Carta del ministro General OFMConv.,
en el 150 aniversario del dogma de la Inmaculada
Queridos hermanos:
El Señor os conceda la paz.
¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios,
María,
virgen hecha Iglesia, elegida por el santísimo Padre del
cielo,
consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el
Espíritu Santo Defensor,
en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo
bien!
¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo suyo!
¡Salve, casa suya! ¡Salve, vestidura suya!
¡Salve, esclava suya! ¡Salve, Madre suya!
(San Francisco, Saludo a la bienaventurada Virgen
María)
La definición dogmática de la Inmaculada Concepción
1. La proclamación del dogma de la Inmaculada
Concepción de la bienaventurada Virgen María, que tuvo
lugar el 8 de diciembre de 1854, es decir, hace ciento
cincuenta años, culminó un proceso de casi 550 años de
reflexión teológica y contemplación, y –si hemos de ser
sinceros– también de abundantes y agrias polémicas entre
filósofos y teólogos cristianos. Algunos de los más
importantes santos y estudiosos que ayudaron a alcanzar
esa meta fueron miembros de la Orden de los Hermanos
Menores Conventuales. Por ello, me parece natural que
conmemoremos este aniversario, pues forma parte de
nuestra historia, tradición e identidad.
Cuarenta años después de la proclamación del dogma, en
1894, exactamente hace 110 años, nacía San Maximiliano
M. Kolbe. En 1917, cuando tenía 23 años, junto con otros
seis compañeros, fundó la Milicia de la Inmaculada en
Roma, en el convento de Via S. Teodoro, sede entonces
del Colegio Internacional de la Orden. La fundación de
la Milicia, como escribió S. Maximiliano y como diremos
luego, supuso abrir una segunda página en la historia de
esa verdad subrayada con la declaración del dogma. Con
audaz convicción, S. Maximiliano compara el dogma con el
proyecto arquitectónico, cuya casa o realización final
es la Milicia misma. La afirmación teológica es, pues,
el preludio esencial de la sucesiva realización
histórica.
Que nadie piense que S. Maximiliano haya olvidado la
contemplación teológica a favor de la actividad
pastoral; el contexto global de toda su vida demuestra
que no es así. Nuestro hermano santo reconoce que toda
reflexión teológica ha de tener su expresión pastoral,
para merecer el título de “teológica”, y viceversa: toda
actividad pastoral debe basarse en una teología sólida.
Por eso, nuestro recuerdo de este aniversario comienza
con la solemne proclamación del dogma de la Inmaculada
Concepción, pero no acaba ahí. Prosigue su recorrido
histórico con la fundación de la Milicia de la
Inmaculada y nos invita a participar en su expresión y
desarrollo futuros. Más adelante volveré a considerar
brevemente este tema, pero antes permitidme que presente
el siguiente texto conmemorativo para nuestra reflexión
común.
La devoción franciscana a la Inmaculada hasta la
proclamación del dogma
2. El amor filial de la familia minorita a la totalmente
Santa es un amor congénito. Tiene su origen en el afecto
devoto y filial del hermano Francisco, el cual,
renunciando a la paternidad natural de Pedro Bernardone,
descubre –con una intensidad que no había experimentado
hasta entonces– el valor y el significado profundo de la
paternidad de Dios. Renunciando a todo, despojándose
completamente de sí mismo, siente que puede decir con
plena libertad y verdad: “Padre nuestro, que estás en el
cielo” (2C 12).
Y la renuncia al padre, Pedro Bernardone, conlleva
también la renuncia a todos los vínculos de la sangre,
es decir, a los vínculos con la madre y el hermano
carnal. Y, así como en el Padre celeste obtiene la
libertad de los hijos de Dios, en María, que Jesús
crucificado entregó como madre a Juan, el discípulo
amado, Francisco descubre la maternidad para con todos
los redimidos. Para él, María es madre sobre todo porque
ha hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Por
eso se entregó a ella y “puso bajo sus alas, para que
los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que
estaba a punto de abandonar” (2C 198). La invoca como
reina y la quiere abogada de su fraternidad, para que a
lo largo de los siglos sus hermanos hallen en ella
refugio y protección en las dificultades y un punto de
referencia seguro, en caso de haberse alejado del ideal
evangélico.
