actividad ministerial y no había
podido tener manifestación pública alguna y menos de
signo político.
Los restos de nuestro Beato, con los de los otros tres
compañeros de martirio, fueron enterrados en el
cementerio de Gandía, según testimonio del enterrador,
amigo de la familia Pellicer, en una fosa común para los
cuatro. Terminada la guerra civil, el 3 de junio de 1939
se personaron familiares de los cuatro mártires en el
cementerio de Gandía y el mismo enterrador les indicó el
lugar donde les había dado sepultura en 1936. Exhumados
los cadáveres, los allí presentes reconocieron a sus
respectivos familiares por las ropas y otros indicios.
Colocados los restos de los cuatro mártires en una sola
caja, fueron trasladados a Bellreguart y enterrados al
día siguiente en el cementerio local. Poco antes de la
beatificación, las reliquias insignes de fray Alfredo
fueron identificadas y trasladadas a la iglesia
parroquial de su pueblo.
Beato Salvador Mollar Ventura (1896-1936)
El 27 de marzo de 1896 nació en Manises, pueblo que
dista unos 6 Km de Valencia, próspero por la industria
de la cerámica, de fama internacional, el cuarto de los
siete hijos que tuvieron Bautista Mollar y María
Ventura, esposos que, procedentes de Bechí (Castellón),
habían llegado al pueblo en busca de trabajo para
mejorar sus condiciones de vida. Formaban un hogar de
gente pobre y trabajadora, a la vez que humilde y
sencilla, honrada y cristiana. Dos días después de su
nacimiento, bautizaron a su hijo en la parroquial de San
Juan Bautista, y le llamaron como a su padre. Dada la
situación económica familiar, Bautista estudió sólo la
enseñanza primaria en las escuelas nacionales del
pueblo, y muy pronto tuvo que empezar a trabajar a fin
de ayudar a los suyos. El tiempo libre que le dejaba el
trabajo lo dedicaba a la piedad y al apostolado entre
los niños de los barrios pobres.
Hasta su ingreso en la Orden franciscana, estuvo muy
vinculado a la Parroquia. Era miembro de la Adoración
Nocturna y de las Conferencias de San Vicente de Paúl.
Los domingos enseñaba el catecismo a los niños y
recitaba con ellos el rosario. Siendo ya mayorcito, el
joven Bautista se retiraba todos los años, durante unos
días, al monasterio franciscano de Santo Espíritu del
Monte (Gilet-Valencia). Sin duda, aquel contacto con los
religiosos fomentó en él la vocación franciscana. El 20
de enero de 1921, vistió allí mismo el hábito de San
Francisco como hermano no clérigo, cambiando el nombre
de pila por el de Salvador, y, terminado el noviciado,
emitió su profesión religiosa el 22 de enero de 1922, a
la edad de 25 años. Alguna persona recomendó a su madre
que no permitiera al hijo irse de fraile por la merma
que supondría en los ingresos familiares; pero la madre
respondió: «Estoy contenta de que siga su vocación, pues
él será como una lámpara encendida que arderá siempre
ante el Sagrario».
Los quince años de vida religiosa de fray Salvador se
desarrollaron entre los conventos de Santo Espíritu y de
Benissa, y una estancia de tres años (1930-33) en San
Francisco el Grande de Madrid. Siempre desempeñó el
oficio de sacristán, y lo hizo con gran esmero y
pulcritud, no menos que con espíritu de piedad y
devoción; su tarea principal no le impedía ocuparse
también de otros menesteres del convento, o de salir de
limosnero por las casas y campos para sustento de los
niños y jóvenes del seminario menor franciscano.
El comportamiento devoto y virtuoso que ya de seglar
observaba fray Salvador se afianzó y acrecentó en el
claustro. Era humilde, obediente y sacrificado. De
carácter alegre, jovial y optimista. Recibía las
adversidades con resignación, aceptando siempre la
voluntad de Dios. Destacaba por su actitud modesta, su
recogimiento y gravedad. Fiel observante de sus deberes
religiosos. Como sacristán, procuraba el mayor decoro en
el culto y la iglesia, pero profesaba una particular
devoción a la Virgen María, como se ponía de manifiesto
en el ornato de su altar, especialmente en el «Mes de
Mayo».
Al estallar la guerra civil española y arreciar la
persecución religiosa en julio de 1936, la comunidad de
Benissa se vio obligada a abandonar el convento, y fray
Salvador se refugió durante unos quince días en el mismo
pueblo, en la casa de campo de unos bienhechores; pero
luego, para no comprometerlos cuando se recrudecía la
persecución, buscó refugio en Manises, en casa de su
hermana Consuelo. Allí permaneció fray Salvador haciendo
vida retirada, ayudando a sus familiares en los trabajos
domésticos, sin descuidar sus prácticas piadosas y
ejercicios espirituales. Según declaran los testigos,
presentía su martirio, para el que se preparaba en la
plena aceptación de la voluntad de Dios.
