Queridos
hermanos y hermanas:
Hace dos semanas
presenté
la figura de san Francisco de
Asís.
Esta mañana quiero hablar de
otro santo perteneciente a la
primera generación de los
Frailes Menores: san Antonio de
Padua o, como también se le
suele llamar, de Lisboa,
refiriéndose a su ciudad natal.
Se trata de uno de los santos
más populares de toda la Iglesia
católica, venerado no sólo en
Padua, donde se erigió una
basílica espléndida que recoge
sus restos mortales, sino en
todo el mundo. Los fieles
estiman las imágenes y las
estatuas que lo representan con
el lirio, símbolo de su pureza,
o con el Niño Jesús en brazos,
recordando una milagrosa
aparición mencionada por algunas
fuentes literarias. San Antonio
contribuyó de modo significativo
al desarrollo de la
espiritualidad franciscana, con
sus extraordinarias dotes de
inteligencia, de equilibrio, de
celo apostólico y,
principalmente, de fervor
místico.
Nació en Lisboa, en una
familia noble, alrededor de
1195, y fue bautizado con el
nombre de Fernando. Entró en los
Canónigos que seguían la Regla
monástica de san Agustín,
primero en el monasterio de San
Vicente en Lisboa y,
sucesivamente, en el de la Santa
Cruz en Coimbra, célebre centro
cultural de Portugal. Se dedicó
con interés y solicitud al
estudio de la Biblia y de los
Padres de la Iglesia,
adquiriendo la ciencia teológica
que utilizó en la actividad de
enseñanza y de predicación. En
Coimbra tuvo lugar el episodio
que imprimió un viraje decisivo
a su vida: allí, en 1220 se
expusieron las reliquias de los
primeros cinco misioneros
franciscanos, que habían ido a
Marruecos, donde habían sufrido
el martirio. Su testimonio hizo
nacer en el joven Fernando el
deseo de imitarlos y de avanzar
por el camino de la perfección
cristiana: pidió dejar los
Canónigos agustinos y hacerse
Fraile Menor. Su petición fue
acogida y, tomando el nombre de
Antonio, también él partió hacia
Marruecos, pero la Providencia
divina dispuso las cosas de otro
modo. A consecuencia de una
enfermedad, se vio obligado a
regresar a Italia y, en 1221,
participó en el famoso "Capítulo
de las esteras" en Asís, donde
se encontró también con san
Francisco. Luego vivió durante
algún tiempo totalmente retirado
en un convento de Forlí, en el
norte de Italia, donde el Señor
lo llamó a otra misión. Por
circunstancias completamente
casuales, fue invitado a
predicar con ocasión de una
ordenación sacerdotal, y
demostró que estaba dotado de
tanta ciencia y elocuencia, que
los superiores lo destinaron a
la predicación. Comenzó así, en
Italia y en Francia, una
actividad apostólica tan intensa
y eficaz que indujo a volver a
la Iglesia a no pocas personas
que se habían alejado de ella.
Asimismo, fue uno de los
primeros maestros de teología de
los Frailes Menores, si no
incluso el primero. Comenzó su
enseñanza en Bolonia, con la
bendición de san Francisco, el
cual, reconociendo las virtudes
de Antonio, le envió una breve
carta que comenzaba con estas
palabras: "Me agrada que enseñes
teología a los frailes". Antonio
sentó las bases de la teología
franciscana que, cultivada por
otras insignes figuras de
pensadores, alcanzaría su culmen
con san Buenaventura de
Bagnoregio y el beato Duns Scoto.
Elegido superior provincial
de los Frailes Menores del norte
de Italia, continuó el
ministerio de la predicación,
alternándolo con las funciones
de gobierno. Cuando concluyó su
cargo de provincial, se retiró
cerca de Padua, donde ya había
estado otras veces. Apenas un
año después, el 13 de junio de
1231, murió a las puertas de la
ciudad. Padua, que en vida lo
había acogido con afecto y
veneración, le tributó para
siempre honor y devoción. El
propio Papa Gregorio IX, que
después de haberlo escuchado
predicar lo había definido "Arca
del Testamento", lo canonizó
apenas un año después de su
muerte, en 1232, también a
consecuencia de los milagros
acontecidos por su intercesión.
