Ignacio Larrañaga es español, aunque casi toda su
vida como sacerdote y franciscano capuchino ha
transcurrido en América Latina. Con sus escritos,
predicaciones y escuelas de oración que él promueve por
todo el mundo hispano, desde hace años, es un poderoso
instrumento de evangelización. Sus libros, sobre todo
"El hermano Francisco", han sido traducidos con gran
éxito a otras lenguas. El secreto tal vez sea su
claridad, profundidad y realismo. No por nada, "El
hermano de Asís" tiene por subtítulo: "Vida profunda de
San Francisco". El texto que sigue se refiere a la
aprobación de la Regla y los tiempos heroicos de
Rivotorto.
Ignacio Larrañaga, El hermano de Asís, Ed.
Paulinas, 429 páginas, 2ª edición. Madrid 1980
Se había ido muy lejos. Acostumbrado al protocolo
artificial y a la diplomacia formalista, (el Papa
Inocencio III) en medio de aquel grupito se sentía como
en un cálido hogar. Los hermanos lo miraban limpiamente.
Él se sentía acogido y amado por ellos. Y se dejó
arrastrar por la corriente de la intimidad.
- En la soledad de las noches -continuó- he
suplicado ardiente y repetidamente a mi Dios para que
envíe pronto al ungido por su dedo. Desde la alta
atalaya de Roma he sido el centinela atisbando siempre y
mirando a todas partes a ver cuándo y dónde aparece el
elegido que restaure la Iglesia desde sus ruinas. Mis
súplicas, al parecer, han sido oídas: bendito sea el
Señor. En estos días he pensado mucho en ti, Francisco,
hijo de Asís, y en vosotros. pregunté a Dios, mi Señor,
¿no será este Pobre de Asís el señalado por tu dedo? Y
anoche -hizo una larga pausa-, anoche llegó la respuesta
de Dios.
Al decir estas palabras, se le quebró por completo
la voz. Hizo una larga pausa. Algunos hermanos se
asustaron, y todos abrieron desmesuradamente los ojos.
- Anoche vi en sueños, lo vi con la claridad del
mediodía... Estas poderosas torres almenadas de San Juan
de Letrán comenzaron a cimbrearse como palmeras. Todo el
edificio comenzó a crujir, y cuando parecía que los
muros de la Iglesia daban en el suelo, un hombrecito
desarrapado arrimó sus hombros, y sostuvo e impidió que
la iglesia se viniera al suelo. Y aquel desarrapado, lo
estoy viendo todavía, eras tú; eras tú, Francisco, hijo
de Asís y juglar de Dios.
De los hermanos, unos rompieron a llorar; otros a
gritar. Francisco permaneció sin pestañear, mirando
fijamente los ojos del Pontífice.
- Soy viejo -acabó diciendo el Papa-. Pero ya puedo
morir en paz. Hijos míos, salid al mundo con las
antorchas en las manos. Colgad lámparas en los muros de
las noches. Donde haya hogueras, poned manantiales.
Donde se forjen espadas, plantad rosales. Transformad en
jardines los campos de batalla. Abrid surcos y sembrad
amor. Plantad banderas de libertad en la patria de la
Pobreza. Y anunciad que llega pronto la era del Amor, de
la Alegría y de la Paz. Después de un tiempo, antes de
que yo muera, venid a contarme las buenas noticias para
consolación de mi alma.
Les impartió la bendición. Abrazó a todos uno por
uno. Y los hermanos se fueron. Salieron de la ciudad y
retornaron a Asís.
La Edad de Oro
Llegaron a Asís y se instalaron en Rivotorto. Las
dudas, los temores y desconfianzas se los había llevado
el viento. Entraban radiantes. No parecían hombres de
carne y hueso. El Espíritu se había apoderado de la
materia, reduciéndola a ceniza. Parecía que sólo quedaba
el espíritu.
- Somos una extraña estirpe -pensaba el Hermano-.
Somos casados sin mujer, estamos ebrios sin vino, hartos
con el hambre y ricos con la pobreza. Somos los hombres
más libres del mundo porque somos los más pobres -decía
en alta voz-. No nos falta nada. ¡Es el paraíso!
La morada era paupérrima. En tiempos pasados había
sido albergue para los rebaños trashumantes.
Ocasionalmente servía para guardar pasto seco. Era el
paradero obligado de los mendigos. Hacía mucho tiempo
que la cabaña estaba descuidada, sin ninguna reparación.
Por eso tenía brechas abiertas en los muros por donde se
colaba el viento y orificios en el techo por donde se
filtraba la lluvia. A su alrededor, las ortigas tenían
la altura de un hombre y plantas trepadoras abrazaban
las agrietadas pareces. Lo único que tenía de sólido
aquel tugurio eran unas vigas de madera que sostenían
firmemente el esqueleto.
***
En este extraño palacio transcurrió la edad de oro
del franciscanismo. Dificilmente cabían los doce
hermanos en la choza. Para evitar la confusión y no
estorbarse mutuamente a la hora de la oración y el
descanso, Francisco tomó un trozo de pizarra y marcó el
nombre de cada hermano en las vigas. Así, cada hermano
tenía su propio lugar. En una de las paredes laterales
colgó una cruz de madera. La cabaña hacía las veces de
dormitorio, oratorio y refectorio. Es difícil imaginar
trono más adecuado para la Reina Pobreza.
Rivotorto ofrecía otras ventajas a los hermanos. A
poca distancia tenían una leprosería. Muy cerca pasaba
un camino real por donde transitaban sus amigos los
mendigos.
A pocas millas se afrontaba la escalada de los
primeros contrafuertes del Subasio. Subiendo por las
ásperas hoces, que parecen cicatrices de un relámpago,
se llegaba a unas grutas naturales que la primitiva
generación denominó cárceles, lugar ideal para fomentar
la vida contemplativa. Para colmo, Rivotorto formaba la
punta de un triángulo, con San Damián y la Porciúncula
en los otros dos ángulos. Aquí pasaron los meses de
otoño, invierno y primavera.
(Ignacio Larrañaga, El hermano de Asís, Ed.
Paulinas, 429 páginas, 2ª edición. Madrid 1980, págs. 206-208).
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