Poema a San Francisco de Asís

Rafael Arévalo Martínez

   
   

 

Rafael Arévalo Martínez (1884-1975) fue el alma de la Generación de 1910, que sacó del Modernismo la literatura de Guatemala, orientándola hacia tendencias más actuales. Colaboró en periódicos y revistas nacionales y extranjeras, fue Director de la Biblioteca Nacional de su país, viajó por Estados Unidos y América Central, recibió varios galardones por su aportación a la literatura hispana y fue condecorado con la Orden del Quetzal, la más prestigiosa de Guatemala, y la Gran Cruz de la Orden de Rubén Darío.
Arévalo manifiesta en su obra una gran inquietud hacia lo místico. Su personalidad, según Max Henríquez Ureña, es "independiente y única en las letras hispanoamericanas", con un "lirismo muy personal y muy hondo".
Los versos que siguen, dedicados a San Francisco de Asís, están tomados de su libro "Las rosas de Engaddí", editado por Sánchez & De Guise, Guatemala 1923, págs. 33-36.
 

San Francisco de Asís, el divino
San Francisco de Asís, su camino
caminaba con paso seguro.

San Francisco sentía que el muro
también tiene un espíritu oscuro.

Y al pasar por la calle vacía
de los pobres hermanos menores,
se apretaba a la piedra sombría
y cantaba su canto de amores.

Y adelante y al lado y en pos
distendía su espíritu Dios.

Y pisaba a su madre la tierra
y pedía perdones al cielo,
cuando vio algo sagrado: una perra
que lamía a un gentil pequeñuelo.

Y sintió los extraños temblores
que solía sentir, interiores.
¡Oh divinos hermanos menores!

Y cantó su canción, y es un credo
que ahora enseño a los hombres que puedo.

-He pisado a mi madre la tierra
con amor, ¡maternal vientre pardo ,
y he sentido que aquello que encierra
es mi hermano. Y la ortiga y el cardo
y el espíritu cruel del leopardo
que empurpura de sangre su túnica
y aquella alma que anima las breñas
son pedazos no más de un alma única
que está toda en las cosas pequeñas.

Y cuán cerca de Dios que me siento
si estoy cerca de algún nacimiento.

Cómo brillan, al ver florecidas
a las plantas, los claros luceros;
y al mirar a las perras paridas;
y al oír un balar de corderos;
y al sentir que a los tibios armiños
de las tetas se pegan los niños.

¡Oh los seres pequeños, venidos
hoy al bien de la luz! Sacerdotes
que oficiáis en las verdes llanadas:
¿qué hay más santo a la luz que los nidos,
los cachorros, los niños, los brotes;
planta y hembra y mujer fecundadas?

¡Santidad de una vaca! Ninguna
más candeal de las cosas sagradas.
Al sonar de los coros de toros
en las noches bañadas de luna
cuál responden las grandes vacadas
¡y qué coros aquellos, qué coros!

Va subiendo el compás. Prisioneros,
piden madres los padres terneros
al sonar las esquilas de bronces,
y responde un temblor de luceros
que a los hombres no entienden entonces.

En la paz de las noches tranquilas,
sin dolor, cuál corréis, maternales,
al oír un sonido de esquilas,
claras leches de los vegetales.
Y os brindáis a los pardos terneros
mientras abren sus claras pupilas
en la sombra los claros luceros.

Y el buen santo que hincó las rodillas,
santidad de las cosas sencillas-
fue a besar en la boca a la perra
y en el lomo besó al cachorruelo.
Y al besar sucedió que la tierra
se sentía muy cerca del cielo.

Y a su lado y en frente y en pos
distendía su espíritu Dios.

Y el buen santo escuchaba aquel canto
de su amor a las cosas. Ejemplo
de que el hombre que es bueno es un templo,
el más alto, ¡oh Espíritu Santo!

Y ante él, que de Dios semejanza
unas voces oía, interiores,
en los ojos brilló la esperanza
de los pobres hermanos menores.

Y adelante y al lado y en pos
distendía su espíritu Dios.

 

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