Francisco
de Asís, más allá del personaje
(en base a textos de Javier
Garrido, OFM)
Francisco de Asís era hijo de un rico mercader de la
nueva clase social de sus días, la burguesía; trabajaba
con su padre en el convulso ambiente sociopolítico de
Asís en los primeros años del siglo XIII. Amigo de
juergas, viste pomposamente. Es admirado por su alegría,
su elegante trato y su sensibilidad hacia las
necesidades ajenas. Contagiado por las modas del “amor
cortés”, idealiza el amor y la entrega a las nobles
causas.
Entre 1202 y 1206 tiene lugar una larga crisis personal
y su proceso de conversión. Tras la batalla del puente
San Giovanni cae prisionero y experimenta la derrota y
el sufrimiento. Tras la cárcel, meses de enfermedad en
los que comienza a cavilar y a replantearse su vida
anterior. Pero de nuevo se alista para la guerra: en
Spoleto, en sueños, se le plantea la alternativa de
servir al mejor señor. Ya en Asís, vive un tiempo de
batallas interiores, el conflicto con su padre y un
encuentro en dos formas: el leproso y el Crucificado de
San Damián. Rompe definitivamente con su padre y
comienza su camino “penitencial”: dos años dedicados a
los leprosos, la oración y la reconstrucción de ermitas.
Francisco tenía ya 24 años.
En su época un muchacho se podía casar a los 14 años.
Llama la atención que el proceso de conversión sea tan
largo; es que afecta a todo su ser, y además los tiempos
de Dios no los controlamos. El beso al leproso simboliza
la nueva mirada de Francisco a los demás, y el
Crucificado es el rostro de Dios.
Francisco ha vivido en su propia carne el deseo de
plenitud y la realidad del fracaso, la búsqueda de
felicidad y la experiencia de sufrimiento, proyectos
soñados y la imposibilidad de realizarlos…, y sobre todo
una verdadera experiencia espiritual: se ha encontrado
con un Dios vivo ante el que se ha desprotegido y en el
que ha comenzado a confiar radicalmente. El “corazón” de
Francisco ha comenzado a resituarse, a dejar que obre en
él el Espíritu de Dios.
Francisco debió comenzar a notar que vivía “desde
dentro”, aunque no controlase el origen de ese cambio.
Francisco conquista una libertad interior, pero ve que
en lo profundo le ha sido dada. No es que Francisco ha
descubierto la mentira existencial del dinero, o del
prestigio, o de la ambición y por eso de dedica a la
espiritualidad. Es que Francisco se ha encontrado con el
Dios vivo, que lleva la iniciativa salvadora de su vida.
Francisco ha ido dejando que Dios sea Dios, que sea el
centro; él confía y obedece, en agradecimiento humilde,
dejando en manos de Dios su futuro, amando al
Crucificado y a los pobres: “lo amargo se le volvió
dulzura de alma y cuerpo” (Testamento).
Francisco experimentó una desproporción en el Amor de
Dios. De ahí surgió un deseo que marcó toda su vida: el
“más” de su proyecto evangélico o el “más” de su deseo
de martirio.
Y todo esto vivido entre luces y sombras, abrumado y
confiado a la vez. La oración ante el Crucifijo de San
Damián expresa el contraste entre las tinieblas del
propio corazón y la luz que ha de venir de Dios.
Francisco vive pues un proceso de conversión en una
dinámica de discernimiento que le ha llevado a un cambio
radical de vida: su yo es más yo centrado en el Tú
misericordioso y fiel de Dios. De pertenecerse a sí
mismo comienza a pertenecerle a Él. Francisco entendió
vivencialmente que lo suyo era vivir en permanente
conversión, en camino penitencial.
En la que podemos llamar segunda etapa del itinerario
espiritual de Francisco (1206-1212), recibe la llamada a
vivir la forma de vida del santo Evangelio y pone en
marcha el movimiento franciscano. En él Francisco tiene
que aprender a ser el menor y el líder del grupo a la
vez, y a conjugar la fidelidad de su radical seguimiento
de Cristo pobre con las necesidades de la convivencia
fraterna; tiene que aprender a vivir unidos el intenso
trabajo y las ricas relaciones que han surgido:
hermanos, Clara, etc…; y el comenzar a ser un hombre
público, admirado y controvertido a la vez. Tuvo que
afrontar que Dios se hace historia en una misión
concreta, en la responsabilidad de una Orden que él no
había buscado.
Seguro que tuvo que afrontar cómo mantener la
experiencia de Dios como absoluto de su vida en medio de
la multiplicidad de relaciones y situaciones de cada
momento, cómo conjugar oración, fraternidad, minoridad y
misión para permanecer fiel al Amor más grande. Los
hermanos encontraron dificultades en algunos lugares
ante la negativa de los obispos a establecerse en sus
diócesis. Pero curiosamente, Francisco, que no iba de
reformador, no vive ninguna disociación entre Evangelio
e Iglesia. La Iglesia había sido para él su mejor hogar,
donde había hecho su camino espiritual. En el fondo la
Iglesia es la mediación que ha hecho posible su
experiencia clave de encuentro y amor. Además, los
hermanos han de situarse en ella como los últimos, como
menores, “juglares de Dios” más que sesudos pensadores.
