Esta mañana, después de
algunas catequesis sobre
varios grandes teólogos,
deseo presentaros otra
figura importante en la
historia de la teología:
se trata del beato Juan
Duns Scoto, que vivió a
finales del siglo XIII.
Una antigua inscripción
en su sepultura resume
las coordenadas
geográficas de su
biografía: «Inglaterra
lo acogió; Francia lo
educó; Colonia, en
Alemania, conserva sus
restos mortales; en
Escocia nació». No
podemos olvidar estas
informaciones, entre
otras cosas porque
poseemos muy pocas
noticias sobre la vida
de Duns Scoto. Nació
probablemente en 1266 en
un pueblo, que se
llamaba precisamente
Duns, cerca de
Edimburgo. Atraído por
el carisma de san
Francisco de Asís,
ingresó en la familia de
los Frailes Menores y en
1291 fue ordenado
sacerdote. Dotado de una
inteligencia brillante e
inclinada a la
especulación —la
inteligencia que le
mereció de la tradición
el título de Doctor
subtilis, «doctor
sutil»— Duns Scoto fue
orientado hacia los
estudios de filosofía y
de teología en las
célebres universidades
de Oxford y de París.
Una vez concluida con
éxito su formación,
emprendió la enseñanza
de la teología en las
universidades de Oxford
y de Cambridge, y más
tarde en París,
iniciando a comentar,
como todos los maestros
del tiempo, las
Sentencias de Pedro
Lombardo. Las obras
principales de Duns
Scoto representan el
fruto maduro de estas
lecciones, y toman el
título de los lugares en
los que enseñó: Opus
Oxoniense (Oxford),
Reportatio
Cambrigensis
(Cambridge),
Reportata Parisiensia
(París). De París se
alejó cuando, al
estallar un grave
conflicto entre el rey
Felipe IV el Hermoso y
el Papa Bonifacio VIII,
Duns Scoto prefirió el
exilio voluntario a
tener que firmar un
documento hostil al Sumo
Pontífice, como el rey
había impuesto a todos
los religiosos. Así —por
amor a la Sede de
Pedro—, junto a los
frailes franciscanos,
abandonó el país.
Queridos hermanos y
hermanas, este hecho nos
invita a recordar
cuántas veces en la
historia de la Iglesia
los creyentes han
encontrado hostilidades
y sufrido incluso
persecuciones a causa de
su fidelidad y de su
devoción a Cristo, a la
Iglesia y al Papa. Todos
nosotros miramos con
admiración a estos
cristianos, que nos
enseñan a custodiar como
un bien precioso la fe
en Cristo y la comunión
con el Sucesor de Pedro
y, así, con la Iglesia
universal.
Sin embargo, las
relaciones entre el rey
de Francia y el sucesor
de Bonifacio VIII pronto
volvieron a ser
cordiales, y en 1305
Duns Scoto pudo regresar
a París para enseñar
allí teología con el
título de Magister
regens, que hoy
equivaldría a
catedrático.
Sucesivamente, sus
superiores lo enviaron a
Colonia como profesor
del Estudio teológico
franciscano, pero murió
el 8 de noviembre de
1308, con sólo 43 años,
dejando, de todas
formas, un número
relevante de obras.
Con motivo de la fama
de santidad de la que
gozaba, en la Orden
franciscana muy pronto
se difundió su culto y
el venerable Papa Juan
Pablo II quiso
confirmarlo solemnemente
beato el 20 de marzo de
1993, definiéndolo
«cantor del Verbo
encarnado y defensor de
la Inmaculada
Concepción». En esta
expresión se sintetiza
la gran contribución que
Duns Scoto dio a la
historia de la teología.
Ante todo, meditó
sobre el misterio de la
encarnación y, a
diferencia de muchos
pensadores cristianos
del tiempo, sostuvo que
el Hijo de Dios se
habría hecho hombre
aunque la humanidad no
hubiese pecado. Afirma
en la «Reportata
Parisiensia»:
«¡Pensar que Dios habría
renunciado a esa obra si
Adán no hubiera pecado
sería completamente
irrazonable! Por tanto,
digo que la caída no fue
la causa de la
predestinación de
Cristo, y que —aunque
nadie hubiese caído, ni
el ángel ni el hombre—
en esta hipótesis Cristo
habría estado de todos
modos predestinado de la
misma manera» (en III
Sent., d. 7, 4).
