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BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL -
Miércoles 3 de marzo de 2010
SAN BUENAVENTURA: HOMBRE DE
ACCION Y CONTEMPLACION
Queridos hermanos y
hermanas: Hoy
quiero hablar de san
Buenaventura de
Bagnoregio. Os confieso
que, al proponeros este
tema, siento cierta
nostalgia, porque pienso
en los trabajos de
investigación que, como
joven estudioso, realicé
precisamente sobre este
autor, especialmente
importante para mí. Su
conocimiento incidió
notablemente en mi
formación. Con gran
gozo, hace algunos meses
hice una peregrinación a
su lugar natal,
Bagnoregio,
una pequeña ciudad
italiana del Lacio, que
custodia su memoria con
veneración.
Nació probablemente
en 1217 y murió en 1274;
vivió en el siglo XIII,
una época en la que la
fe cristiana, que había
penetrado profundamente
en la cultura y en la
sociedad de Europa,
inspiró obras
imperecederas en el
campo de la literatura,
de las artes visuales,
de la filosofía y de la
teología. Entre las
grandes figuras
cristianas que
contribuyeron a la
composición de esta
armonía entre fe y
cultura destaca
Buenaventura, hombre de
acción y de
contemplación, de
profunda piedad y de
prudencia en el
gobierno.
Se llamaba Giovanni
da Fidanza. Un episodio
que sucedió cuando
todavía era un muchacho
marcó profundamente su
vida, como él mismo
relata. Se veía afectado
por una grave enfermedad
y ni siquiera su padre,
que era médico, esperaba
ya salvarlo de la
muerte. Entonces, su
madre recurrió a la
intercesión de san
Francisco de Asís,
canonizado hacía poco. Y
Giovanni se curó.
La figura del
"Poverello" de Asís
llegó a ser todavía más
familiar para él algunos
años más tarde, cuando
se encontraba en París,
donde estudiaba. Había
obtenido el diploma de
maestro de Artes, que
podríamos comparar con
el de un prestigioso
instituto de nuestros
tiempos. En ese momento,
al igual que muchos
jóvenes del pasado y
también de hoy, Giovanni
se planteó una pregunta
crucial: "¿Qué debo
hacer con mi vida?".
Fascinado por el
testimonio de fervor y
radicalidad evangélica
de los Frailes Menores,
que habían llegado a
París en 1219, Giovanni
llamó a las puertas del
convento franciscano de
esa ciudad, y pidió ser
acogido en la gran
familia de los
discípulos de Francisco.
Muchos años después,
explicó las razones de
su elección: en san
Francisco y en el
movimiento que él inició
reconocía la acción de
Cristo. En una carta
dirigida a otro fraile
escribía lo siguiente:
"Confieso ante Dios que
la razón que me llevó a
amar más la vida del
beato Francisco es que
esta se parece a los
comienzos y al
crecimiento de la
Iglesia. La Iglesia
comenzó con simples
pescadores, y después se
enriqueció de doctores
muy ilustres y sabios;
la religión del beato
Francisco no fue
establecida por la
prudencia de los
hombres, sino por
Cristo" (Epistula de
tribus quaestionibus ad
magistrum innominatum,
en Opere di San
Bonaventura.
Introduzione generale,
Roma 1990, p. 29).
Por lo tanto,
alrededor del año 1243
Giovanni vistió el sayal
franciscano y asumió el
nombre de Buenaventura.
En seguida fue destinado
a los estudios, y se
matriculó en la Facultad
de teología de la
Universidad de París,
donde siguió un conjunto
de cursos muy arduos.