En el último periodo de su
vida, san Antonio puso por
escrito dos ciclos de
"Sermones", titulados
respectivamente "Sermones
dominicales" y "Sermones sobre
los santos", destinados a los
predicadores y a los profesores
de los estudios teológicos de la
Orden franciscana. En ellos
comenta los textos de la
Escritura presentados por la
liturgia, utilizando la
interpretación
patrístico-medieval de los
cuatro sentidos: el literal o
histórico, el alegórico o
cristológico, el tropológico o
moral y el anagógico, que
orienta hacia la vida eterna.
Hoy se redescubre que estos
sentidos son dimensiones del
único sentido de la Sagrada
Escritura y que la Sagrada
Escritura se ha de interpretar
buscando las cuatro dimensiones
de su palabra. Estos sermones de
san Antonio son textos
teológico-homiléticos, que
evocan la predicación viva, en
la que san Antonio propone un
verdadero itinerario de vida
cristiana. La riqueza de
enseñanzas espirituales
contenida en los "Sermones" es
tan grande, que el venerable
Papa Pío XII, en 1946, proclamó
a san Antonio Doctor de la
Iglesia, atribuyéndole el título
de "Doctor evangélico", porque
en dichos escritos se pone de
manifiesto la lozanía y la
belleza del Evangelio; todavía
hoy podemos leerlos con gran
provecho espiritual.
En estos sermones, san
Antonio habla de la oración como
de una relación de amor, que
impulsa al hombre a conversar
dulcemente con el Señor, creando
una alegría inefable, que
suavemente envuelve al alma en
oración. San Antonio nos
recuerda que la oración necesita
un clima de silencio que no
consiste en aislarse del ruido
exterior, sino que es una
experiencia interior, que busca
liberarse de las distracciones
provocadas por las
preocupaciones del alma, creando
el silencio en el alma misma.
Según las enseñanzas de este
insigne Doctor franciscano, la
oración se articula en cuatro
actitudes indispensables que, en
el latín de san Antonio, se
definen: obsecratio,
oratio, postulatio,
gratiarum actio.
Podríamos traducirlas así: abrir
confiadamente el propio corazón
a Dios; este es el primer paso
del orar, no simplemente captar
una palabra, sino también abrir
el corazón a la presencia de
Dios; luego, conversar
afectuosamente con él, viéndolo
presente conmigo; y después,
algo muy natural, presentarle
nuestras necesidades; por
último, alabarlo y darle
gracias.
En esta enseñanza de san
Antonio sobre la oración
observamos uno de los rasgos
específicos de la teología
franciscana, de la que fue el
iniciador, a saber, el papel
asignado al amor divino, que
entra en la esfera de los
afectos, de la voluntad, del
corazón, y que también es la
fuente de la que brota un
conocimiento espiritual que
sobrepasa todo conocimiento. De
hecho, amando conocemos.
Escribe también san Antonio:
"La caridad es el alma de la fe,
hace que esté viva; sin el amor,
la fe muere" (Sermones
Dominicales et Festivi II,
Messaggero, Padua 1979, p. 37).
Sólo un alma que reza puede
avanzar en la vida espiritual:
este es el objeto privilegiado
de la predicación de san
Antonio. Conoce bien los
defectos de la naturaleza
humana, nuestra tendencia a caer
en el pecado; por eso exhorta
continuamente a luchar contra la
inclinación a la avidez, al
orgullo, a la impureza y, en
cambio, a practicar las virtudes
de la pobreza, la generosidad,
la humildad, la obediencia, la
castidad y la pureza. A
principios del siglo XIII, en el
contexto del renacimiento de las
ciudades y del florecimiento del
comercio, crecía el número de
personas insensibles a las
necesidades de los pobres. Por
ese motivo, san Antonio invita
repetidamente a los fieles a
pensar en la verdadera riqueza,
la del corazón, que haciéndonos
ser buenos y misericordiosos nos
hace acumular tesoros para el
cielo. "Oh ricos —así los
exhorta— haced amigos... a los
pobres, acogedlos en vuestras
casas: luego serán ellos, los
pobres, quienes os acogerán en
los tabernáculos eternos, donde
existe la belleza de la paz, la
confianza de la seguridad, y la
opulenta serenidad de la
saciedad eterna" (ib., p.
