Oración
ante el crucifijo
Alto y glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi
corazón
y dame fe recta,
esperanza cierta
y caridad perfecta,
sensatez y conocimiento,
Señor,
para hacer tu santo y veraz
mandamiento.
(San Francisco de Asís)
Fr. Tomás Gálvez
Una experiencia que marcó a Francisco para toda su
vida
Un día de otoño de 1205, mientras oraba, el Señor le
prometió a Francisco que pronto daría respuesta a sus
preguntas. A los pocos días, paseando por los
alrededores de Asís, pasó junto a la antigua iglesia de
San Damián y, conmovido por su estado de inminente ruína,
entró a rezar, arrodillándose con reverencia y respeto
ante la imagen de Cristo crucificado que presidía sobre
el altar. Y, estando allí, le invadió, más que otras
veces, un gran consuelo espiritual. Con los ojos
arrasados en lágrimas, pudo ver como el Señor le hablaba
desde la cruz y le decía: "Francisco, ¿no ves que mi
casa se derrumba? Anda, pues, y repárala".
Tembloroso y sorprendido, él contestó: "De muy buena
gana lo haré, Señor". Luego se ensimismó y quedó como
arrebatado, en medio de la iglesia vacía. Fue tal el
gozo y tanta la claridad que recibió con aquellas
palabras, que le pareció que era el mismo Cristo
crucificado quien le había hablado.
Todos los biógrafos coinciden en calificar de
éxtasis o visión la experiencia de San Damián. Santa
Clara escribe que fue una "visita del Señor", que lo
llenó de consuelo y le dió el impulso decisivo para
abandonar definitivamente el mundo. A esta visión parece
referirse San Buenaventura, cuando refiere que el santo,
tras el encuentro con el leproso, estando en oración en
un lugar solitario, tras muchos gemidos e insistentes e
inefables súplicas, mereció ser escuchado y se le
manifestó el Señor en la cruz. Y se conmovió tanto al
verlo, y de tal modo le quedó grabada en el corazón la
pasión de Cristo, que, desde entonces, a duras penas
podía contener las lágrimas y los gemidos al recordarla,
según confió él mismo, antes de morir. Y entendió que
eran para él aquellas palabras del Evangelio: "Si
quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu
cruz y sígueme" (Mt 16, 24).
Tomás de Celano y los Tres Compañeros sitúan esta
experiencia en San Damián. Según ellos, cuando el Señor
le habló desde el crucifijo, Francisco experimentó un
cambio interior que ni él mismo acertaba a describir. El
corazón se le quedó tan llagado y derretido de amor por
el recuerdo de la pasión, que desde entonces llevó
grabadas en su interior las llagas de Cristo, mucho
antes de que se le manifestaran en la carne. Por eso,
añade San Buenaventura, "ponía sumo cuidado en
mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que
llevaba impresa dentro de su corazón rodease también su
cuerpo por fuera. Todo eso lo practicaba ya cuando aún
no se había apartado del mundo, ni en el vestir ni en la
manera de vivir". Se refiere a un cilicio, a un tejido
muy basto, hecho de gruesos nudos, que empezó a llevar
ceñido a la cintura, debajo de la ropa. Desde entonces
será tal su austeridad, y tantas las mortificaciones a
lo largo de su vida, que, sano o enfermo, apenas
condescendió en darse gusto, hasta el extremo de
reconocer, poco antes de morir, que había tratado con
poco miramiento al "hermano cuerpo".
Descripción del crucifijo de San Damián
El crucifijo que habló a Francisco es hoy uno de los
más conocidos y reproducidos del mundo. Se trata de un
icono románico-bizantino del s. XII, de autor umbro
desconocido y clara influencia sirio-oriental. Es de
madera de nogal recubierta con una basta tela, sobre la
que pintaron con colores vivos las figuras de Cristo y
otros personajes de la Pasión. Sin el pedestal, mide
2’10 metros de alto por 1’30 de ancho.