Obtuvo varios títulos
requeridos por la
carrera académica, los
de "bachiller bíblico" y
de "bachiller
sentenciario". Así
Buenaventura estudió a
fondo la Sagrada
Escritura; las
Sentencias de Pedro
Lombardo, el manual de
teología de aquel
tiempo; y los autores de
teología más importantes
y, en contacto con los
maestros y los
estudiantes que afluían
a París desde toda
Europa, maduró su propia
reflexión personal y una
sensibilidad espiritual
de gran valor que, a lo
largo de los años
sucesivos, supo infundir
en sus obras y en sus
sermones, convirtiéndose
así en uno de los
teólogos más importantes
de la historia de la
Iglesia. Es
significativo recordar
el título de la tesis
que defendió para ser
habilitado a la
enseñanza de la
teología, la licentia
ubique docendi, como
se decía entonces. Su
disertación llevaba por
título: Cuestiones
sobre el conocimiento de
Cristo. Este tema
muestra el papel central
que Cristo tuvo siempre
en la vida y en las
enseñanzas de
Buenaventura. Sin duda
podemos decir que todo
su pensamiento fue
profundamente
cristocéntrico.
En aquellos años en
París, la ciudad de
adopción de
Buenaventura, estalla
una violenta polémica
contra los Frailes
Menores de san Francisco
de Asís y los Frailes
Predicadores de santo
Domingo de Guzmán. Se
contestaba su derecho a
enseñar en la
universidad, e incluso
se ponía en duda la
autenticidad de su vida
consagrada. Ciertamente,
los cambios introducidos
por las
Órdenes Mendicantes
en el modo de
entender la vida
religiosa, de los que he
hablado en mis
catequesis anteriores,
eran tan innovadores que
no todos llegaban a
comprenderlos. Se
añadían también, como
alguna vez sucede
incluso entre personas
sinceramente religiosas,
motivos de debilidad
humana, como la envidia
y los celos.
Buenaventura, aunque
rodeado por la oposición
de los demás maestros
universitarios, había
comenzado a enseñar en
la cátedra de teología
de los Franciscanos y,
para responder a quien
criticaba a las Órdenes
Mendicantes, compuso un
escrito titulado La
perfección evangélica;
en el que demuestra como
las Órdenes Mendicantes,
especialmente los
Frailes Menores,
practicando los votos de
pobreza, de castidad y
de obediencia, seguían
los consejos del
Evangelio. Más allá de
estas circunstancias
históricas, la enseñanza
de Buenaventura en esta
obra y en su vida sigue
siendo actual: la
Iglesia es más luminosa
y bella gracias a la
fidelidad a la vocación
de estos hijos suyos y
de aquellas hijas suyas
que no sólo ponen en
práctica los preceptos
evangélicos, sino que
por gracia de Dios,
están llamados a guardar
los consejos y así
testimonian, con su
estilo de vida pobre,
casto y obediente, que
el Evangelio es fuente
de gozo y de perfección.
El conflicto se
apaciguó, por lo menos
durante algún tiempo, y,
por intervención
personal del Papa
Alejandro iv, en 1257,
Buenaventura fue
oficialmente reconocido
como doctor y maestro de
la universidad parisina.
Sin embargo, tuvo que
renunciar a este
prestigioso cargo,
porque en ese mismo año
el capítulo general de
la Orden lo eligió
ministro general.
Desempeñó ese cargo
durante diecisiete años
con sabiduría y entrega,
visitando las
provincias, escribiendo
a los hermanos,
interviniendo alguna vez
con una cierta severidad
para eliminar abusos.
Cuando Buenaventura
inició este servicio, la
Orden de los Frailes
Menores se había
desarrollado de modo
prodigioso: los frailes
esparcidos por todo
Occidente eran más de
30.000, con presencias
misioneras en el norte
de África, en Oriente
Medio, e incluso en
Pekín. Era necesario
consolidar esta
expansión y, sobre todo,
conferirle unidad de
acción y de espíritu,
guardando plena
fidelidad al carisma de
Francisco. De hecho,
entre los seguidores del
santo de Asís había
distintos modos de
interpretar el mensaje,
existía realmente el
riesgo de una fractura
interna. Para evitar
este peligro, en 1260,
el capítulo general de
la Orden en Narbona
aceptó y ratificó un
texto propuesto por
Buenaventura, en el que
se recogían y se
unificaban las normas
que regulaban la vida
diaria de los Frailes
Menores. Buenaventura
intuía, sin embargo, que
las disposiciones
legislativas, si bien se
inspiraban en la
sabiduría y la
moderación, no eran
suficientes para
asegurar la comunión del
espíritu y de los
corazones. Era necesario
que se compartieran los
mismos ideales y las
mismas motivaciones. Por
esta razón, Buenaventura
quiso presentar el
auténtico carisma de
Francisco, su vida y su
enseñanza. Por eso
recogió con gran celo
documentos relativos al
"Poverello" y escuchó
con atención los
recuerdos de quienes
habían conocido
directamente a
Francisco. Nació así una
biografía del santo de
Asís bien fundada
históricamente, titulada
Legenda Maior,
redactada también de
forma más sucinta, y
llamada por eso
Legenda minor. La
palabra latina, a
diferencia de la
italiana, no indica un
fruto de la fantasía,
sino, al contrario, "Legenda"
significa un texto
autorizado, "para leer"
oficialmente. En efecto,
el capítulo general de
los Frailes Menores de
1263, reunido en Pisa,
reconoció en la
biografía de san
Buenaventura el retrato
más fiel del fundador y
se convirtió en la
biografía oficial del
santo.
