Julien Green, escritor francés de origen
norteamericano nacido en París en 1900 y convertido al
catolicismo. Fue miembro de la Academia de la Lengua
Francesa. Entre sus obras se encuentra "Frère François",
traducida al castellano por Jaume Gascòn y Rodà y
publicada por Ed. Destino, Barcelona 1984. Después de
narrar la vida del santo, en el epílogo (pp. 305-307),
recuerda su relación con Francisco de Asís.
Julien
Green, Hermano Francisco. Ed. Destino, Barcelona 1984.
Una vez escritas las últimas líneas de este libro,
estoy decepcionado porque no siento el alivio que
esperaba. Durante dieciocho meses he estado trabajando
en estas páginas que exigieron muchas investigaciones y
a veces grandes esfuerzos por tratar de descubrir la
verdad entre el fárrago de variantes que le han hecho
sufrir los cronistas. Y he aquí que al término de la
tarea, encuentro en la libertad que me ha sido devuelta
un poco de amargura de falsa satisfacción. Me doy cuenta
de que durantes días y más días he vivido en compañía
del hombre que más he admirado siempre. Era consciente
de que en cierto modo lo tenía a mi lado, fraternal y
sonriente.
Desde mi infancia, en los lejanos días de la rue de
Passy donde habitábamos, oia a veces pronunciar su
nombre con la ternura que siempre le acompaña.
Especialmente mi madre, a pesar de ser protestante, le
tenía tanto afecto que llegué a creer que lo había
conocido. Francisco era y continúa siéndolo, el hombre
que pasa por encima de nuestras ridículas barreras
teológicas. Pertenece a todo el mundo, como el amor que
se nos ofrece sin cesar. No se le podría ver sin amarle,
decían de él en vida, y este amor jamás ha variado.
Ya he contado en otra parte cómo, a la muerte de mi
madre, que destruyó nuestro reducido universo familiar,
busqué la religión que ella parecía haberse llevado
consigo. Mis lazos con la iglesia anglicana se deshacían
solos. Me cayó entonces en las manos un libro que
exponía la fe católica y lo devoré ávidamente en pocos
días. La conversión no se demoró más de un año y fui
admitido en la Iglesia en 1916.
Mientras tanto, entre los muchos libros que no
cesaba de leer, había descubierto el de madame Arvéde
Barine sobre san Francisco de Asís y la Leyenda de los
Tres Compañeros. Me enamoré locamente de aquel mundo
maravilloso. Me ilusionaba convertirme en otro Francisco
de Asís y cuando el director que cuidaba de mi
instrucción religiosa me preguntó que nombre había
escogido para el bautismo le dije de un tirón: "san
Francisco de Asís". Esto no le hizo ninguna gracia y me
contestó tranquilamente: "Habría preferido san Francisco
de Sales, pero vuestro deseo será respetado". Yo no
sabía quién era san Francisco de Sales, y el padre
jesuita, santo varón seguramente, no creyó oportuno
hablarme de Francisco de Asís, pero yo, que
habitualmente hablaba poco, me volvía locuaz cuando me
permitía elogiarlo. Me sentía inclinado a completar un
poco la instrucción del reverendo padre sobre aquel gran
personaje que él por lo visto no conocía muy bien. Me
escuchó atentamente y no reparé en la ironía con que iba
envuelta su cortesía. ¡Cuántos pensamientos locos
revoloteaban dentro de mi cabeza de ignorante! ¡Qué
ilusión llegar a ser como Francisco de Asís! Yo era
incluso más categórico en mis ímpetus religiosos.
"Quiero ser san Francisco de Asís", le declaré un día.
Por toda respuesta me estuvo mirando seriamente un buen
rato.
Después del bautizo me encontraba bien dispuesto a
seguir las huellas de mi santo patrón, pero la vida se
encargó de trastornar tan felices proyectos, y Francisco
de Asís se me fue alejando. Llevaba una medalla suya
colgada al cuello. Luego, un buen día, me la quité y los
años me alejaron de mi ideal.
Y más tarde, bruscamente, el santo de Asís
reapareció. El Giotto del Louvre obró en mí como un
aldabonazo; luego las biografías más o menos noveladas
despertaron aquellas vagas nostalgias de la edad madura.
La Segunda Guerra Mundial me zarandeó el alma como si me
hubiera sacudido la espalda. San Francisco reaparecía
sin cesar. El mundo en guerra me parecía atroz y
empezaba a pensar que el Evangelio había fracasado. El
mismo Cristo había preguntado sobre la fe que
encontraría en la tierra cuando volviera por segunda
vez. Las almas que él había impresionado y atraído a su
persona parecían entes aislados en la tormenta
desencadenada por locos. Casi a medio camino entre las
primeras Navidades y el infierno en el que se debaría la
humanidad sobre la tierra había aparecido un hombre,
otro Cristo, el Francisco de Asís de mi infancia, pero
también él había fracasado.
¿Fracasado? En apariencia... Estaba convencido de
que el Evangelio era el camino de la salvación. El
Evangelio era la eternidad; el Evangelio no hacía sino
empezar. ¿Qué son veinte siglos a los ojos de Dios?
Julien Green, Hermano Francisco. Ed. Destino,
Barcelona 1984.
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