Autor: Card. Joseph
Ratzinger
El rostro de Dios,
Ediciones Sigueme, Salamanca 1983, 19-25.
La antigua fiesta de los
cristianos no es la navidad, sino la pascua: solamente
la resurrección del Señor constituyó el alumbramiento de
una nueva vida y, así, el comienzo de la iglesia. Por
eso ya Ignacio de Antioquía (+ lo más tarde el 117
después de Cristo) llama cristianos a quienes «no
observan ya el sábado, sino que viven según el día del
Señor»[1]: Ser cristiano significa vivir pascualmente a
partir de la resurrección, la cual es celebrada
semanalmente en la festividad pascual del domingo. Que
Jesús nació el 25 de diciembre lo afirmó ya con
seguridad por primera vez Hipólito de Roma, en su
comentario de Daniel, escrito más o menos en el año 204
después de Cristo; el investigador que trabaja en
Basilea, Bo Reicke, basándose en ciertos indicios, cree
poder demostrar que ya Lucas en su evangelio presupone
el día 25 de diciembre como el día del nacimiento de
Jesús: en ese día se celebraba entonces la fiesta de la
consagración del templo, establecida por Judas Macabeo
en el año 164 antes de Cristo, y la fecha natal de Jesús
simbolizaría de esta manera que, con él, como verdadera
luz de Dios que irrumpe en la noche del invierno, se
operó realmente la consagración del templo, la llegada
de Dios a esta tierra.[2]
I
Sea lo que fuere de esto,
lo cierto es que la verdadera figura que le corresponde
la recibió la fiesta de navidad por primera vez en el
siglo IV, cuando arrumbó la festividad romana del
Dios-Sol invicto y presentó el nacimiento de Cristo como
la victoria de la verdadera luz; que en esta refundición
de una fiesta pagana en una solemnidad cristiana se
tomaron asimismo antiguos elementos de la tradición
judeo-cristiana, se hace patente por las informaciones
de Bo Reicke.
Sin embargo, el especial
calor humano que tanto nos conmueve en la fiesta de
navidad y que incluso en los corazones de la cristiandad
ha sobrepujado a la pascua, se desarrolló por primera
vez en la edad media, y aquí fue Francisco de Asís el
que, partiendo de su profundo amor al hombre Jesús,
hacia el Dios-con-nosotros, contribuyó a introducir esta
novedad. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, nos cuenta
en su segunda biografía lo siguiente: «Más que ninguna
otra fiesta celebraba él la navidad con una alegría
indescriptible. Él afirmaba que ésta era la fiesta de
las fiestas, pues en ese día Dios se hizo un niño
pequeño y se alimentó de leche del pecho de su madre, lo
mismo que los demás niños. Francisco abrazaba -¡y con
qué delicadeza y devoción!- las imágenes que
representaban al niño Jesús y lleno de afecto y de
compasión, como los niños, susurraba palabras de cariño.
El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la
miel».[3]
De tales sentimientos
procedió la famosa celebración de la navidad en Greccio,
a la cual le pudieron animar e incitar su visita a la
tierra santa y al pesebre que se halla en Santa María la
Mayor en Roma; pero lo que sin duda influyó más en él
fue el deseo de más cercanía, de más realidad. Y le
movió asimismo a ello el deseo de hacer presente a
Belén, de experimentar directamente la alegría del
nacimiento del niño Jesús y de comunicar esa alegría a
sus amigos.
De esa noche del pesebre
nos habla Celano en la primera biografía, de tal manera
que conmovió cada vez más a los hombres y, al mismo
tiempo, contribuyó decisivamente a que pudiera
desarrollarse y extenderse esta hermosísima costumbre de
la navidad: la de montar «belenes» o «nacimientos».
Un curioso dato de esa
noche me parece especialmente digno de ser mencionado.
