La primera Regla franciscana usa
tonos severísimos contra los
murmuradores. Que los hermanos – dice –
“a nadie insulten; que no murmuren ni
detraigan a otros, porque escrito está:
«los murmuradores y los detractores son
odiosos a Dios»”.
No cabe duda de que Francisco no tenía
simpatía por dicho pecado, ni se
mostraba demasiado condescendiente con
quienes se dejaban llevar por él e
incluso consideraba justo – afirma Tomás
de Celano – que “se despojase de su
túnica quien hubiese despojado a un
hermano de la gloria del buen nombre, y
que no alzase los ojos a Dios, sin haber
restituido antes lo que había hurtado”.
El mismo biógrafo asegura que repetía a
menudo palabras con un tono parecido:
“Así dice el detractor: «No he alcanzado
la perfección de la vida, no tengo el
prestigio de la ciencia, ni dones
particulares: por esto no hallo lugar ni
en Dios ni con los hombres. Sé qué
hacer: echaré fango sobre los elegidos y
me ganaré el favor de los grandes. Sé
que mi superior es un hombre y a veces
usa mi mismo método; desarraigar los
cedros para que en la selva sobresalga
únicamente el espino. ¡Miserable!,
¡nútrete, pues, de carne humana y roe
las vísceras de tus hermanos, ya que no
puedes vivir de otra manera!». Aquellos
que se preocupan por parecer buenos y no
por llegar a serlo, denuncian los vicios
del prójimo pero no declaran los
propios. Saben sólo halagar a aquellos,
de cuya autoridad desean protección, y
se vuelven mudos cuando piensan que los
halagos no llegarán al interesado.
Venden a precio de elogios funestos la
palidez de sus rostros débiles, para
parecer espirituales, y juzgarlo todo
sin ser juzgados por nadie. Gozan de la
fama de santos, sin haber obrado; del
nombre de ángeles, sin tener la virtud”.
Bien sabemos que los Santos son hombres
auténticos, y por tanto sinceros, que
odian la falsedad. No por casualidad
Francisco alude, en forma no demasiado
atenuada, a la célebre admonición de
Jesús contra los hipócritas: a sus
seguidores el Maestro pide que no los
imiten de ninguna manera, ni haciendo
alarde de acciones caritativas, ni
orando para hacerse notar, ni
ensañándose contra sí mismos para
mostrar al mundo las señales de las
privaciones. Porque – dice Jesús –
aquellos que se comportan de esta forma
han ya recibido su recompensa. El día de
la Ceniza escucharemos una vez más este
Evangelio, y al poner en nuestra frente
el austero símbolo de la penitencia, el
sacerdote, o el diácono, nos amonestará:
“Convertíos y creed en el Evangelio”.
Está claro que para tener fe en dicha
admonición no bastará con evitar la
carne los viernes, sobre todo si no
renunciamos a nada más, que cueste
incluso más que la carne. Sería más
útil, entonces, tomar en serio las
severas palabras de Francisco y
guardarse de la hipocresía y de la
murmuración: porque quizá podamos
engañar a los hombres, pero no a Dios, y
porque “cuanto vale el hombre ante Dios,
tanto vale y nada más”.
“Aquellos que se preocupan por parecer
buenos y no por llegar a serlo,
denuncian los vicios del prójimo pero no
declaran los propios”. (de
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