Ante el crecimiento de la Orden y su misión, Francisco
tuvo que vivir el planteamiento de grandes cuestiones
que afectaron seguro a su experiencia más íntima:
¿dedicación al prójimo o a la oración?, o todo lo
relacionado con la radicalidad profesada y la realidad
de la condición humana (atención a las necesidades,
motivaciones ambiguas, limitaciones…). Francisco vivió
también la tensión entre ser líder ejecutivo del grupo o
ser una referencia carismática y profética para los
hermanos. Los años de expansión de la Orden pusieron a
prueba la calidad de sus relaciones interpersonales y la
ancladura de su corazón. Se alegraba con la llegada de
nuevos hermanos, pero tenía que aprender a ser guía, con
el cuidado y solicitud por los hermanos concretos y sus
problemas y necesidades reales. Tuvo que aprender a
pedir consejo y a discernir en lo concreto lo que venía
de Dios y lo que era sólo eficacia, influencia social y
éxito institucional.
Las biografías y leyendas también nos permiten otear que
Francisco sufrió tentaciones contra la castidad y la
minoridad, o temporadas de aridez espiritual. Tuvo que
aprender a vivir como a dos niveles: tener que estar en
todo (responsabilidades, viajes de predicación,
conflictos diversos, resonancias de tantos afectos y
relaciones, preocupaciones) y por otro lado su corazón
fijado en el Señor, dejándole a Él las riendas de la
propia vida.
La evolución misma de la fraternidad le debió crear una
gran tensión. El radicalismo evangélico recibido como
vocación apelaba a lo mejor pero podía ser causa de lo
peor: individualismo anárquico, iluminismo espiritual o
fanatismo ideológico. ¿Cómo vivir constantemente la
desapropiación que nace de la Cruz de Cristo y de haber
conocido vivencialmente que sólo Dios basta, que sólo
Dios es bueno y que sólo Dios es?
Francisco en su carta a un ministro refleja hermosa y
concretamente su experiencia de Dios, cómo el amor de
Dios y del prójimo son las dos caras de una misma
moneda, pero ¿no refleja también la dramática que hubo
de experimentar Francisco para vivir en el gobierno de
la Orden la misericordia que Dios le había mostrado? Y
así en todo: quería ser el menor, y tuvo que serlo en el
prestigio; quería ser mártir, tuvo que entregar la vida
en la fraternidad y la misión. Y es que Francisco fue
teniendo cada vez más claro que era Dios quien llevaba
la iniciativa. Tuvo que vivir sin saber de antemano
dónde estaba el camino: sólo una certeza, Dios no es
caprichoso, Dios es fiel.
Lo que las biografías nos trasmiten de la magnanimidad,
la prontitud de espíritu, la entrega incondicional de
Francisco, tiene que ver con la obra del Espíritu en él,
con su docilidad a la obra de Dios, que seguramente
tantas veces no tuvo las formas que él esperaba.
Bien podemos decir que Francisco alcanzó una madurez
humana y espiritual excepcionales, lo cual no le ahorró,
sino más bien al contrario, le hacía vivir poniendo
constantemente en juego su libertad, su capacidad de
amar, y la entrega radical al Amor más grande, en lo
prosaico y duro de lo cotidiano.
La etapa final de la vida de Francisco es realmente el
culmen de su identificación con Cristo. Realmente el
Espíritu Santo logró hacerle un discípulo de Jesús que
con verdad podía decir que vivía en Cristo, que su vida
era Cristo.
Junto a la experiencia mística de la estigmatización
Francisco vivió su dimisión en la responsabilidad
directa de gobierno, las dificultades de redactar la
Regla definitiva, sus graves enfermedades y la fama de
santidad. Francisco sentía soledad y a la vez amor
extremo a los hermanos, el dolor, el límite y la
debilidad de las enfermedades junto a las caricias y
consuelos de los hermanos y amigos. Aprende
definitivamente a desapropiarse y confiar su fraternidad
en manos del Padre.
Francisco vive el seguimiento de Jesús hasta el final,
hasta la Cruz: “el que quiera ganar su vida…”, “si el
grano de trigo no cae en tierra y muere…”, la alegría en
el despojo, la fecundidad en la desapropiación, la
sabiduría en la “locura” de la Cruz. Se ha dicho que
Francisco vivió entonces una “noche oscura” en la que
deslumbra la obra de Dios: de la amargura de la ceguera
y de la tribulación le surge el “cántico del hermano
sol”; de las dificultades de ser tan numerosa la
fraternidad, le surge la “verdadera alegría”, quedan así
en primer plano la desapropiación total y la confianza
total en el que inició la obra, el único Dueño de la
mies.
Y con todo, también fue tiempo de pruebas interiores; el
diablo quería confundirle, quitarle la alegría del
corazón… Se sabe que las enfermedades, con sus dolores
continuos, suelen propiciar sequedad de espíritu. Sin
embargo llama la atención la intensidad con la que
Francisco vive este tiempo crucial de su vida y cómo se
extrema su ductilidad al Dios fiel: un hombre herido por
la vida y profundamente pacificado en los brazos del
Padre, así vemos a Francisco.
Francisco muere con la sensación profunda de haber
cumplido su misión, más pobre y más confiado que nunca,
bendiciendo, y habitado definitivamente en su mente y en
su corazón por el Dios del Crucificado-Resucitado.
Regresar
|