La región de Greccio había sido puesta a disposición de
los pobres de Asís por un señor noble llamado Juan, del
cual refiere Celano que, a pesar de su alta alcurnia y
de su destacada posición, «no daba ninguna importancia a
la nobleza de la sangre y sí mucha a la del alma que
trataba de alcanzar». Por eso se había granjeado el amor
de Francisco.[4]
De ese Juan nos cuenta
Celano que, en aquella noche, se le otorgó la gracia de
una visión. Vio que en el pesebre yacía un pequeño niño
inmóvil, el cual se despertó de su sueño al aproximarse
san Francisco: «Esta visión correspondía -dice Celano- a
lo que efectivamente ocurrió, pues el niño Jesús se
hallaba dormido a la sazón por estar olvidado en muchos
corazones. Pero, a través de su siervo Francisco, se
despertó el recuerdo de él y se imprimió
imperecederamente en su memoria».[5]
En esta imagen describe
con toda exactitud la nueva dimensión que Francisco
otorgó a la fiesta cristiana de la navidad mediante su
fe que penetraba en los corazones y en sus sentimientos
más profundos: el descubrimiento de la revelación de
Dios, que radica en el niño Jesús. Por ello se convirtió
realmente en el «Emmanuel», en el Dios con nosotros, del
cual no nos separa ningún obstáculo de sublimidad o
lejanía: como niño, se aproximó tanto a nosotros que le
podemos tratar sin rodeo de tú y, como nos acercamos al
corazón de un niño, podemos tratarle con la confianza
del tuteo.
En el niño Jesús se hace
patente, más que en ninguna otra parte, la indefensión
del amor de Dios: Dios viene sin armas, porque no
pretende asaltar desde fuera, sino conquistar desde
dentro y transformar a partir de dentro. Si algo puede
desarmar y vencer a los hombres, su vanidad, su sentido
de poder o su violencia, así como su codicia, eso es la
impotencia de un niño. Dios eligió esa impotencia para
vencernos y para hacernos entrar dentro de nosotros
mismos.
Pero no olvidemos en este
punto que el mayor título de dignidad de Jesucristo es
el de «hijo», hijo de Dios; la dignidad divina se
describe mediante una palabra que muestra a Jesús como
un niño ( = Hijo) que siempre ha de permanecer como tal.
Su ser-niño se halla en una única y particularísima
correspondencia con su divinidad, que es la divinidad
del «Hijo». Así su condición de niño es la orientación
de cómo podemos llegar a Dios, a la divinización. A
partir de ahí es como hay que entender aquellas
palabras: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en
el reino de los cielos (Mt 18,3).
El que no haya entendido
el misterio de la navidad, no ha entendido lo que es más
decisivo y fundamental en el ser cristiano. El que no ha
aceptado eso, no puede entrar en el reino de los cielos.
Esto es lo que Francisco pretendía recordar a la
cristiandad de su época y a la de todos los tiempos
posteriores.[6]
II
En la cueva de Greccio,
por indicación de Francisco, se pusieron aquella noche
un buey y un asno [7]. Efectivamente, él había dicho al
noble Juan:
Desearía provocar el
recuerdo del niño Jesús con toda la realidad posible,
tal como nació en Belén y expresar todas las penas y
molestias que tuvo que sufrir en su niñez. Desearía
contemplar con mis ojos corporales cómo era aquello de
estar recostado en un pesebre y dormir sobre las pajas
entre un buey y un asno.[8]
Desde entonces, un buey y
un asno forman parte de la representación del pesebre o
nacimiento. ¿Pero de dónde proceden propiamente estos
animales? Los relatos de la navidad del nuevo testamento
no nos narran nada acerca de esto. Pero, si
profundizamos esta cuestión, topamos con un hecho que es
importante para todas las costumbres navideñas y sobre
todo para la piedad navideña y pascual de la iglesia en
la liturgia y al mismo tiempo en los usos populares.
El buey y el asno no son
simples productos de la fantasía; se han convertido, por
la fe de la iglesia, en la unidad del antiguo y nuevo
testamento, en los acompañantes del acontecimiento
navideño. En efecto, en /Is/01/03 se dice concretamente:
«Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su
amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene
conocimiento».
Los padres de la iglesia
vieron en esas palabras una profecía que apuntaba al
nuevo pueblo de Dios, a la iglesia de los judíos y de
los cristianos [9]. Ante Dios, eran todos los hombres,
tanto judíos como paganos, como bueyes y asnos, sin
razón ni conocimiento. Pero el Niño, en el pesebre,
abrió sus ojos de manera que ahora reconocen ya la voz
de su dueño, la voz de su Señor.
En las representaciones
medievales de la navidad, no deja de causar extrañeza
hasta qué punto ambas bestezuelas tienen rostros casi
humanos, y hasta qué punto se postran y se inclinan ante
el misterio del Niño como si entendieran y estuvieran
adorando. Pero esto era lógico, puesto que ambos
animales eran como los símbolos proféticos tras los
cuales se oculta el misterio de la iglesia, nuestro
misterio, puesto que nosotros somos buey y asno frente a
lo eterno, buey y asnos cuyos ojos se abren en la
nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su
Señor.