29).
¿Acaso esta enseñanza,
queridos amigos, no es muy
importante también hoy, cuando
la crisis financiera y los
graves desequilibrios económicos
empobrecen a no pocas personas,
y crean condiciones de miseria?
En mi encíclica
Caritas in
veritate
recuerdo: "La
economía tiene necesidad de la
ética para su correcto
funcionamiento; no de una ética
cualquiera, sino de una ética
amiga de la persona" (n.
45).
San Antonio, siguiendo la
escuela de san Francisco, pone
siempre a Cristo en el centro de
la vida y del pensamiento, de la
acción y de la predicación. Este
es otro rasgo típico de la
teología franciscana: el
cristocentrismo. Contempla de
buen grado, e invita a
contemplar, los misterios de la
humanidad del Señor, el hombre
Jesús, de modo particular el
misterio de la Natividad, Dios
que se ha hecho Niño, que se ha
puesto en nuestras manos: un
misterio que suscita
sentimientos de amor y de
gratitud hacia la bondad divina.
Por una parte, la Natividad,
un punto central del amor de
Cristo por la humanidad, pero
también la visión del
Crucificado le inspira
pensamientos de reconocimiento
hacia Dios y de estima por la
dignidad de la persona humana,
para que todos, creyentes y no
creyentes, puedan encontrar en
el Crucificado y en su imagen un
significado que enriquezca la
vida. Escribe san Antonio:
"Cristo, que es tu vida, está
colgado delante de ti, para que
tú mires en la cruz como en un
espejo. Allí podrás conocer cuán
mortales fueron tus heridas, que
ninguna medicina habría podido
curar, a no ser la de la sangre
del Hijo de Dios. Si miras bien,
podrás darte cuenta de cuán
grandes son tu dignidad humana y
tu valor... En ningún otro lugar
el hombre puede comprender mejor
lo que vale que mirándose en el
espejo de la cruz" (Sermones
Dominicales et Festivi III,
pp. 213-214).
Meditando estas palabras
podemos comprender mejor la
importancia de la imagen del
Crucifijo para nuestra cultura,
para nuestro humanismo nacido de
la fe cristiana. Precisamente
contemplando el Crucifijo vemos,
como dice san Antonio, cuán
grande es la dignidad humana y
el valor del hombre. En ningún
otro punto se puede comprender
cuánto vale el hombre,
precisamente porque Dios nos
hace tan importantes, nos ve así
tan importantes, que para él
somos dignos de su sufrimiento;
así toda la dignidad humana
aparece en el espejo del
Crucifijo y contemplarlo es
siempre fuente del
reconocimiento de la dignidad
humana.
Queridos amigos, que Antonio
de Padua, tan venerado por los
fieles, interceda por toda la
Iglesia, y de modo especial por
quienes se dedican a la
predicación; pidamos al Señor
que nos ayude a aprender un poco
de este arte de san Antonio. Que
los predicadores, inspirándose
en su ejemplo, traten de unir
una sólida y sana doctrina, una
piedad sincera y fervorosa, y la
eficacia en la comunicación. En
este
Año
sacerdotal pidamos
para que los sacerdotes y los
diáconos desempeñen con
solicitud este ministerio de
anuncio y actualización de la
Palabra de Dios a los fieles,
sobre todo mediante las homilías
litúrgicas. Que estas sean una
presentación eficaz de la eterna
belleza de Cristo, precisamente
como san Antonio recomendaba:
"Si predicas a Jesús, él ablanda
los corazones duros; si lo
invocas, endulzas las
tentaciones amargas; si piensas
en él, te ilumina el corazón; si
lo lees, te sacia la mente" (Sermones
Dominicales et Festivi III,
p. 59). |