En 1257, cuando las clarisas abandonaron San Damián,
se lo llevaron consigo al nuevo monasterio de Santa
Clara construido para ellas en Asís , donde lo
conservaron durante siglos en la sacristía. En 1958, 20
años después de ser restaurado por Rosario Aliano, fue
expuesto al público en la capilla de San Jorge. Después
del terremoto de septiembre de 1997 el icono ha sido
sometido a una nueva restauración, y allí sigue expuesto
a la devoción de todos, libre ya del vidrio y del marco
que antes lo contenía.
He aquí algunas claves para comprender el
significado de este icono bizantino del siglo XII:
El Cristo de San Damián está vivo y sin corona de
espinas, pues es el Cristo resucitado y glorioso que ha
vencido a la muerte.
El paño de lino orlado de oro recuerda las
vestiduras de los sacerdotes del Antiguo Testamento (Ex
28, 42).
Su postura expresa un gesto de acogida y parece
abrazar a todo el universo.
Sus ojos no miran al espectador, sino que se dirigen
al Padre, invitándonos también a nosotros a hacer lo
mismo mediante la conversión.
Los 33 personajes que lo rodean representan la
comunión de los santos de todos los tiempos.
Jesús, con los pies sobre fondo negro, parece que
asciende del abismo.
La sangre de Cristo chorrea sobre los personajes que
lo rodean, para indicar que han sido lavados y salvados
por su Pasión.
La sangre de los pies cae sobre seis personajes
apenas reconocibles, que podrían ser: San Juan Bautista,
San Miguel, San Pablo y San Pedro, San Damián y San
Rufino, patrón de Asís.
En cada extremo de los brazos transversales de la
cruz hay tres ángeles que muestran a Cristo: son los
mensajeros de la Buena Noticia.
Los personajes bajo los brazos de Jesús están todos
en la luz, son hijos de la luz.
Tienen todos la misma estatura, pues son "hombres
perfectos", que han alcanzado "plenamente la talla de
Cristo" (Ef 4, 13).
Si se mira bien, sus rostros son como el de Cristo,
pues en ellos ha sido restaurada la "imagen y semejanza
de Dios" original.
Juan y María están en el puesto de honor, a la
derecha de Cristo. El discípulo muestra y recoge la
sangre del costado de Cristo. María manifiesta dolor,
pero también serenidad y admiración por la resurrección
y por el nuevo hijo que su Hijo le acaba de encomendar.
El manto blanco de la Virgen simboliza pureza, y las
piedras preciosas que lo adornan son los dones del
Espíritu Santo. El vestido rojo oscuro representa el
amor. La túnica morada bajo el vestido recuerda que
María es la nueva Arca de la Alianza (la del Antiguo
Testamento estaba cubierta con un paño de ese color).
A la izquierda de Jesús están Maria Magdalena y
María de Santiago, que parecen preguntarse: ¿Quién nos
abrirá el sepulcro?. Junto a ellas, el Centurión
confiesa la humanidad y divinidad de Cristo:
"Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios".
Detrás del Centurión asoma el rostro de quien
encargó el crucifijo y otras tres personas que evocan al
Pueblo de Dios.
Bajo los personajes mayores, hay dos pequeños, uno a
cada lado, que representan a los romanos y judíos que
crucificaron a Jesús: el romano es un soldado con la
lanza y la esponja.
A la izquierda de las piernas de Cristo se ve el
gallo de Pedro, que recuerda nuestra debilidad e invita
a la vigilancia. Pero también simboliza al sol naciente,
Cristo, cuya luz se difunde por toda la tierra.
Sobre la tablilla con la inscripción "Rex iudeorum",
en un círculo rojo, vemos a Cristo que sube al cielo,
vestido de blanco, con estola dorada y una cruz luminosa
en la mano, señal de victoria. El círculo expresa
perfección y representa la plenitud de la gloria, donde
lo reciben diez ángeles festivos.
La mano del Padre, en lo más alto del crucifijo, se
encuentra en un semicírculo. La otra mitad no se puede
ver, pues Dios Padre no tiene rostro, es un misterio.
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