3. Este amor filial del Poverello es el que sus hermanos
de entonces y de siempre han procurado emular en su
vida, como individuos y como Orden, y han tratado
asimismo de difundirlo por doquier entre el pueblo y en
la Iglesia, con el ejemplo, la predicación y su
aportación teológica. Desde San Antonio de Padua, que
tiene páginas maravillosas sobre María en sus Sermones y
que muere con la mirada dirigida a lo alto, como si
contemplase extasiado a la Virgen bienaventurada,
cantando el himno O gloriosa Domina, a San Buenaventura,
el Doctor Seráfico, a Alejandro de Hales, aunque ambos
no fuesen ciertamente defensores del privilegio de la
concepción inmaculada, a Guillermo de Ware, que hizo
suyo el argumento del primer doctor de la inmaculada
concepción, el benedictino Eadmero († 1124), el cual, en
su Tractatus de conceptione sanctae Mariae, formuló así
su tesis de la concepción inmaculada: “¿Acaso Dios no
podía otorgar a un cuerpo humano... que fuese librado de
cualquier herida de espinas, aunque hubiese sido
concebido entre los aguijones del pecado? Está claro que
lo podía y quería; y si lo quiso, lo hizo (potuit plane
et voluit; si igitur voluit, fecit)”, a Pedro Auréolo y
al Doctor Sutil y Mariano, el beato Juan Duns Escoto, el
primero que elaboró definitivamente el concepto de la
redención preventiva.
4. En efecto, Escoto es el primero en subrayar que la
inmaculada concepción no es una excepción a la redención
universal de Cristo, sino un caso de eficaz y perfecta
acción salvífica del único mediador. En cuanto mediador
perfectísimo, argumenta el Doctor Sutil, “Cristo ejerció
el grado más perfecto de mediación respecto de la
persona de la que era mediador. Por ninguna otra persona
tuvo un grado de mediación más excelente que el que
ejerció por María. Lo cual no habría tenido lugar si no
la hubiese preservado del pecado original” (Ord. 3, d.
3, q. 1). Antes, Escoto había afirmado ya: “Lo más
excelente debe ser atribuido a María, si no se opone a
la autoridad de la Iglesia o de la Escritura”; y más
adelante escribía que en el cielo “está la Santísima
Virgen Madre de Dios, que nunca fue enemiga de Dios, ni
por el pecado personal, ni por el pecado original. Lo
habría sido si no hubiera sido preservada del pecado
original” (In III Sent., d. 18, q. un.). Después de
Escoto, pasando por Fr. Francisco de Brescia, denominado
Sansón por nuestro Papa franciscano Sixto IV, tras una
brillante exposición de la doctrina inmaculista ante el
mismo Pontífice y la casa pontificia, y otros muchos
hasta la definición dogmática del beato Pío IX en 1854,
nuestros teólogos más ilustres fueron heraldos y
defensores de la enseñanza escotista. Y, junto a tantas
lumbreras de la teología, hay también otras figuras
relevantes que despuntan y florecen en el fértil campo
de la santidad franciscana, como S. José de Copertino,
el cual, con sólo oír el nombre de María Inmaculada,
entraba en dulce éxtasis y levitaba, y con su palabra
sencilla y persuasiva encendía en los corazones el amor
filial a la Madre celeste, o como S. Francisco Antonio
Fasani, conocido todavía hoy entre su gente de La Pulla
como el Santo Padre Maestro (hace unos años se
publicaron sus Novenas en honor de la Inmaculada, tarea
de la que se hizo cargo el P. Francesco Costa, profesor
de nuestra Facultad Teológica de S. Buenaventura). Con
su palabra, sabia y profunda, muchos hijos de San
Francisco han divulgado entre los fieles el culto y la
devoción a ese privilegio singular que es la concepción
inmaculada de María.
