Fr. Tomás Gálvez
En esa obra maestra admirable que es la vida y la
persona del santo de Asís confluyeron tres componentes
principales: la gracia, la naturaleza y la propia
personalidad, ya presentes en sus primeros 24 años de
vida pura e íntegra, pero también vana y disipada. Los
tres componentes se entremezclaron luego en sus veinte
años de conversión y penitencia, en una creciente
tensión espiritual, hasta alcanzar su punto culminante
en la transformación mística en Cristo estigmatizado.
Fruto de la gracia y de los dones extraordinarios de
Dios, sin duda, pero también de su esfuerzo heroico y
constante en la práctica de toda virtud humana, moral y
social, a la luz del Evangelio de Cristo y al servicio
del amor de Dios y del prójimo.
La espiritualidad de San Francisco de Asís es, sobre
todo, cristocéntrica y evangélica, afectiva y mística.
Francisco, en su contemplación del misterio trinitario,
ve sobre todo en la persona del Hijo de Dios encarnado y
crucificado al hermano mayor de toda la humanidad, al
autor de la salvación, mediador y modelo de nuestra
comunión con Dios. Esto lo descubrió ya desde el momento
de su conversión. La visión de Cristo crucificado en San
Damián, lo marcó de tal modo para toda su vida, que no
podía recordar la Pasión del Señor sin que le saltaran
las lágrimas y, como dice San Buenaventura, ya desde
entonces llevó impresas en su interior las llagas de la
pasión. Por tanto, la espiritualidad de San Francisco no
es especulativa sino afectiva, y es su compasión por
Cristo lo que le empuja a seguirlo y a imitarlo en todo,
hasta parecer otro Cristo pobre y crucificado.
Francisco encontraba a Jesucristo pobre y
crucificado en los pobres, en los leprosos, en las
pruebas, en las iglesias en ruinas y, sobre todo, en la
soledad y en el silencio de la oración. Allí,
transformado no ya en orante sino "en la oración misma",
contemplaba con los ojos de la mente y con el corazón la
pobreza en Belén de Cristo y de su madre pobrecilla; la
caridad que lo llevó a la cruz por amor nuestro; y su
humildad en la Eucaristía, hecho pan en las manos del
sacerdote para la vida del mundo.
El gran amor de Dios por la humanidad manifestado en
Cristo le hacía vivir en constante alabanza y acción de
gracias, bendiciendo a Dios por todas las cosas creadas
por Dios, que de él llevan "significación". Y por su
"compasión" a Cristo encarnado amaba a toda criatura,
animada o inanimada, en especial al hombre redimido con
su sangre, y a proclamarlo a los cuatro vientos cual
mensajero de su salvación y de su paz, no sólo a los
hombres de todo el mundo, cristianos o no, de cualquier
clase o condición, sino incluso a los pájaros, al fuego,
a los peces, a toda criatura. Y sus palabras no eran
estériles, pues eran inspiradas e iban acompañadas por
el ejemplo de una vida intachable. Y todo eso, a
diferencia de otros movimientos evangélicos de su
tiempo, lo vivió desde una fe inquebrantable en la
Iglesia católica, en su doctrina y en sus ministros.
"Hombre católico y totalmente apostólico, que en su
predicación exhortaba, principalmente, a observar
inviolablemente la fe de la Iglesia Romana" (Julián de
Spira).
San Francisco fue también, desde su conversión, un
"penitente", es decir, un hombre en camino de
conversión, de regreso a la voluntad del Padre. Mas el
regreso no es posible sin penitencia, sin austeridad ni
mortificación de los sentidos, sin dar muerte al hombre
viejo esclavo de los vicios y pecados. Su ascética fue
la práctica y el ejercicio de las virtudes,
principalmente las seis virtudes que él llama
"hermanas": la reina sabiduría con la pura sencillez, la
dama pobreza, con la santa humildad, la señora santa
caridad y la santa obediencia. La ascesis lo transformó
en un hombre renovado, devuelto a la inocencia original
pues, habiendo vencido al pecado, se sentía perdonado y
reconciliado con Dios, en paz consigo mismo y en
comunión con toda criatura animada o inanimada. De ahí
su optimismo y la "verdadera alegría" que lo lleva a
componer el Cántico del hermano sol cuando se estaba
quedando ciego, y a recibir cantando a la "hermana
Muerte".
"Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él, qué
a diario, qué de continuo traía en sus labios la
conversación de Jesús; qué dulce y suave su diálogo; qué
coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia
del corazón habla la boca, y la fuente de su amor
iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo
saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús!
Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los
oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús
presente siempre en todos sus miembros... Porque con
amor ardiente llevaba y conservaba siempre en su corazón
a Jesucristo, y éste crucificado, fue marcado
gloriosamente sobre todos con el sello de Cristo..."
(1Celano 115)
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