Cuál es la imagen de
san Francisco que brota
del corazón y de la
pluma de su hijo devoto
y sucesor, san
Buenaventura? El punto
esencial: Francisco es
un alter Christus,
un hombre que buscó
apasionadamente a
Cristo. En el amor que
impulsa a la imitación,
se conformó totalmente a
él. Buenaventura
señalaba este ideal vivo
a todos los seguidores
de Francisco. Este
ideal, válido para todo
cristiano, ayer, hoy y
siempre, fue indicado
como programa también
para la Iglesia del
tercer milenio por mi
Predecesor, el venerable
Juan Pablo II. Ese
programa, escribía en su
carta
Novo Millennio ineunte,
se centra "en Cristo
mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar,
para vivir en él la vida
trinitaria y transformar
con él la historia hasta
su perfeccionamiento en
la Jerusalén celeste"
(n. 29).
En 1273 la vida de
san Buenaventura conoció
otro cambio. El Papa
Gregorio X lo quiso
consagrar obispo y
nombrar cardenal. Le
pidió también que
preparara un
importantísimo
acontecimiento
eclesial: el II
concilio ecuménico de
Lyon, que tenía como
objetivo restablecer la
comunión entre la
Iglesia latina y la
griega. Se dedicó a esta
tarea con diligencia,
pero no logró ver la
conclusión de esa
asamblea ecuménica,
porque murió durante su
celebración. Un notario
pontificio anónimo
compuso un elogio de
Buenaventura, que nos da
un retrato conclusivo de
este gran santo y
excelente teólogo:
"Hombre bueno, afable,
piadoso y
misericordioso, lleno de
virtudes, amado por Dios
y por los hombres... De
hecho, Dios le había
concedido una gracia tan
grande, que todos los
que lo veían quedaban
invadidos por un amor
que el corazón no podía
ocultar" (cf. J.G.
Bougerol, Bonaventura,
en A. Vauchez (a cura),
Storia dei santi e
della santità cristiana.
Vol. vi. L'epoca del
rinnovamento evangelico,
Milano 1991, p. 91).
Recojamos la herencia
de este santo doctor de
la Iglesia, que nos
recuerda el sentido de
nuestra vida con las
siguientes palabras:
"En la tierra... podemos
contemplar la inmensidad
divina mediante el
razonamiento y la
admiración; en la patria
celestial, en cambio,
mediante la visión,
cuando seremos hechos
semejantes a Dios, y
mediante
el éxtasis... entraremos en el
gozo de Dios" (La
conoscenza di Cristo,
q. 6, conclusione,
en Opere di San
Bonaventura. Opuscoli
Teologici /1, Roma
1993, p. 187). |
AUDIENCIA GENERAL
- Miércoles 10 de marzo de 2010
San
Buenaventura (2)
Queridos hermanos
y hermanas:
La
semana pasada
hablé de la vida
y de la personalidad de
san Buenaventura de
Bagnoregio. Esta mañana
quiero proseguir su
presentación,
deteniéndome sobre una
parte de su obra
literaria y de su
doctrina.