5. El camino que condujo a la proclamación dogmática de
1854, con la bula Ineffabilis Deus, fue largo y lleno de
obstáculos considerables, pero la Orden, convencida de
que de Maria numquam satis, jamás se apartó de dicho
camino y sus aportaciones fueron siempre constantes. El
Capítulo general de Pisa, en 1263, determinó que se
celebrase en toda la Orden la fiesta de la Inmaculada
Concepción de María. Esto acaeció durante el generalato
de S. Buenaventura, quien, aunque como teólogo era
contrario al privilegio de la concepción inmaculada,
como supremo moderador de la Orden no se opuso a su
celebración. La fiesta de la Inmaculada, celebrada en la
Orden desde 1263, fue adoptada oficialmente por Roma,
con misa y oficio litúrgico propios, por un Papa
franciscano conventual, Sixto IV. Fue también él quien,
con la constitución apostólica Cum praecelsa, el 27 de
febrero de 1477 aprobó la doctrina inmaculista como
acorde con la fe católica. Y cuando los adversarios
trataron de tergiversar el significado de dicha
constitución, Sixto IV intervino enérgicamente con la
bula Grave nimis, amenazando con la excomunión y
declarando falsas, erróneas y contrarias a la verdad las
afirmaciones de quienes no aceptaban que la
bienaventurada Virgen María fue preservada del pecado en
su concepción. Tras ese pronunciamiento pontificio, en
1479 las universidades de París, Oxford, Cambridge,
Toulouse, Viena y Bolonia impusieron con juramento a
todos sus doctores y maestros la adhesión a la tesis
inmaculista. Y nuestros hermanos siguieron profundizando
y difundiendo la doctrina de la concepción inmaculada de
María, ofreciendo así su valiosa aportación, hasta
llegar por fin al inolvidable 8 de diciembre de 1854,
que supuso –tras una larga disputa de casi cinco siglos
y medio– la aceptación definitiva de la tesis
franciscana por parte del Magisterio, y que suscitó una
gozosa acogida en el pueblo cristiano, similar a la que
se produjo después de la proclamación de la Theotokos
(María, Madre de Dios) en el Concilio de Éfeso, en el
año 431.
Tras la proclamación del dogma: la “segunda página” de
la historia de la Orden
6. ¿Aquel día marcaba quizás el final de un camino?
¿Había llegado acaso el momento de dormirse,
satisfechos, en los laureles alcanzados?
Por el “protoevangelio”, sabemos que Dios pronosticó la
guerra entre la serpiente infernal y la mujer, entre el
linaje de ambas. Esta lucha, ganada definitivamente por
Cristo, hijo de María, en la cruz, no pone fin a la
guerra que el inimicus hominis combate contra los hijos
de Adán. Por ello, bajar la guardia contra un enemigo
tan aguerrido sería un disparatado acto de
inconsciencia. Nuestro hermano S. Maximiliano Kolbe,
nacido cuarenta años después de la definición dogmática,
se expresa en estos términos: “La lucha terminó
victoriosamente. Tal verdad es reconocida en todas
partes y ha sido proclamada dogma de fe. ¿Y ahora?...
¿La causa ha terminado?... ¿Acaso para construir una
casa nos contentamos con trazar el proyecto sin
preocuparnos de realizarlo?... ¿O, más bien, no es
verdad que el proyecto se traza sólo porque es la
preparación necesaria para la construcción de la casa
misma?... Ahora, pues, se abre la segunda página de
nuestra historia, es decir: sembrar esta verdad en los
corazones de todos los hombres que viven y los que
vivirán hasta el fin de los tiempos, y preocuparse por
su crecimiento y los frutos de santificación. Introducir
a la Inmaculada en los corazones de los hombres, para
que Ella levante en ellos el trono de su Hijo... Cuatro
años después de la proclamación del dogma de la
Inmaculada Concepción, vemos que en Lourdes la Virgen en
persona pide: ‘¡Penitencia, penitencia, penitencia!’ He
aquí quien quiere proclamar la penitencia en nuestro
mundo corrupto: la Inmaculada. Permitamos, pues, que
Ella, Ella misma en nosotros y por medio de nuestra
Orden proclame la penitencia para renovar los espíritus”
(Escritos de San Maximiliano M. Kolbe, n. 486, Roma
2003, p. 1056).
