Fr. Lázaro Iriarte OfmCap.
Vocación Franciscana, 3ª edición. Editorial Asís,
Valencia 1989, 26-29
El Movimiento Franciscano
San Francisco de Asís experimentó como ningún otro
fundador la invasión del "espíritu del Señor", tanto en
su vida personal como en su misión de iniciador de una
forma nueva de vida. De esa experiencia le venía la
seguridad en el camino emprendido en la interpretación
dada por él al seguimiento de Cristo, afirmada con tanta
fuerza al dictar su Testamento: "El Señor me dio el
comenzar de esta forma la vida de penitencia..." Hasta
siete veces repite la misma expresión: El Señor me dio,
el Señor me reveló.
Carismático consciente, el Poverello no sintió ni
por un momento la tentación de sustraerse a la Iglesia
visible. La sola idea de que sus hermanos,
ensoberbecidos con el don del Espíritu pudieran salirse
de la obediencia jerárquica, como tantos reformadores de
entonces, le alborotaba el ánimo (Rnb, 19; Test.). Por
eso tuvo prisa por someter a la aprobación de la Iglesia
romana el carisma del fundador: "Dios me reveló que
debía vivir según la forma del santo Evangelio..., y el
señor Papa me lo confirmó" (Testam.)
Veía en esta sujeción la garantía insustituible de
la fidelidad al mismo ideal evangélico:
Así, sometidos y sujetos a los pies de esta santa
Iglesia, cimentados en la fe católica, guardemos la
pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo, que firmemente hemos prometido (Rb II, 12).
Pero la sumisión a la Iglesia jerárquica no le
impidió mantener la originalidad de su vocación, si bien
no siempre le fue fácil. Humildísimo y sumiso,
"pequeñuelo y siervo" de todos, supo afirmar y defender
su ideal de fundador, primero frente al obispo de Asís,
después frente al cardenal de San Pablo, que quiso
disuadirle de lanzarse a una fundación nueva, y frente
al papa Inocencio III, quien no disimuló sus temores
ante aquella aventura de pobreza total; y más tarde,
frente al partido de los doctos, apoyados por el
cardenal Hugolino, empeñados en comunicar a la
fraternidad una estructura de resabios monásticos;
finalmente, frente al mismo Hugolino y frente a las
preocupaciones canónicas de la curia romana, en el
momento de dar forma definitiva a la Regla.
En esta lucha, tan contraria a su temperamento y tan
dura para su fe, no escasearon trances de depresión
profunda al sentirse incomprendido por los prudentes,
impotente para hacer aceptar su "camino de la sencillez"
que Dios le había revelado, un camino para él tan claro.
Entonces, turbado en su pequeñez, se refugiaba en la
oración; pero un día escuchó de labios de Cristo: "Por
qué te asustas, hombrecillo? ¿No soy yo quien ha
plantado la fraternidad".
Poseída de idéntica fortaleza, santa Clara
defendería también con tenacidad, aún ante la Sede
apostólica, la integridad de su vocación, en especial el
"privilegio de la pobreza absoluta. A Inés de Praga le
escribía:
Si alguien te dice o sugiere otros caminos
contrarios al que has abrazado o que a ti te parecen
opuestos a la vocación divina, con todos los respetos,
no sigas en materia alguna tales consejos, antes bien
aférrate, virgen pobrecilla, a Cristo pobre (2Cel 17s).
El franciscanismo nació como movimiento. Francisco
es el iniciador de un impulso múltiple, pero bien
definido, cuya característica es la sinceridad
cristiana: prontitud alegre y suelta, al imperio del
amor, para seguir a Cristo y, por Él, experimentar el
misterio de la hermandad con los hombres y con la
creación, bajo la paternidad de Dios. Fue -dice Celano-
como el despertar de una nueva primavera:
Se produjo en él y por medio de él una alegría
inesperada y una santa renovación en todo el mundo,
haciendo florecer los antiguos y olvidados gérmenes de
la religión primitiva. Difundióse en los corazones
escogidos un nuevo espíritu y se derramó entre ellos una
como unción saludable... (1Cel 89).
Un entusiasmo que no sólo hizo crecer rápidamente el
grupo inicial de los hermanos menores y luego el de las
damas pobres, sino que provocó por todas partes un
anhelo de experiencia evangélica que cuajaría en las
agrupaciones de los hermanos de penitencia. En realidad,
repercutió en la piedad, en el arte, en la vida
litúrgica, en el dinamismo apostólica y en la vida
social de la Iglesia.