Este pensamiento, quizá
algo sorprendente, nace
porque para Duns Scoto
la encarnación del Hijo
de Dios, proyectada
desde la eternidad por
Dios Padre en su
designio de amor, es el
cumplimiento de la
creación, y hace posible
a toda criatura, en
Cristo y por medio de
él, ser colmada de
gracia, y alabar y dar
gloria a Dios en la
eternidad. Duns Scoto,
aun consciente de que,
en realidad, a causa del
pecado original, Cristo
nos redimió con su
pasión, muerte y
resurrección, confirma
que la encarnación es la
obra mayor y más bella
de toda la historia de
la salvación, y que no
está condicionada por
ningún hecho
contingente, sino que es
la idea original de Dios
de unir finalmente toda
la creación consigo
mismo en la persona y en
la carne del Hijo.
Fiel discípulo de san
Francisco, a Duns Scoto
le gustaba contemplar y
predicar el misterio de
la pasión salvífica de
Cristo, expresión del
amor inmenso de Dios, el
cual comunica con
grandísima generosidad
fuera de sí los rayos
de su bondad y de su
amor (cf. Tractatus
de primo principio,
c. 4). Y este amor no se
revela sólo en el
Calvario, sino también
en la santísima
Eucaristía, de la que
Duns Scoto era
devotísimo y contemplaba
como el sacramento de la
presencia real de Jesús
y de la unidad y la
comunión que impulsa a
amarnos los unos a los
otros y a amar a Dios
como el Sumo Bien común
(cf. Reportata
Parisiensia, en
IV Sent., d. 8, q.
1, n. 3).
Queridos hermanos y
hermanas, esta visión
teológica, fuertemente «cristocéntrica»,
nos abre a la
contemplación, al
estupor y a la gratitud:
Cristo es el centro de
la historia y del
cosmos, es quien que da
sentido, dignidad y
valor a nuestra vida.
Como el Papa Pablo VI en
Manila, también hoy
quiero gritar al mundo:
«[Cristo] es el que
manifiesta al Dios
invisible, es el
primogénito de toda
criatura, es el
fundamento de todas las
cosas; él es el Maestro
de la humanidad, es el
Redentor; él nació,
murió y resucitó por
nosotros; él es el
centro de la historia y
del mundo; él es aquel
que nos conoce y nos
ama; él es el compañero
y el amigo de nuestra
vida... Yo no acabaría
nunca de hablar de él» (Homilía,
29 de noviembre de 1970:
L'Osservatore Romano,
edición en lengua
española, 13 de
diciembre de 1970, p.
2).
No sólo el papel de
Cristo en la historia de
la salvación, sino
también el de María es
objeto de la reflexión
del Doctor subtilis.
En los tiempos de Duns
Scoto la mayoría de los
teólogos oponía una
objeción, que parecía
insuperable, a la
doctrina según la cual
María santísima estuvo
exenta del pecado
original desde el primer
instante de su
concepción: de hecho la
universalidad de la
redención que realiza
Cristo, a primera vista,
podía parecer
comprometida por una
afirmación semejante,
como si María no hubiera
necesitado a Cristo y su
redención. Por esto, los
teólogos se oponían a
esta tesis. Duns Scoto,
para que se comprendiera
esta preservación del
pecado original,
desarrolló un argumento
que más tarde adoptará
también el beato Papa
Pío IX en 1854, cuando
definió solemnemente el
dogma de la Inmaculada
Concepción de María. Y
este argumento es el de
la «redención
preventiva», según el
cual la Inmaculada
Concepción representa la
obra maestra de la
redención realizada por
Cristo, porque
precisamente el poder de
su amor y de su
mediación obtuvo que la
Madre fuera preservada
del pecado original. Por
tanto, María es
totalmente redimida por
Cristo, pero ya antes de
la concepción. Los
franciscanos, sus
hermanos, acogieron y
difundieron con
entusiasmo esta
doctrina, y otros
teólogos —a menudo con
juramento solemne— se
comprometieron a
defenderla y a
perfeccionarla.
Al respecto, quiero
poner de relieve un dato
que me parece
importante. Teólogos de
valía, como Duns Scoto
acerca de la doctrina
sobre la Inmaculada
Concepción, han
enriquecido con su
específica contribución
de pensamiento lo que el
pueblo de Dios ya creía
espontáneamente sobre la
Virgen santísima, y
manifestaba en los actos
de piedad, en las
expresiones del arte y,
en general, en la vida
cristiana. Así, la fe,
tanto en la Inmaculada
Concepción como en la
Asunción corporal de la
Virgen, ya estaba
presente en el pueblo de
Dios, mientras que la
teología todavía no
había encontrado la
clave para interpretarla
en la totalidad de la
doctrina de la fe. Por
tanto, el pueblo de Dios
precede a los teólogos y
todo esto gracias a ese
sobrenatural sensus
fidei, es decir, a
la capacidad infusa del
Espíritu Santo, que
habilita para abrazar la
realidad de la fe, con
la humildad del corazón
y de la mente. En este
sentido, el pueblo de
Dios es «magisterio que
precede», y que después
la teología debe
profundizar y acoger
intelectualmente. ¡Ojalá
los teólogos escuchen
siempre esta fuente de
la fe y conserven la
humildad y la sencillez
de los pequeños! Lo
recordé hace algunos
meses diciendo: «Hay
grandes doctos, grandes
especialistas, grandes
teólogos, maestros de la
fe, que nos han enseñado
muchas cosas. Han
penetrado en los
detalles de la Sagrada
Escritura... pero no han
podido ver el misterio
mismo, el núcleo
verdadero... Lo esencial
ha quedado oculto... En
cambio, también en
nuestro tiempo están los
pequeños que han
conocido ese misterio.