III
¿Pero le reconocemos
realmente? Cuando nosotros ponemos el buey y el asno en
el portal, deben venirnos a la memoria aquellas palabras
de Isaías, las cuales no son sólo evangelio -promesa de
un conocimiento que nos ha de llegar- sino también
juicio por nuestra ceguera actual. El buey y el asno
conocen, pero «Israel no tiene conocimiento, mi pueblo
no tiene inteligencia».
¿Quién es hoy el buey y el
asno, quién «mi pueblo», que está sin inteligencia? ¿En
qué se conoce al buey y al asno y en qué a «mi pueblo»?
¿Por qué se da el fenómeno de que la irracionalidad
conoce y la razón se halla ciega?
Para encontrar una
respuesta, debemos volvernos nuevamente, con los padres
de la iglesia, a la primera navidad. ¿Quién es el que no
conoció? ¿Y quién conoció? ¿Y por qué ocurrió así?
Ahora bien, el que no
conoció fue Herodes, el cual tampoco comprende nada
cuando se le anuncia el nacimiento del Niño. Sólo sabe
de su afán de dominio y de su ambición de mando y de la
manía persecutoria correspondiente y, por ello, se
hallaba profundamente cegado (Mt 2,3). El que no conoció
fue también «todo Jerusalén con él» (Ibid.). Quienes no
conocieron fueron los hombres vestidos lujosamente, las
gentes importantes (Mt 11,8). Los que no conocieron
fueron los señores sabihondos, los entendidos en Biblia,
los especialistas en la interpretación de la sagrada
Escritura, los cuales conocían con exactitud los pasajes
de la Biblia, y, sin embargo, no entendían una palabra
(Mt 2,6).
Los que conocieron,
comparados con esta famosa gentecilla del «buey y el
asno» fueron: los pastores, los magos, María y José.
¿Podía ser de otra manera? En el establo donde él se
encuentra no se ve gente fina, allí están como en su
casa el buey y el asno.
¿Pero qué es lo que ocurre
con nosotros? ¿Nos hallamos tan alejados del establo
porque somos demasiado finos y demasiado sesudos para
ello? ¿No nos enredamos también nosotros en sabihondas
interpretaciones de la Biblia, en pruebas de la
autenticidad o inautenticidad, de forma que nos hemos
hecho ciegos para el Niño y no percibimos ya nada de él?
¿No estamos demasiado en «Jerusalén», en el palacio,
encasillados en nosotros mismos, en nuestra propia
gloria, en nuestras manías persecutorias para que
podamos oír en seguida la voz de los ángeles, acudir al
pesebre y ponernos a adorar?
Así en esta noche nos
contemplan los rostros del buey y del asno que nos
interrogan: mi pueblo carece de inteligencia, ¿no
comprendes tú la voz de tu Señor? Cuando nosotros
colocamos las figuras que nos son familiares en el
pesebre, debemos pedir a Dios que otorgue a nuestros
corazones aquella simplicidad o sencillez que sabe
descubrir en el niño al Señor, tal como lo hizo, en
tiempos, Francisco en Greccio. Entonces nos podría
ocurrir lo que nos cuenta Celano, con unas palabras muy
similares a las de san Lucas acerca de los pastores de
la primera nochebuena (Lc 2,20), sobre los que
participaron en la celebración de Greccio: todos
regresaban a sus casas llenos de alegría. [10]
Notas
[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los magnesios, 3,1.
[2] B. Reicke, Jatresfeier und Zeitenwende im Judentam
und ChristentUm der Antike: TThQ 150 (1970) 321- 334.
Las perspectivas de este articulo que echa por tierra el
consenso habido hasta ahora de los investigadores sobre
el origen de la navidad y de la epifanía, parece que
apenas han conseguido acceso en el campo de la ciencia
litúrgica.
[3] II Cel 151, 199.
[4] I Cel 30, 84.
[5] I Cel 30, 86.
[6] Cf. J. Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Salamanca
1981.
[7] En España y en los países de nuestra cultura,
decimos «el buey y la mula» en vez de «el buey y el
asno». Esto hay que tenerlo en cuenta muy
particularmente en las alusiones que se hacen a la
Biblia, que no se ajustan a la «mula», sino al «asno» y
en lo que dirá más adelante Mons. Albino luego Juan
Pablo I (N. del T.)
[8] I Cel 30, 84.
[9] J. Ziegler.
[10] I Ce130, 86.
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