7. El P. Maximiliano ya había pensado en esto desde
hacía tiempo. De hecho, siendo aún clérigo estudiante en
el Colegio Internacional de Via S. Teodoro, el 17 de
octubre de 1917 fundó, con otros seis compañeros de
estudios, la Milicia de la Inmaculada. “La ocasión que
determinó su fundación, escribirá más tarde el mismo P.
Kolbe, fueron las iniciativas cada vez más provocadoras
de la masonería y de los demás enemigos de la Iglesia de
Cristo en el centro mismo del cristianismo; el
fundamento fue la tradicional devoción que los
Franciscanos Conventuales tienen a la Inmaculada
Concepción: tradicional, ya que se remonta a los
orígenes de la Orden. Además, el espíritu de pobreza,
nota característica de la Orden, fundado no sobre el
cálculo de entradas y salidas, sino sobre la confianza
en la Divina Providencia, a través de la Inmaculada, y
sobre el dar a cada uno según sus necesidades: ésta es
la base financiera; por fin, la voluntad de la
Inmaculada como indicador de la dirección que hay que
seguir” (ibid., n. 1046). Hablando de la finalidad de la
Milicia de la Inmaculada, el P. Kolbe precisa que el fin
de ésta no es otro que “el fin de la Inmaculada misma.
Ella, en efecto, como Corredentora, desea extender a la
humanidad entera los frutos de la Redención llevada a
cabo por su Hijo... El único deseo de la Inmaculada es
elevar el nivel de nuestra vida espiritual hasta las
cimas de la santidad”. Y concluye: “La Milicia de la
Inmaculada es una visión global de la vida católica bajo
forma nueva, consistente en el vínculo con la
Inmaculada, nuestra Mediadora universal ante Jesús” (ibid.,
n. 1220).
8. Pero la aportación de S. Maximiliano no se limita
sólo al campo pastoral. Ahora que la concepción
inmaculada de María no se puede cuestionar ya, la misión
de la Orden ha de ser ahondar en el conocimiento del
dogma y descubrir los infinitos matices de la belleza
profunda del misterio de la Inmaculada. Por ello, el P.
Maximiliano invita al P. León Veuthey, un “hombre
sobrenatural”, a escribir algo en ese sentido. Y él
mismo se siente impulsado a estudiar a la Inmaculada en
su relación con la Santísima Trinidad, sobre todo con el
Espíritu Santo, que se le comunicó a Ella desde el
inicio de su existencia. En un clima de oración,
consciente del misterio, busca el significado recóndito
de ese privilegio singular. En el proyecto o esquema
provisional de un libro sobre la Inmaculada, que deseaba
escribir y publicar, leemos: “¿Quién eres, oh Señora?
¿Quién eres, oh Inmaculada? Yo no soy capaz de
profundizar lo que significa ser ‘criatura de Dios’.
Supera ya mis fuerzas entender lo que quiere decir ser
‘hijo adoptivo de Dios’. Pero tú, oh Inmaculada, ¿quién
eres? No eres sólo criatura, no eres sólo hija adoptiva,
sino que eres Madre de Dios y no eres Madre sólo
adoptiva, sino verdadera Madre de Dios. Y no se trata
sólo de una hipótesis, de una probabilidad, sino de una
certeza, de una certeza total, de un dogma de fe” (ibid.,
n. 1305).
Y más adelante, refiriéndose al Espíritu Santo, afirma
que es “una concepción increada, eterna; es el prototipo
de cualquier concepción de vida en el universo... una
concepción santísima, infinitamente santa, inmaculada”.
Luego añade: dado que María “está unida de manera
inefable al Espíritu Santo, por el hecho de que es su
Esposa”, se sigue que “Inmaculada Concepción es el
nombre de Aquella en la que Él vive de un amor que es
fecundo en toda la economía sobrenatural” (ibid., n.