Pensemos en santa
Bernardita Soubirous; en
santa Teresa de Lisieux,
con su nueva lectura de
la Biblia “no
científica”», pero que
entra en el corazón de
la Sagrada Escritura» (Homilía
en la
santa misa con los
miembros de la Comisión
teológica internacional,
1 de diciembre de 2009:
L'Osservatore Romano,
edición en lengua
española, 4 de diciembre
de 2009, p. 10.
Por último, Duns
Scoto desarrolló un
punto sobre el cual la
modernidad es muy
sensible. Se trata del
tema de la libertad y de
su relación con la
voluntad y con el
intelecto. Nuestro autor
subraya la libertad como
cualidad fundamental de
la voluntad, comenzando
un planteamiento de
tendencia voluntarista,
que se desarrolló en
contraste con el llamado
intelectualismo
agustiniano y tomista.
Para santo Tomás de
Aquino, que sigue a san
Agustín, la libertad no
puede considerarse una
cualidad innata de la
voluntad, sino el fruto
de la colaboración de la
voluntad y del
intelecto. En efecto,
una idea de la libertad
innata y absoluta
situada en la voluntad
que precede al
intelecto, tanto en Dios
como en el hombre, corre
el riesgo de llevar a la
idea de un Dios que
tampoco estaría
vinculado a la verdad y
al bien. El deseo de
salvar la absoluta
trascendencia y
diversidad de Dios con
una acentuación tan
radical e impenetrable
de su voluntad no tiene
en cuenta que el Dios
que se ha revelado en
Cristo es el Dios
«logos», que ha actuado
y actúa lleno de amor
por nosotros.
Ciertamente, como afirma
Duns Scoto en la línea
de la teología
franciscana, el amor
rebasa el conocimiento y
es capaz de percibir más
que el simple
pensamiento, pero es
siempre el amor del Dios
«logos» (cf. Benedicto
XVI,
Discurso en la
universidad de Ratisbona:
L'Osservatore Romano,
edición en lengua
española, 22 de
septiembre de 2006, p.
12). También en el
hombre la idea de
libertad absoluta,
situada en la voluntad,
olvidando el nexo con la
verdad, ignora que la
misma libertad debe ser
liberada de los límites
que le vienen del
pecado.
El año pasado,
hablando a los
seminaristas romanos,
recordaba que «en todas
las épocas, desde los
comienzos, pero de modo
especial en la época
moderna, la libertad ha
sido el gran sueño de la
humanidad» (Discurso
al Pontificio Seminario
romano mayor,
20 de febrero de 2009:
L'Osservatore Romano,
edición en lengua
española, 27 de febrero
de 2009, p. 9). Pero
precisamente la historia
moderna, además de
nuestra experiencia
cotidiana, nos enseña
que la libertad es
auténtica, y ayuda a la
construcción de una
civilización
verdaderamente humana,
sólo cuando está
reconciliada con la
verdad. Separada de la
verdad, la libertad se
convierte trágicamente
en principio de
destrucción de la
armonía interior de la
persona humana, fuente
de prevaricación de los
más fuertes y de los
violentos, y causa de
sufrimientos y de lutos.
La libertad, como todas
las facultades de las
que el hombre está
dotado, crece y se
perfecciona —afirma Duns
Scoto— cuando el hombre
se abre a Dios,
valorizando la
disposición a la escucha
de la voz divina, que él
llama potentia
oboedientialis:
cuando escuchamos la
revelación divina, la
Palabra de Dios, para
acogerla, nos alcanza un
mensaje que llena de luz
y de esperanza nuestra
vida y somos
verdaderamente libres.
Queridos hermanos y
hermanas, el beato Duns
Scoto nos enseña que lo
esencial en nuestra vida
es creer que Dios está
cerca de nosotros y nos
ama en Jesucristo y, por
tanto, cultivar un
profundo amor a él y a
su Iglesia. De este amor
nosotros somos testigos
en esta tierra. Que
María santísima nos
ayude a recibir este
infinito amor de Dios
del que gozaremos
plenamente, por la
eternidad, en el cielo,
cuando finalmente
nuestra alma se unirá
para siempre a Dios, en
la comunión de los
santos. |