Como ya
dije, uno de los varios
méritos de san
Buenaventura fue
interpretar de forma
auténtica y fiel la
figura de san Francisco
de Asís, a quien veneró
y estudió con gran amor.
En tiempos de san
Buenaventura una
corriente de Frailes
Menores, llamados
"espirituales", sostenía
en particular que con
san Francisco se había
inaugurado una fase
totalmente nueva de la
historia, en la que
aparecería el "Evangelio
eterno", del que habla
el Apocalipsis,
sustituyendo al Nuevo
Testamento. Este grupo
afirmaba que la Iglesia
ya había agotado su
papel histórico, y una
comunidad carismática de
hombres libres guiados
interiormente por el
Espíritu —es decir, los
"Franciscanos
espirituales"— pasaba a
ocupar su lugar. Las
ideas de este grupo se
basaban en los escritos
de un abad cisterciense,
Gioacchino da Fiore,
fallecido en 1202. En
sus obras, afirmaba un
ritmo trinitario de la
historia. Consideraba el
Antiguo Testamento como
la edad del Padre,
seguida del tiempo del
Hijo, el tiempo de la
Iglesia. Había que
esperar aún la tercera
edad, la del Espíritu
Santo. Así, toda la
historia se debía
interpretar como una
historia de progreso:
desde la severidad del
Antiguo Testamento a la
relativa libertad del
tiempo del Hijo, en la
Iglesia, hasta la plena
libertad de los hijos de
Dios, en el período del
Espíritu Santo, que iba
a ser, por fin, el
tiempo de la paz entre
los hombres, de la
reconciliación de los
pueblos y de las
religiones. Gioacchino
da Fiore había suscitado
la esperanza de que el
comienzo del nuevo
tiempo vendría de un
nuevo monaquismo. Por
eso, es comprensible que
un grupo de franciscanos
creyera reconocer en san
Francisco de Asís al
iniciador del tiempo
nuevo y en su Orden a la
comunidad del periodo
nuevo: la comunidad del
tiempo del Espíritu
Santo, que dejaba atrás
a la Iglesia jerárquica,
para iniciar la nueva
Iglesia del Espíritu,
desvinculada ya de las
viejas estructuras.
Por
consiguiente, se corría
el riesgo de una
gravísima tergiversación
del mensaje de san
Francisco, de su humilde
fidelidad al Evangelio y
a la Iglesia, y ese
equívoco conllevaba una
visión errónea del
cristianismo en su
conjunto.
San
Buenaventura, que en
1257 se convirtió en
ministro general de la
Orden franciscana, se
encontró ante una grave
tensión dentro de su
misma Orden precisamente
a causa de quienes
sostenían la mencionada
corriente de los
"Franciscanos
espirituales", que se
remontaba a Gioacchino
da Fiore. Para responder
a este grupo y
restablecer la unidad en
la Orden, san
Buenaventura estudió
atentamente los escritos
auténticos de Gioacchino
da Fiore y los que se le
atribuían y, teniendo en
cuenta la necesidad de
presentar fielmente la
figura y el mensaje de
su amado san Francisco,
quiso exponer una visión
correcta de la teología
de la historia. San
Buenaventura afrontó el
problema precisamente en
su última obra, una
recopilación de
conferencias a los
monjes del Estudio
parisino, que quedó
incompleta y nos ha
llegado a través de las
transcripciones de los
oyentes, titulada
Hexaëmeron, es
decir, una explicación
alegórica de los seis
días de la creación. Los
Padres de la Iglesia
consideraban los seis o
siete días del relato
sobre la creación como
profecía de la historia
del mundo, de la
humanidad. Los siete
días representaban para
ellos siete periodos de
la historia, más tarde
interpretados también
como siete milenios. Con
Cristo se entraba en el
último, es decir, el
sexto periodo de la
historia, al que
seguiría después el gran
sábado de Dios. San
Buenaventura supone esta
interpretación histórica
de la narración de los
días de la creación,
pero de un modo muy
libre e innovador. Según
él, dos fenómenos de su
tiempo hacen necesaria
una nueva interpretación
del curso de la
historia:
El
primero es la figura de
san Francisco, el hombre
totalmente unido a
Cristo hasta la comunión
de los estigmas, casi un
alter Christus, y
con san Francisco la
nueva comunidad creada
por él, distinta del
monaquismo conocido
hasta entonces. Este
fenómeno exigía una
nueva interpretación,
como novedad de Dios
aparecida en aquel
momento.
