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Queridos hermanos y
hermanas:
Con la Novena de Navidad
que estamos celebrando en estos días, la
Iglesia nos invita a vivir de modo
intenso y profundo la preparación al
Nacimiento del Salvador, ya inminente.
El deseo, que todos llevamos en el
corazón, es que la próxima fiesta de la
Navidad nos dé, en medio de la actividad
frenética de nuestros días, una serena y
profunda alegría para que nos haga tocar
con la mano la bondad de nuestro Dios y
nos infunda nuevo valor.
Para comprender mejor el
significado de la Navidad del Señor
quisiera hacer una breve referencia al
origen histórico de esta solemnidad. De
hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no
se desarrolló inicialmente partiendo del
nacimiento de Cristo, sino de la fe en
su resurrección. Por eso la fiesta más
antigua de la cristiandad no es la
Navidad, sino la Pascua; la resurrección
de Cristo funda la fe cristiana, está en
la base del anuncio del Evangelio y hace
nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser
cristianos significa vivir de modo
pascual, implicándonos en el dinamismo
originado por el Bautismo, que lleva a
morir al pecado para vivir con Dios (cf.
Rm 6,4).
El primero que afirmó
con claridad que Jesús nació el 25 de
diciembre fue Hipólito de Roma, en su
comentario al libro del profeta Daniel,
escrito alrededor del año 204. Algún
exegeta observa, además, que ese día se
celebraba la fiesta de la Dedicación del
Templo de Jerusalén, instituida por
Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo.
La coincidencia de fechas significaría
entonces que con Jesús, aparecido como
luz de Dios en la noche, se realiza
verdaderamente la consagración del
templo, el Adviento de Dios a esta
tierra.
En la cristiandad la
fiesta de Navidad asumió una forma
definida en el siglo IV, cuando tomó el
lugar de la fiesta romana del "Sol
invictus", el sol invencible; así se
puso de relieve que el nacimiento de
Cristo es la victoria de la verdadera
luz sobre las tinieblas del mal y del
pecado. Con todo, el particular e
intenso clima espiritual que rodea la
Navidad se desarrolló en la Edad Media,
gracias a san Francisco de Asís, que
estaba profundamente enamorado del
hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su
primer biógrafo, Tomás de Celano, en la
Vita seconda narra que san
Francisco "por encima de las demás
solemnidades, celebraba con inefable
premura el Nacimiento del Niño Jesús, y
llamaba fiesta de las fiestas al día en
que Dios, hecho un niño pequeño, había
sido amamantado por un seno humano" (Fonti
Francescane, n. 199, p. 492). De
esta particular devoción al misterio de
la Encarnación se originó la famosa
celebración de la Navidad en Greccio.
Probablemente, para ella san Francisco
se inspiró durante su peregrinación a
Tierra Santa y en el pesebre de Santa
María la Mayor en Roma. Lo que animaba
al Poverello de Asís era el deseo
de experimentar de forma concreta, viva
y actual la humilde grandeza del
acontecimiento del nacimiento del Niño
Jesús y de comunicar su alegría a todos.
En la primera biografía,
Tomás de Celano habla de la noche del
belén de Greccio de una forma viva y
conmovedora, dando una contribución
decisiva a la difusión de la tradición
navideña más hermosa, la del belén. La
noche de Greccio devolvió a la
cristiandad la intensidad y la belleza
de la fiesta de la Navidad y educó al
pueblo de Dios a captar su mensaje más
auténtico, su calor particular, y a amar
y adorar la humanidad de Cristo. Este
particular enfoque de la Navidad ofreció
a la fe cristiana una nueva dimensión.
La Pascua había concentrado la atención
sobre el poder de Dios que vence a la
muerte, inaugura una nueva vida y enseña
a esperar en el mundo futuro. Con san
Francisco y su belén se ponían de
relieve el amor inerme de Dios, su
humildad y su benignidad, que en la
Encarnación del Verbo se manifiesta a
los hombres para enseñar un modo nuevo
de vivir y de amar.
Celano narra que, en
aquella noche de Navidad, le fue
concedida a san Francisco la gracia de
una visión maravillosa. Vio que en el
pesebre yacía inmóvil un niño pequeño,
que se despertó del sueño precisamente
por la cercanía de san Francisco. Y
añade: "Esta visión coincidía con los
hechos, pues, por obra de su gracia que
actuaba por medio de su santo siervo
Francisco, el niño Jesús fue resucitado
en el corazón de muchos que le habían
olvidado, y quedó profundamente grabado
en su memoria amorosa" (Vita prima,
op. cit., n. 86, p. 307). Este
cuadro describe con gran precisión todo
lo que la fe viva y el amor de san
Francisco a la humanidad de Cristo han
transmitido a la fiesta cristiana de la
Navidad: el descubrimiento de que Dios
se revela en los tiernos miembros del
Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el
pueblo cristiano ha podido percibir que
en Navidad Dios ha llegado a ser
verdaderamente el "Emmanuel", el
Dios-con-nosotros, del que no nos separa
ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño,
Dios se ha hecho tan próximo a cada uno
de nosotros, tan cercano, que podemos
tratarle de tú y mantener con él una
relación confiada de profundo afecto,
como lo hacemos con un recién nacido.
En ese Niño se
manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin
armas, sin la fuerza, porque no pretende
conquistar, por decir así, desde fuera,
sino que quiere más bien ser acogido
libremente por el hombre; Dios se hace
Niño inerme para vencer la soberbia, la
violencia, el afán de poseer del hombre.
En Jesús, Dios asumió esta condición
pobre y conmovedora para vencer con el
amor y llevarnos a nuestra verdadera
identidad. No debemos olvidar que el
título más grande de Jesucristo es
precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios;
la dignidad divina se indica con un
término que prolonga la referencia a la
humilde condición del pesebre de Belén,
aunque corresponda de manera única a su
divinidad, que es la divinidad del
"Hijo".
Su condición de Niño nos
indica además cómo podemos encontrar a
Dios y gozar de su presencia. A la luz
de la Navidad podemos comprender las
palabras de Jesús: "Si no os convertís y
os hacéis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos" (Mt 18, 3).
Quien no ha entendido el misterio de la
Navidad, no ha entendido el elemento
decisivo de la existencia cristiana.
Quien no acoge a Jesús con corazón de
niño, no puede entrar en el reino de los
cielos; esto es lo que san Francisco
quiso recordar a la cristiandad de su
tiempo y de todos los tiempos, hasta
hoy. Oremos al Padre para que conceda a
nuestro corazón la sencillez que
reconoce en el Niño al Señor,
precisamente como hizo san Francisco en
Greccio. Así pues, también a nosotros
nos podría suceder lo que Tomás de
Celano, refiriéndose a la experiencia de
los pastores en la Noche Santa (cf.
Lc 2, 20), narra a propósito de
quienes estuvieron presentes en el
acontecimiento de Greccio: "Cada uno
volvió a su casa lleno de inefable
alegría" (Vita prima, op. cit.,
n. 86, p. 479).
Este es el deseo que os
expreso con afecto a todos vosotros, a
vuestras familias y a vuestros seres
queridos. ¡Feliz Navidad a todos!
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