Raíces de las divisiones en la Orden Franciscana
Desde los comienzos de la Orden de los hermanos
Menores, una parte de sus miembros quiso seguir un
camino de arenas movedizas, que sólo sirvió para crear
malestar y divisiones sin cuento. En la base de todo
estaban los siguientes errores:
1: La mitificación de San Francisco, como modelo a
imitar a la letra, más que en el espíritu.
2: La sustitución del "seguimiento" de Cristo por la
"conformidad" con él, haciendo del ideal una utopía
inalcanzable. Frente al realismo de los expertos, del
cardenal Hugolino y de los capítulos generales, la Regla
se convierte en algo inmutable e infalible, como el
Evangelio.
3: La tenaz resistencia a las interpretaciones
pontificias de la Regla, ignorando que al principio y al
final de la misma se habla de la obediencia y sumisión
al Papa.
4: Visión de la pobreza no ya como medio de
perfección, sino como un fin en sí mismo, por encima de
la caridad, de la humildad y la obediencia, que son la
verdadera pobreza de espíritu: "aunque repartiese mis
bienes a los pobres, si no tengo amor, no soy nada"
(1Cor 13).
5: La convicción de poder desobedecer en vista de lo
que se considera un bien mejor: "Hay religiosos que, con
el pretexto de ver cosas mejores de las que mandan los
superiores, miran atrás y vuelven al vómito de la propia
voluntad" (San Francisco).
6: La intransigencia frente a los que siguen caminos
distintos o menos rígidos, de acuerdo con las libertades
de interpretación y adaptación previstas por la misma
Regla.
Los frailes "celantes" o "espirituales"
Las primeras dudas sobre la interpretación de la Regla
surgieron ya en 1230, lo que obligó al papa Gregorio IX
(ex cardenal Hugolino) a aclarar algunos puntos sobre
ella en su bula "Quo elongati" (28-9-1230).
Otras dos declaraciones papales ("Quanto studiosus"
del 14-11-1245 y "Ordinem vestrum" del 20-2-1247) no
bastaron para frenar el fanatismo de algunos y el
vagabundeo de falsos minoritas y minorisas.
Unos estatutos del 1240 sobre la autoridad de
capítulo marca el origen de la clericalización de la
Orden. Algunos los rechazan con la excusa de vivir más
espiritualmente y vagan de un lado para otro haciendo
prosélitos, con "capas cortas hasta las nalgas". Son los
"Celantes" de las Marcas, acallados por el ministro
Crescencio de Jesi, que mereció por ello ser elegido
ministro general.
A las ideas anteriormente expuestas se añaden las
profecías apocalípticas del abad Joaquín de Fiore, que
alientan la espera de una "era del Espíritu", con una
Iglesia inmaculada y pobre, con órdenes renovadas como
los franciscanos y dominicos, con peligrosas ideas
políticas, teológicas y sociales que preocupaban a la
curia de Roma. Joaquinita era incluso el general de la
Orden Juan de Parma, depuesto por el Papa por dicho
motivo.
Entre los años 1257 y 1274 San Buenaventura supo
combinar sabiamente virtud y prudencia. En su primera
circular denuncia los abusos, pero evita polémicas y da
buenas normas. Denuncia a los soberbios pero anima al
estudio, y pone en orden los estatutos reuniéndolos en
las Constituciones de Narbona (1260). "La santidad
verdadera -decía- no consiste en ejercicios corporales,
sino en las virtudes de la mente". Murió siendo
cardenal, durante el conclio de Lyon, en 1274.
El concilio de Lyón suprimió las órdenes
mendicantes, pero respetó a franciscanos y dominicos,
por su utilidad a la Iglesia. Al general Jerónimo de
Áscoli se le concedió la facultad de poder vender
cualquier bien que les ofrecieran, sin necesidad de
recurrir a la curia. Se corrió entonces la voz de que
iban a obligar a los Menores a poseer en común y eso dió
origen a la guerra de la pobreza. Las declaraciones de
Nicolás III ("Exiit qui seminat", 14-8-1279) y de Martin
IV ("Exultantes", 18-1-1283) no lograron calmar el celo
de algunos. Así nació el partido de los "Espirituales".
La cuestión de la pobreza franciscana
Los Espirituales, como la mayoría de los Menores en
aquella época, eran del parecer que el papa no puede
dispensar el voto de pobreza, porque la Regla equivale
al Evangelio. Sintiéndose perseguidos, recurrieron a
Celestino V (1294), que les permitió separarse de la
Orden, como "Pobres ermitaños de messer Celestino".