Manises fue una de las poblaciones de la región
valenciana donde más se enconó la persecución religiosa,
con la detención y asesinato de numerosos sacerdotes,
religiosos y seglares católicos destacados.
El 13 de octubre de 1936 se presentaron unos milicianos
en casa de la hermana de fray Salvador con el pretexto
de hacer un registro. Dña. María Auxiliadora Vilar,
testigo presencial de los hechos, declara: «Los
milicianos llamaron a la puerta y dijeron que querían
registrar la casa y así lo hicieron. Luego le dijeron al
Siervo de Dios: "Ahora usted se viene con nosotros, que
le tenemos que hacer una pregunta". No permitieron que
el Siervo de Dios se arreglara o vistiera mejor. Los
milicianos iban armados de pistolas... Fue encerrado en
el convento de las madres carmelitas de Manises,
convertido en cárcel. Le encerraron en un cuartito muy
pequeño que era el confesonario de las monjitas, lugar
muy incómodo, donde no se podía acostar, tal vez sólo
sentarse. En aquel cuarto estaba él solo. Allí estuvo
hasta el día 27 de octubre de 1936. Yo, todos los días,
le llevaba la comida y la cena; y lo veía cuando abrían
la puerta de su celda y él marchaba a coger agua, pero
no me decía nada». Por las averiguaciones y
comprobaciones que se hicieron después de la guerra, se
deduce con certeza que los presos del convento de las
carmelitas de Manises fueron sometidos a duras torturas,
de las que no se libraría fray Salvador.
Cuando el día 28, su sobrina María Auxiliadora fue a
llevarle la comida como todos los días, le dijeron: «El
pájaro ya ha volado», con lo que ella entendió que lo
habían asesinado. Lo fusilaron la noche del 27 de
octubre de 1936 en el tristemente célebre «Picadero de
Paterna», y luego lo enterraron en el cementerio
municipal de Valencia, en fosa común, pero en ataúd.
Tenía entonces fray Salvador 40 años de edad y 15 de
hábito franciscano.
Dadas las características de fray Salvador, hermano no
clérigo, dedicado al cuidado de la iglesia en el
cumplimiento fiel de su cargo de sacristán, que desde
joven se había distinguido por su sencillez, honradez y
dedicación al trabajo, sin manifestación ni implicación
alguna en el campo social o político, etc., no pudo
haber otro motivo para su asesinato que su condición de
religioso. Además, no fue juzgado, sino que directamente
lo llevaron al «Picadero» por odio a la fe y por el mero
hecho de ser fraile.
Del mismo fray Salvador conservamos un testimonio de
inestimable valor sobre su preparación para el martirio,
su firmeza en la fe, su actitud de perdón de los
verdugos y sus deseos de cielo: se trata de un escrito
de su puño y letra que, estando en la cárcel, hizo
llegar a sus familiares escondido dentro de un pedazo de
pan, y que dice así:
«Queridas hermanas, cuñadas y sobrinas: Yo estoy bien y
muy conformado en la voluntad de Dios. Espero me diréis
como lo pasáis por esa. No padezcáis por mí, pero orad
mucho por mí, pues necesito mucho de vuestras oraciones.
»Queridos míos: Os pido perdón de todas las ofensas y
malos ejemplos que os haya dado; yo también perdono de
todo corazón a todos mis enemigos, pues quiero que Dios
me perdone de todos mis pecados. Encargo mucho a
Auxiliadora, a Consuelín y Salvador que sean muy
honestos y piadosos.
»Queridas mías: Pueda ser que dentro de pocos días me
encuentre en la eternidad; acordaos de mí como me
acordaré de vosotras y no temamos que Dios fue por el
mismo camino y sin culpa propia».
En 1939, terminada la guerra civil, los familiares de
fray Salvador acudieron al cementerio municipal de
Valencia, donde se procedió a la exhumación del cadáver,
que la familia reconoció por las ropas que llevaba y por
el mismo rostro del finado, pues se hallaba casi
incorrupto. Entonces, los restos fueron trasladados a
Manises, allí recibidos en el patio del monasterio de
las religiosas carmelitas descalzas, donde había estado
encerrado fray Salvador y de donde salió para su
inmolación, y finalmente inhumados en el cementerio
local junto a otros mártires. En 1949, los restos
mortales de los religiosos y sacerdotes hijos de Manises
que habían sufrido martirio, fueron inhumados en el
crucero de la Parroquia de San Juan Bautista. En 1968,
introducida la causa de canonización de fray Salvador,
sus restos fueron trasladados junto al altar de San
Francisco de la misma parroquia.
Fuente: Franciscanos.org
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