El franciscanismo no ha dejado de afirmarse nunca
como movimiento. La insatisfacción es nota permanente en
la historia minorítica, y el profetismo ha puesto en
jaque las estructuras internas siempre que éstas han
caído en el inmovilismo cómodo. Por eso es una historia
de periodos atormentados, de luchas por el ideal, de
reformas y de escisiones. Para quien mira
superficialmente ese fenómeno, resulta incomprensible
que una orden, cuya característica es el amor y que se
define como fraternidad, haya roto tantas veces la
unidad interna. Pero, visto en su significado real, es
signo de pujanza que impide el estancamiento, búsqueda
sin reposo de adaptación renovadora mediante la
fidelidad al ideal. La reforma pertenece en algún
sentido a la esencia de las instituciones franciscanas.
En otras épocas el grupo reformador tendía a
definirse como tal y terminaba por reacción contra la
"comunidad" -es decir, la institución- por
institucionalizarse él mismo. Y se daba un proceso que
repetía el que la orden experimentó en su evolución:
vuelta a la sencillez y espontaneidad de origen, gusto
por la intimidad fraterna en el eremitorio, dejando el
convento, apostolado preferentemente de testimonio y de
presencia; y, luego, paulatinamente, acomodación a las
condiciones reales de vida, realizando la conjunción
entre carisma e institución que da el equilibrio
dinámico de los momentos más fecundos de la historia
franciscana. Este equilibrio suele producirse en la
segunda generación después de cada movimiento de
reforma.
Y henos hoy de nuevo en trance de reforma. Hay algo
muy fundamental que no marcha. Como en las grandes
ocasiones de revisión total, las familias franciscanas
se han puesto tácitamente de acuerdo en la necesidad de
remontarse a los orígenes, para tomar en su fuente el
propio carisma y hacer de él un mensaje vivo para el
mundo de hoy. No es de creer que vuelva a producirse el
fenómeno de las reformas secesionistas; sería
anacrónico. Hoy el camino no puede ser otro que el
señalado por el Concilio: clarificar los ideales del
fundador, el espíritu propio de cada instituto y la
misión que está llamado a realizar en la Iglesia; tratar
de establecer la relación entre ese espíritu y el mundo
concreto que lo ha de recibir; y, a base de esa
confrontación, podar sin pena las adherencias de tiempos
y ambientes que han quedado atrás, lanzándose al riesgo
de dar con un lenguaje nuevo que produzca en nuestra
generación la misma admiración gozosa que despertó en el
siglo XIII el lenguaje de Francisco. Volver a lo que él
llamaba su camino: el de la "santa sencillez". Cuando se
vive con sinceridad el evangelio, como él lo vivió, es
la vida misma la que se hace mensaje. Las estructuras,
si son necesarias, aparecen como expresión de la verdad
de esa vida.
Y entonces es fácil sentir de continuo la invitación
del Espíritu a la renovación penitencial, como la sentía
el Poverello, enfermo y trabajando, al final de su vida:
"¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta
ahora poco o nada hemos hecho!" Toda su vida fue una
búsqueda incesante, puesta la atención en los signos por
los que el Altísimo podía comunicarle la trayectoria que
debía seguir. Desde la primera forma de vida, en 1210,
hasta el Testamento, 1226, hay una evolución palpable en
la respuesta concreta a la vocación evangélica. La
muerte le sorprendió desbrozando el camino. Evolucionó,
pero no vaciló. Marchó seguro en la misma línea que le
fuera manifestada al principio. Fue voluntad de
adaptación, no acomodación ambigua de quien cede
condescendiendo. Nunca firmó tan nítidamente su vocación
y la de su fraternidad como al dictar sus últimas
voluntades.
El ideal franciscano es patrimonio común no sólo de
las varias familias que integran la primera y la segunda
oren, sino de la infinita floración de institutos
religiosos -y ahora también seculares-, que reconocen a
san Francisco por Padre. Tienen sus propios fundadores y
fundadoras, pero con una vinculación carismática,
expresamente cultivada, al espíritu del Poverello. Su
mismo número y variedad pone de manifiesto la inagotable
virtualidad del franciscanismo y su capacidad de
adaptación a las necesidades y a las condiciones de vida
de los hombres. Y es patrimonio asimismo de cuantos
forman en las filas de la Orden Franciscana Seglar, en
comunión fraterna con los hijos e hijas de san Francisco
que han abrazado una vida de consagración.
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