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Oficio de la
Pasión del Señor
Felice Accroca,
sacerdote, franciscanista e historiador
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Entre los Escritos de
Francisco se encuentra también un Oficio
de la Pasión del Señor y es, entre
todos, el más “lleno del misterio y de
la voz de Cristo” (Carlo Paolazzi).
Sería conveniente volver a leerlo,
teniendo en cuenta que en unos días
meditaremos con particular intensidad la
Pasión de Cristo. El Oficio, en el que
Francisco se propone celebrar “el entero
misterio de la redención” (Ezio
Franceschini), se caracteriza por la
insistente petición de ayuda que se
dirige a Dios contra los enemigos. |
Emblemáticas algunas
expresiones del primer salmo: “Mis amigos y mis
compañeros se acercaron y se quedaron en pie
frente a mí, y mis allegados permanecieron
alejados. Alejaste de mí a mis conocidos: me
consideraron una vergüenza para ellos, fui
traicionado y no había modo de huir”. El Oficio,
pues, como una oración de lucha: lucha de Jesús,
al final de su vida terrena, contra el enemigo
infernal; petición de auxilio al Padre, para que
le ayudase en tan dura batalla; exultación de
las criaturas por la victoria que Él obtuvo en
su misterio pascual. Una lucha que no compete
sólo a Jesús, sino que arrolla plenamente a los
que aspiran a ser sus discípulos, sobre todo a
la hora del sufrimiento y de la prueba. Véase,
por ejemplo, el modo en el que Francisco
reelabora el verso: “Traed ofrendas, y entrad en
sus atrios”; dicha invitación se transforma, en
su oración, en una incitación a la lucha contra
sí mismos y contra el pecado, en una exhortación
a llevar la cruz sobre los hombros para seguir
los pasos de Cristo, que tanto sufrió por
nosotros: “Ofreced vuestros cuerpos y cargad con
su santa cruz y seguid hasta el fin sus
santísimos preceptos”. Así como Cristo perdonó a
quienes lo crucificaban, lo insultaban y le
escupían en el rostro, así debía hacer quien
había decidido seguirlo: una lucha difícil y
Francisco lo sabía; por eso no se cansaba de
pedir ayuda desde lo alto. En su paráfrasis del
Padre Nuestro, al comentar la petición del
perdón de los pecados, “como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden”, exclama: “y lo que no
perdonamos plenamente, tú, Señor, haz que
plenamente perdonemos, para que, por ti, amemos
sinceramente a los enemigos, y ante ti por ellos
devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie
mal por mal, y aplicándonos a ser provechosos
para todo en ti”. Francisco compuso este Oficio
quizá con poco más de veinte años, en un momento
muy difícil de su vida; un texto en el que
proponía a la meditación suya y de sus hermanos
el ejemplo de Cristo, que en el momento supremo
había sabido hacer de su vida un don, venciendo
las asechanzas del antiguo tentador. Era para
todos (y es también para nosotros) una
invitación a imitarlo: en los momentos de
sufrimiento se pone a prueba nuestra fe, porque,
dice un proverbio, es entonces cuando se ve de
qué madera están hechas las cruces. “Señor, haz
que por ti, amemos sinceramente a los enemigos y
ante ti por ellos devotamente intercedamos”.
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