Bonifacio VIII (1294-1303) los dispersó. En el débil
Clemente V (1305-1314) encontraron nuevo vigor. Juan
XXII (1316-1334), más enérgico condenó y persiguió todo
tipo de oposición. Fray Ángel Clareno tuvo que
refugiarse en los montes y observar la Regla franciscana
bajo el sayo benedictino.
Una declaración papal sobre la Regla concluye
diciendo: "Grande es la pobreza, pero mayor es la
integridad. Lo máximo es el bien de la obediencia" ("Quorundam
exigit", 7-10-1317). Entonces los "frailes Menores
llamados espirituales" llevaron el problema al campo
teórico, con un silogismo peligroso: Cristo y los
apóstoles buscaban la perfección y, por tanto, no
poseyeron nada, ni en común ni en privado.
Fue el momento más difícil para una Orden
acostumbrada a tener siempre a la Iglesia de su parte.
Los frailes habían apelado contra la condena de un
beguino por sus ideas sobre la pobreza de Cristo y de
los apóstoles. Entonces el papa encargó al ministro
general Miguel de Cesena (1316-1328) que estudiaran el
tema en el capítulo de Perusa (1322); pero la asamblea
redactó una declaración dirigida a todos los fieles
cristianos y otra para el papa, afirmando que la
proposición sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles
no era herética, sino conforme a la sana doctrina
católica y de la Iglesia romana.
El papa respondió con al bula "Ad conditorem"
(8-12-1322), declarando que la perfección evangélica
consiste básicamente en la caridad, y que de nada sirve
renunciar a los bienes materiales, si se mantiene la
preocupación por ellos. También añadía que los Menores,
rechazando la propiedad, están sujetos a la codicia más
que los demás mendicantes, y que la fingida renuncia los
llevaba a "gloriarse con petulancia de su altísima
pobreza". Por tanto, puesto que el uso de hecho,
separado de la propiedad, era algo que repugnaba al
derecho y a la razón, Juan XXII renunciaba a la
propiedad de los bienes de la Orden y suprimía a los
procuradores o administradores seglares.
La Orden, con el general al frente, y con la ayuda
del hábil y dialéctico Bonagracia de Bérgamo, trató de
hacer cambiar de opinión al papa y acabó por declararlo
hereje, movilizando a sus mejores cerebros para defender
su preciada tesis. El conflicto se agravó cuando el
emperador Luis de Baviera tomó bajo su protección a los
Menores. El papa ordenó a las universidades que se
enseñase la doctrina promulgada por él, acerca de la
pobreza.
La Orden se puso en rebeldía. Miguel de Cesena,
convocado a Aviñón, se encaró con el Pontífice, y éste
dió orden al capítulo general de Bolonia (1328) de
elegir un nuevo general. Pero el capítulo reeligió al
mismo. Entonces Miguel de Cesena huyó con Bonagracia a
donde el emperador, acusando al papa de simonía y
herejía e invalidando su elección. Luis bajó a Roma y se
hizo coronar emperador, promoviendo la elección de un
antipapa, el franciscano fray Pedro de Corvara, con el
nombre de Nicolás V.
El general y los principales cabecillas fueron
excomulgados por el papa, que puso al frente de la
Orden, como vicario, al cardenal Bertrand de la Tour (+
1332), uno de los pocos doctos de la Orden partidarios
de Juan XXII. El capítulo de París, con escasa
asistencia, eligió general a fray Gerardo Eudes
(1329-1342), más amigo del pontífice que del ideal
franciscano. Siguió un fuerte debate literario, en el
que se distinguió Guilermo de Ockham con sus ideas
subversivas sobre la potestad del papa.
Habían transcurrido apenas cien años desde la muerte
y canonización de San Francisco, y algunos frailes ya no
recordaban que, al final de la Regla, él había escrito:
"los frailes sean siempre súbditos y estén siempre
sujetos a los pies de la Iglesia romana".
Los Espirituales fueron silenciados, bajo pena de
cárcel, precisamente en virtud del Testamento de San
Francisco, al que ellos daban valor jurídico. Otros se
dispersaron. Los llamados "Fraticelli de opinione"
cayeron en la herejía y se dedicaron a combatir al papa
legítimo, a la espera un papa angélico. Los últimos
brotes fueron erradicados por el observante San Jaime de
la Marca, en pleno siglo XV.
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