1318). Por tanto, “el Espíritu Santo habita en Ella,
vive en Ella, y eso desde el primer instante de su
existencia”, y además de un modo tan íntimo e inefable
que el P. Kolbe osa hablar de “casi encarnación”,
aclarando enseguida: “En Jesús hay dos naturalezas (la
divina y la humana) y una única persona (la divina),
mientras que aquí hay dos naturalezas y dos son también
las personas: el Espíritu Santo y la Inmaculada; sin
embargo la unión de la divinidad con la humanidad supera
cualquier comprensión” (ibid., n. 1310). Es una página
densa, de alta teología, en la que se ha de seguir
ahondando. Y reflexionando sobre el tema del nombre,
escribe: “Inmaculada Concepción no significa, como
piensan algunos, que la Santísima Virgen no haya tenido
padre sobre la tierra. Ella vino a la luz como todos los
demás niños de este mundo, en el seno de una familia, y
tuvo un verdadero padre y una verdadera madre. Ella es
llamada concebida; así pues, no es Dios, que no tiene
principio; ni un ángel, creado directamente por Dios; ni
los primeros padres, que no recibieron su existencia a
través de la concepción. Ella es denominada incluso
Concepción, pero no del mismo modo que Jesús, el cual,
aun habiendo sido concebido, existe desde la eternidad
por el hecho de ser Dios. Pero Concepción Inmaculada. En
esto Ella se distingue de todos los demás hijos de Adán.
Así pues, el nombre de Inmaculada Concepción le
pertenece por derecho a Ella y sólo a Ella” (ibid., n.
1308).
Ella es “el vértice del amor de la creación que regresa
a Dios, el ser sin mancha de pecado, toda hermosa, toda
de Dios” (ibid., n. 1310).
9. A partir de esos pocos textos que hemos citado,
podemos formarnos una idea de la profundidad del
pensamiento de S. Maximiliano, madurado en un clima de
oración y de prolongada reflexión, como él mismo nos
dice. Nuestro santo hizo suya la invocación Dignare me
laudare te, Virgo sacrata, atribuida al beato Duns
Escoto, y nunca dejó de pedir a la Inmaculada la gracia
de conocerla mejor para amarla más y hacer que los demás
la amasen también más, convencido de que nadie está más
comprometido que Ella con la causa de Jesucristo: la
salvación de las almas mediante la venida del Reino del
Hijo al mundo. Por eso, pedirle a Ella que nos ayude a
amar a Jesús como lo amó Ella, y pedirle a Jesús que nos
ayude a amar a María con el mismo amor filial con que Él
la amó, no es presunción, nos dice S. Maximiliano; es la
prueba de que en verdad deseamos ser auténticos hijos
suyos, imitándola en lo que para Ella es más entrañable.
La tarea de la Orden hoy
10. Ciento cincuenta años después de la proclamación
dogmática de la Inmaculada Concepción de la
bienaventurada Virgen María, nos toca a nosotros seguir
las huellas luminosas trazadas en el pasado por nuestros
ilustres hermanos. Sería magnífico brindar también
nuestra aportación a la comprensión del dogma, a su
promoción y desarrollo.
“La memoria es el futuro”: es una frase que me gusta
repetir últimamente, con ocasión de este o aquel
aniversario significativo. Con otras palabras, la
memoria y la celebración de acontecimientos pasados, y
el modo en que los recordamos, contienen la semilla de
nuestro crecimiento futuro. Aquello que evocamos con
amor cuando nos detenemos a conmemorar algo, puede
determinar nuestra trayectoria futura.
Espero que, en este aniversario, manifestemos nuestra
gratitud a Dios por habernos dado a María, la Madre de
Dios, como modelo y colaboradora en el proyecto de la
redención, y por haber concedido a nuestros hermanos
–del pasado y del presente– suscitar la atención de
todos hacia esas verdades.
11. Concretamente, ¿qué podemos hacer? Sugiero lo
siguiente:
- Orar: que la verdad de la función de María Inmaculada
en el plan salvador de Dios sea más conocida y
difundida; que la Inmaculada sea el instrumento de Dios
para resolver los conflictos entre los creyentes de las
distintas religiones del mundo, y que a través de Ella
se llegue a la comprensión y armonía recíprocas.