El
segundo es la posición
de Gioacchino da Fiore,
que anunciaba un nuevo
monaquismo; y un período
totalmente nuevo de la
historia, que iba más
allá de la revelación
del Nuevo Testamento,
exigía una respuesta.
Como
ministro general de la
Orden de los
Franciscanos, san
Buenaventura vio en
seguida que con la
concepción
espiritualista,
inspirada en Gioacchino
da Fiore, la Orden no
era gobernable, sino que
iba lógicamente hacia la
anarquía. A su parecer,
las consecuencias eran
dos:
La
primera: la necesidad
práctica de estructuras
y de inserción en la
realidad de la Iglesia
jerárquica, de la
Iglesia real, requería
un fundamento teológico,
entre otras razones
porque los demás, los
que seguían la
concepción
espiritualista,
mostraban un aparente
fundamento teológico.
La
segunda: aun teniendo en
cuenta el realismo
necesario, no había que
perder la novedad de la
figura de san Francisco.
¿Cómo
respondió san
Buenaventura a la
exigencia práctica y
teórica? Aquí sólo puedo
hacer un resumen
esquemático e incompleto
de su respuesta en
algunos puntos:
1. San
Buenaventura rechaza la
idea del ritmo
trinitario de la
historia. Dios es uno en
toda la historia y no se
divide en tres
divinidades. Por
consiguiente, la
historia es una, aunque
es un camino y —según
san Buenaventura— un
camino de progreso.
2.
Jesucristo es la última
Palabra de Dios; en él
Dios ha dicho todo,
donándose y diciéndose a
sí mismo. Dios no puede
decir, ni dar más que a
sí mismo. El Espíritu
Santo es Espíritu del
Padre y del Hijo. Cristo
mismo dice del Espíritu
Santo: "Él os recordará
todo lo que yo os he
dicho" (Jn 14,
26), "recibirá de lo mío
y os lo anunciará" (Jn
16, 15). Así pues, no
hay otro Evangelio más
alto, no hay que esperar
otra Iglesia. Por eso
también la Orden de san
Francisco debe
insertarse en esta
Iglesia, en su fe, en su
ordenamiento jerárquico.
3. Esto
no significa que la
Iglesia sea inmóvil, que
esté anclada en el
pasado y no pueda haber
novedad en ella. "Opera
Christi non deficiunt,
sed proficiunt", las
obras de Cristo no
retroceden, no
desaparecen, sino que
avanzan, dice el santo
en la carta De tribus
quaestionibus. Así
formula explícitamente
san Buenaventura la idea
del progreso, y esta es
una novedad respecto a
los Padres de la Iglesia
y a gran parte de sus
contemporáneos. Para san
Buenaventura Cristo ya
no es el fin de la
historia, como para los
Padres de la Iglesia,
sino su centro; con
Cristo la historia no
acaba, sino que comienza
un período nuevo. Otra
consecuencia es la
siguiente: hasta ese
momento dominaba la idea
de que los Padres de la
Iglesia eran la cima
absoluta de la teología,
todas las generaciones
siguientes sólo podían
ser sus discípulas.
También san Buenaventura
reconoce a los Padres
como maestros para
siempre, pero el
fenómeno de san
Francisco le da la
certeza de que la
riqueza de la Palabra de
Cristo es inagotable y
de que incluso en las
nuevas generaciones
pueden aparecer luces
nuevas. La unicidad de
Cristo garantiza
asimismo la novedad y la
renovación en todos los
períodos de la historia.
Ciertamente, la Orden
Franciscana —subraya—
pertenece a la Iglesia
de Jesucristo, a la
Iglesia apostólica y no
puede construirse en un
espiritualismo utópico.
