El nombre del franciscano francés Eloi Leclerc
quedará unido para siempre a su obra más leída y
celebrada: "Sabiduría de un pobre", traducida en todo el
mundo, con múltiples ediciones. No se trata de una
biografía de San Francisco, sino un acercamiento al
sufrimiento interior del Santo en un momento muy
concreto de su vida: cuando las enfermedades y la crisis
de crecimiento de la Orden por él fundada lo introduce
en una noche oscura de despojamiento y purificación. El
estilo ágil, sencillo y agradable del libro invita a
saborear con calma cada una de sus páginas. Aquí te
ofrecemos el prefacio, en el que el autor nos ofrece las
claves de lectura.
Eloi Leclerc, Sabiduría de un
pobre, Traducción: Ana María Fraga - María José Martí.
Ed. Marova (Col. Maran Atha), Madrid 1992, 164
páginas.
Título original: Sagesse d'un pauvre,
Editions Franciscaines, Paris 1963.
La palabra mas terrible que haya sido pronunciada
contra nuestro tiempo es quizá ésta: «Hemos perdido la
ingenuidad.» Decir eso no es condenar necesariamente el
progreso de las ciencias y de las técnicas de que está
tan orgulloso nuestro mundo. EI progreso es en sí
admirable. Pero es reconocer que este progreso no se ha
realizado sin una pérdida considerable en en plano
humano. El hombre, enorgullecido de su ciencia y de sus
técnicas, ha perdido algo de su simplicidad.
Apresurémonos a decir que no había solamente candor
y simplicidad en nuestros padres. El cristianismo había
asumido la vieja sabiduría campesina y natural nacida al
contacto del hombre con la tierra. Había, sin duda,
todavía mucho más de tierra que de cristianismo en
muchos de nuestros mayores. Más de pesadez que de
gracia. Pero el hombre tenía entonces raíces poderosas.
Los impulsos de la fe, como las fidelidades humanas,
se apoyan sobre adhesiones vitales e instintivas
particularmente fuertes. Y no estaban de ningún modo
sacudidas o enervadas. El hombre participaba del mundo,
ingenuamente.
Al perder esta «ingenuidad», el hombre ha perdido
también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y
todas sus técnicas le dejan inquieto y solo. Solo ante
la muerte. Solo ante sus infidelidades y las de los
otros, en medio del gran rebaño humano. Solo en los
encuentros con sus demonios, que no le han desertado. En
algunas horas de lucidez el hombre comprende que nada,
absolutamente nada, podrá darle una alegre y profunda
confianza en la vida, a menos que recurra a una fuente
que sea al mismo tiempo una vuelta al espíritu de
infancia. La palabra del Evangelio no ha aparecido jamás
tan cargada de verdad humana: «Si no os hacéis como
niños no entraréis en el reino de los cielos.»
En este camino que conduce al espíritu de infancia,
un hombre tan simple y tan pacificado como San Francisco
de Asís tiene algo que decirnos. Algo crucial y
decisivo. Este santo de la Edad Media nos está
asombrosamente próximo. Parece haber sentido y
comprendido nuestro drama de antemano, él que escribía:
«Salve, Reina Sabiduría, que Dios te salve con tu
hermana la pura simplicidad.» Sentimos demasiado claro
que no puede haber sabiduría para nosotros que somos tan
ricos en ciencia sin una vuelta a la pura simplicidad.
Pero ¿quién mejor que el pobre de Asís puede enseñarnos
lo que es la pura simplicidad?
Es la sabiduría de San Francisco lo que se propone
evocar este libro: su alma, su actitud profunda ante
Dios y ante los hombres. No hemos tratado de escribir
una biografía. Sin embargo, nos hemos atenido a la
fidelidad. Una fidelidad menos literal, menos interior,
más profunda que la del simple relato histórico. Se
puede abordar una vida como la de San Francisco desde el
exterior intentando penetrar en el alma del santo poco a
poco, a partir de los hechos. Este proceso es normal y
siempre necesario. Pero cuando se ha hecho esto y se ha
llegado así a penetrar algo en su riqueza interior, se
puede intentar expresar y hacer sensible esta plenitud.