- Estudiar: continuar la reflexión teológica sobre María
Inmaculada, que culminó en la declaración dogmática,
pero que no se agotó ni se agota ahí. Nuestra creciente
mentalidad pastoral, en lugar de arrinconar el estudio y
la reflexión teológica, debería animarnos a todos a un
mayor esfuerzo para consolidar las bases de toda
actividad pastoral, que se apoya en la teología. Esto
conlleva, naturalmente, la selección y el apoyo a
nuestros hermanos más representativos para este servicio
a la Iglesia, al mundo y a nuestra familia franciscana.
- Desarrollar: las intuiciones de S. Maximiliano M.
Kolbe, que lo llevaron a fundar la Milicia de la
Inmaculada como respuesta a la realidad teológica del
dogma. La “segunda página” –o sea, la Milicia– no ha
sido completada aún, y quedan además las páginas
siguientes (tercera, cuarta, etc.), que esperan ser
escritas, antes de poder ser leídas. Sigamos extrayendo
tesoros del yacimiento de la Milicia, sobre todo
buscando iniciativas pastorales acordes con los signos
de los tiempos para el mundo de hoy, no para el de 1854
o el de 1917.
12. Invito a todos nuestros hermanos a renovar, junto
con los fieles cercanos a nuestras comunidades
conventuales, la consagración a María Inmaculada durante
la solemnidad del 8 de diciembre de este año. El hecho
de saber que todos nuestros hermanos extendidos por el
mundo entero llevarán a cabo simultáneamente esa
consagración debería ayudarnos no sólo a reconocernos
como familia religiosa de hermanos franciscanos, sino
también a sentirnos unidos dentro de dicha familia.
Invito asimismo a considerar, en el Capítulo conventual,
cómo puede conmemorarse y vivirse este aniversario de un
modo significativo en nuestra vida fraterna y nuestra
misión comunitaria.
Que María Inmaculada nos ilumine, interceda por nosotros
y nos lleve junto con Ella ante el trono de nuestro Dios
misericordioso, que es Uno: Padre, Hijo y Espíritu
Santo.
El Señor nos conceda la paz.
Roma, 8 de diciembre de 2004,
Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Fr. Joachim A. Giermek,
Ministro general
Como signo de comunión y de unidad, propongo que el 8 de
diciembre, en todas nuestras iglesias, se lleve a cabo
la consagración a la Virgen Inmaculada con la siguiente
oración:
Santa Virgen María, Toda Tú Santa, Madre de Dios y dulce
Madre nuestra, Reina de la Orden de los Menores, en este
día solemne dedicado al privilegio de tu Inmaculada
Concepción, todos nosotros, hermanos menores, renovamos
nuestra consagración a ti, para que dispongas de
nosotros y de toda la Orden como mejor te plazca, para
gloria de Dios y para que venga su Reino a la tierra.
Te confiamos nuestras comunidades, las Provincias, los
lugares de misión. Haz que, fieles a nuestra vocación
franciscana, vivamos en fraternidad y pobreza,
anunciando la paz y la esperanza a nuestro mundo agitado
y violento.
Virgen Inmaculada, concédenos colaborar en tu lucha
contra el Mal, que corroe los corazones, las familias,
las relaciones humanas y las relaciones entre los
pueblos, y la misma creación. Tú eres Toda Pura, Tú eres
la Mujer victoriosa, que con tu Hijo aplastas la cabeza
a la serpiente.
Santa María, Madre de Dios, quédate junto a nosotros y
ayúdanos con tu presencia materna, para que también
nosotros podamos consolar y socorrer a quienes
encontramos en nuestro camino, hasta que todos lleguemos
un día a contemplar tu rostro radiante y, contigo, con
San Francisco, San Maximiliano y todos los santos,
adorar por siempre al Padre celeste, que te eligió desde
la eternidad para ser la Madre de su Hijo amado por obra
del Espíritu Santo. Amén.
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