Pero, al mismo tiempo,
es válida la novedad de
esa Orden respecto al
monaquismo clásico, y
san Buenaventura —como
dije en la catequesis
anterior— defendió esta
novedad contra los
ataques del clero
secular de París: los
franciscanos no tienen
un monasterio fijo,
pueden estar presentes
en todas partes para
anunciar el Evangelio.
Precisamente la ruptura
con la estabilidad,
característica del
monaquismo, en favor de
una nueva flexibilidad,
restituyó a la Iglesia
el dinamismo misionero.
Llegados
a este punto, quizá es
útil decir que también
hoy existen visiones
según las cuales toda la
historia de la Iglesia
en el segundo milenio ha
sido una decadencia
permanente; algunos ya
ven la decadencia
inmediatamente después
del Nuevo Testamento. En
realidad, "Opera
Christi non deficiunt,
sed proficiunt", las
obras de Cristo no
retroceden, sino que
avanzan. ¿Qué sería la
Iglesia sin la nueva
espiritualidad de los
cistercienses, de los
franciscanos y de los
dominicos, de la
espiritualidad de santa
Teresa de Ávila y de san
Juan de la Cruz,
etcétera? También hoy
vale esta afirmación: "Opera
Christi non deficiunt,
sed proficiunt",
avanzan. San
Buenaventura nos enseña
el conjunto del
discernimiento
necesario, incluso
severo, del realismo
sobrio y de la apertura
a los nuevos carismas
que Cristo da, en el
Espíritu Santo, a su
Iglesia. Y mientras se
repite esta idea de la
decadencia, existe
también otra idea, este
"utopismo
espiritualista", que se
repite. De hecho,
sabemos que después del
concilio Vaticano II
algunos estaban
convencidos de que todo
era nuevo, de que había
otra Iglesia, de que la
Iglesia pre-conciliar
había acabado e iba a
surgir otra, totalmente
"otra". ¡Un utopismo
anárquico! Y, gracias a
Dios, los timoneles
sabios de la barca de
Pedro, el Papa Pablo vi
y el Papa Juan Pablo II,
por una parte
defendieron la novedad
del Concilio y, por
otra, al mismo tiempo,
defendieron la unicidad
y la continuidad de la
Iglesia, que siempre es
Iglesia de pecadores y
siempre es lugar de
gracia.
4.En
este sentido, san
Buenaventura, como
ministro general de los
franciscanos, adoptó una
línea de gobierno en la
que era clarísimo que la
nueva Orden, como
comunidad, no podía
vivir a la misma "altura
escatológica" de san
Francisco, en el cual él
ve anticipado el mundo
futuro, sino que
—guiada, al mismo
tiempo, por un sano
realismo y por la
valentía espiritual—
debía acercarse tanto
como fuera posible a la
realización máxima del
Sermón de la montaña,
que para san Francisco
fue la regla, si
bien teniendo en cuenta
los límites del hombre,
marcado por el pecado
original.
Vemos
así que para san
Buenaventura gobernar no
coincidía simplemente
con hacer algo, sino que
era sobre todo pensar y
rezar. En la base de su
gobierno siempre
encontramos la oración y
el pensamiento; todas
sus decisiones eran
fruto de la reflexión,
del pensamiento
iluminado de la oración.
Su íntima relación con
Cristo acompañó siempre
su labor de ministro
general y, por esto,
compuso una serie de
escritos
teológico-místicos, que
expresan el alma de su
gobierno y manifiestan
la intención de guiar
interiormente la Orden,
es decir, de gobernar no
sólo mediante órdenes y
estructuras, sino
guiando e iluminando las
almas, orientando hacia
Cristo.
De estos
escritos, que son el
alma de su gobierno y
que muestran tanto a la
persona como a la
comunidad el camino a
recorrer, quiero
mencionar sólo uno, su
obra maestra, el
Itinerarium mentis in
Deum, que es un
"manual" de
contemplación mística.