Y puede ser que entonces se deba recurrir a un modo de
expresión mas parecido al arte que a la historia
propiamente dicha, si no se quiere traicionar la riqueza
percibida. Con este cuidado de fidelidad, mas espiritual
que literal, hemos procurado hacer sensible al lector la
experiencia franciscana bajo su doble aspecto. Por un
lado esta experiencia rezuma sol y misericordia. Por
otra parte, se hunde en la noche de los grandes
desnudamientos. Estos dos aspectos son inseparables. La
sabiduría del pobre de Asís, por muy espontánea y
radiante que nos parezca, no ha escapado a la ley común:
ha sido fruto de la experiencia y de la prueba. Ha
madurado lentamente en un recogimiento y despojamiento
que no han cesado de profundizarse con el tiempo.
Este despojo llegó a su cumbre en la crisis
gravísima que sacudió a la Orden y que sintió él mismo
de una manera extremadamente dolorosa. En el relato que
se va a leer se ha procurado expresar la actitud
profunda de San Francisco a lo largo de esta dura
prueba. El descubrimiento de la sabiduría se ha inscrito
para él en una experiencia de salvación, de salvamento,
a partir de una situación de pobreza: «Salve, Reina
Sabiduría, que Dios te salve.» Francisco ha comprendido
que la sabiduría misma tiene necesidad de ser salvada.
que no puede ser mas que una sabiduría de salvación.
El punto de la crisis que va a ser evocada fue, ya
se sabe, el desarrollo rápido de la Orden y la entrada
masiva de c1érigos en la comunidad de hermanos. Esta
situación nueva presentaba un difícil problema de
adaptación. Los hermanos, en numero de seis mil, no
podían vivir ya en las mismas condiciones que cuando
eran una docena. Por otra parte, nacían necesidades
nuevas en el seno de la comunidad, por el hecho de la
presencia de numerosos hombres instruidos. Una
adaptación del ideal primitivo a 1as nuevas condiciones
de existencia se imponía. San Francisco tenía perfecta
conciencia de ello. Pero se daba cuenta también que
entre los hermanos que reclamaban esta adaptación muchos
eran empujados por un espíritu que no era el suyo.
Ninguno más consciente que él de la originalidad de su
ideal. Se sentía responsable de esta forma de vida que
el Señor mismo le había revelado en el Evangelio. Era
preciso, sobre todo, no traicionar esta inspiración
primera y divina. Además, se debía evitar el tropezar
con las legítimas susceptibilidades de sus primeros
compañeros; estas almas simples no dejarían de turbarse
por innovaciones inconsideradas. La adaptación se
presentaba, pues, coma una tarea delicada. Pedía mucho
discernimiento, tacto y también lentitud. Estas
condiciones no fueron respetadas. Los vicarios
generales, a quienes Francisco había confiado el
gobierno de la Orden durante su estancia en Oriente,
desplegaron una actividad intempestiva. Quemaron etapas.
Resultó una crisis muy grave que hubiese podido llegar
hasta la ruptura.
Esta crisis fue para Francisco una prueba terrible.
Tuvo el sentimiento de fracaso. Dios le esperaba allí.
Fue una suprema purificación. Con el alma desgarrada, el
pobre de Asís avanzó hacia una desposesión de si
completa y definitiva. A través de la turbación y de las
lágrimas iba por fin a llegar a la paz y la alegría. Al
mismo tiempo salvaba a los suyos, revelándoles que la
forma más elevada de la pobreza evangélica es también la
más realista: aquella en que el hombre reconoce y acepta
la realidad humana y divina en toda su dimensión. Era el
camino de salvación para su Orden: ésta, en lugar de
aislarse en una especie de protestantismo antes de la
letra, iba a encontrar en el seno mismo de la Iglesia su
equilibrio interior y su perennidad.
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