Este libro fue concebido
en un lugar de profunda
espiritualidad: el monte
de la Verna, donde san
Francisco recibió los
estigmas. En la
introducción el autor
ilustra las
circunstancias que
dieron origen a este
escrito: "Mientras
meditaba sobre las
posibilidades del alma
de ascender a Dios, se
me presentó, entre otras
cosas, el acontecimiento
admirable que sucedió en
aquel lugar al beato
Francisco, es decir, la
visión del serafín alado
en forma de Crucifijo. Y
meditando sobre ello, en
seguida me percaté de
que esa visión me
ofrecía el éxtasis
contemplativo del mismo
padre Francisco y a la
vez el camino que lleva
hasta él" (Itinerario
della mente inDio,Prólogo,
2, en Opere di San
Bonaventura. Opuscoli
Teologici /1, Roma
1993, p. 499).
Las seis
alas del serafín se
convierten así en el
símbolo de seis etapas
que llevan
progresivamente al
hombre desde el
conocimiento de Dios,
mediante la observación
del mundo y de las
criaturas y mediante la
exploración del alma
misma con sus
facultades, a la unión
íntima con la Trinidad
por medio de Cristo, a
imitación de san
Francisco de Asís.
Habría que dejar que las
últimas palabras del
Itinerarium de san
Buenaventura, que
responden a la pregunta
sobre cómo se puede
alcanzar esta comunión
mística con Dios,
llegaran hasta el fondo
de nuestro corazón: "Si
ahora anhelas saber cómo
sucede esto (la comunión
mística con Dios),
pregunta a la gracia, no
a la doctrina; al deseo,
no al intelecto; al
clamor de la oración, no
al estudio de la letra;
al esposo, no al
maestro; a Dios, no al
hombre; a la neblina, no
a la claridad; no a la
luz, sino al fuego que
todo lo inflama y
trasporta en Dios con
las fuertes unciones y
los afectos
vehementes... Entremos,
por tanto, en la
neblina, acallemos los
afanes, las pasiones y
los fantasmas; pasemos
con Cristo
crucificado de este
mundo al Padre, para
decir con Felipe después
de haberlo visto:
esto me basta" (ib.,
VII, 6).
Queridos
amigos, acojamos la
invitación que nos
dirige san Buenaventura,
el doctor seráfico, y
entremos en la escuela
del Maestro divino:
escuchemos su Palabra de
vida y de verdad, que
resuena en lo íntimo de
nuestra alma.
Purifiquemos nuestros
pensamientos y nuestras
acciones, a fin de que
él pueda habitar en
nosotros, y nosotros
podamos escuchar su voz
divina, que nos atrae
hacia la felicidad
verdadera. |
AUDIENCIA GENERAL
- Miércoles 17 de marzo de 2010
San
Buenaventura (3)
Queridos hermanos
y hermanas:
Hoy quisiera
continuar reflexionando
sobre algunos aspectos
de la doctrina de San
Buenaventura que, junto
a Santo Tomás de Aquino,
contemporáneo suyo,
representan la cima del
pensamiento cristiano en
la Edad Media y su
diálogo fecundo entre fe
y razón. Para Santo
Tomás, en la Teología
prevalece el aspecto
intelectual, pues al
conocimiento de Dios
sigue el obrar según su
voluntad, hacer el bien.
San Buenaventura, sin
oponerse eso, al conocer
y al obrar añade la
contemplación, que es el
afecto provocado al
encontrar a quien
amamos. Sin renunciar en
teología al comprender
con la mente, no se
detiene en la simple
satisfacción del saber,
pues se busca siempre
conocer mejor al amado y
amarlo cada vez más.
Así, el primado del amor
es determinante, porque
el último destino del
hombre es, a fin de
cuentas, amar a Dios. De
este modo, San
Buenaventura trata de
convencer a sus
coetáneos, no solamente
con la palabra, sino con
toda su vida, y
prospecta un “itinerario
de la mente hacia Dios”
que supone el camino de
la razón, pero la
trasciende en el amor.
Es un itinerario que no
puede plasmarse en un
ordenamiento jurídico,
porque es siempre un don
de Dios que ayuda al
creyente a acercarse
cada vez más a Él. Y, en
este acercamiento, habrá
un momento en que la
mera razón ya no puede
ver más, pero donde el
amor sigue vivo, dando
claridad ante el
misterio insondable de
Dios. |
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