San Francisco de Asís
Queridos hermanos y hermanas:
En una catequesis
reciente
ilustré ya el papel providencial
que tuvieron la Orden de los Frailes
Menores y la Orden de los Frailes
Predicadores, fundadas respectivamente
por san Francisco de Asís y por santo
Domingo de Guzmán, en la renovación de
la Iglesia de su tiempo. Hoy quiero
presentaros la figura de san Francisco,
un auténtico "gigante" de la santidad,
que sigue fascinando a numerosísimas
personas de todas las edades y
religiones.
"Nacióle un sol al mundo". Con estas
palabras, el sumo poeta italiano Dante
Alighieri alude en la Divina Comedia (Paraíso,
Canto XI) al nacimiento de Francisco,
que tuvo lugar a finales de 1181 o a
principios de 1182, en Asís. Francisco
pertenecía a una familia rica —su padre
era comerciante de telas— y vivió una
adolescencia y una juventud
despreocupadas, cultivando los ideales
caballerescos de su tiempo. A los veinte
años tomó parte en una campaña militar y
lo hicieron prisionero. Enfermó y fue
liberado. A su regreso a Asís, comenzó
en él un lento proceso de conversión
espiritual que lo llevó a abandonar
gradualmente el estilo de vida mundano
que había practicado hasta entonces. Se
remontan a este período los célebres
episodios del encuentro con el leproso,
al cual Francisco, bajando de su
caballo, dio el beso de la paz, y del
mensaje del Crucifijo en la iglesita de
San Damián. Cristo en la cruz tomó vida
en tres ocasiones y le dijo: "Ve,
Francisco, y repara mi Iglesia en
ruinas". Este simple acontecimiento de
escuchar la Palabra del Señor en la
iglesia de san Damián esconde un
simbolismo profundo. En su sentido
inmediato san Francisco es llamado a
reparar esta iglesita, pero el estado
ruinoso de este edificio es símbolo de
la situación dramática e inquietante de
la Iglesia en aquel tiempo, con una fe
superficial que no conforma y no
transforma la vida, con un clero poco
celoso, con el enfriamiento del amor;
una destrucción interior de la Iglesia
que conlleva también una descomposición
de la unidad, con el nacimiento de
movimientos heréticos. Sin embargo, en
el centro de esta Iglesia en ruinas está
el Crucifijo y habla: llama a la
renovación, llama a Francisco a un
trabajo manual para reparar
concretamente la iglesita de san Damián,
símbolo de la llamada más profunda a
renovar la Iglesia de Cristo, con su
radicalidad de fe y con su entusiasmo de
amor a Cristo. Este acontecimiento, que
probablemente tuvo lugar en 1205,
recuerda otro acontecimiento parecido
que sucedió en 1207: el sueño del Papa
Inocencio III, quien en sueños ve que la
basílica de San Juan de Letrán, la
iglesia madre de todas las iglesias, se
está derrumbando y un religioso pequeño
e insignificante sostiene con sus
hombros la iglesia para que no se
derrumbe. Es interesante observar, por
una parte, que no es el Papa quien ayuda
para que la iglesia no se derrumbe, sino
un pequeño e insignificante religioso,
que el Papa reconoce en Francisco cuando
este lo visita. Inocencio III era un
Papa poderoso, de gran cultura teológica
y gran poder político; sin embargo, no
es él quien renueva la Iglesia, sino el
pequeño e insignificante religioso: es
san Francisco, llamado por Dios. Pero,
por otra parte, es importante observar
que san Francisco no renueva la Iglesia
sin el Papa o en contra de él, sino sólo
en comunión con él. Las dos realidades
van juntas: el Sucesor de Pedro, los
obispos, la Iglesia fundada en la
sucesión de los Apóstoles y el carisma
nuevo que el Espíritu Santo crea en ese
momento para renovar la Iglesia. En la
unidad crece la verdadera renovación.
Volvamos a la vida de san Francisco.
Puesto que su padre Bernardone le
reprochaba su excesiva generosidad con
los pobres, Francisco, ante el obispo de
Asís, con un gesto simbólico se despojó
de sus vestidos, indicando así que
renunciaba a la herencia paterna: como
en el momento de la creación, Francisco
no tiene nada más que la vida que Dios
le ha dado, a cuyas manos se entrega.
Desde entonces vivió como un eremita,
hasta que, en 1208, tuvo lugar otro
acontecimiento fundamental en el
itinerario de su conversión. Escuchando
un pasaje del Evangelio de san Mateo —el
discurso de Jesús a los Apóstoles
enviados a la misión—, Francisco se
sintió llamado a vivir en la pobreza y a
dedicarse a la predicación. Otros
compañeros se asociaron a él y en 1209
fue a Roma, para someter al Papa
Inocencio III el proyecto de una nueva
forma de vida cristiana. Recibió una
acogida paterna de aquel gran Pontífice,
que, iluminado por el Señor, intuyó el
origen divino del movimiento suscitado
por Francisco. El "Poverello" de Asís
había comprendido que todo carisma que
da el Espíritu Santo hay que ponerlo al
servicio del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia; por lo tanto, actuó siempre en
plena comunión con la autoridad
eclesiástica. En la vida de los santos
no existe contraste entre carisma
profético y carisma de gobierno y, si se
crea alguna tensión, saben esperar con
paciencia los tiempos del Espíritu
Santo.
En realidad, en el siglo XIX y
también en el siglo pasado algunos
historiadores intentaron crear detrás
del Francisco de la tradición, lo que
llamaban un Francisco histórico, de la
misma manera que detrás del Jesús de los
Evangelios se intenta crear lo que
llaman el Jesús histórico. Ese Francisco
histórico no habría sido un hombre de
Iglesia, sino un hombre unido
inmediatamente sólo a Cristo, un hombre
que quería crear una renovación del
pueblo de Dios, sin formas canónicas y
sin jerarquía. La verdad es que san
Francisco tuvo realmente una relación
muy inmediata con Jesús y con la Palabra
de Dios, que quería seguir sine
glossa, tal como es, en toda su
radicalidad y verdad. También es verdad
que inicialmente no tenía la intención
de crear una Orden con las formas
canónicas necesarias, sino que,
simplemente, con la Palabra de Dios y la
presencia del Señor, quería renovar el
pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a
escuchar la Palabra y a obedecer a
Cristo. Además, sabía que Cristo nunca
es "mío", sino que siempre es "nuestro";
que a Cristo no puedo tenerlo "yo" y
reconstruir "yo" contra la Iglesia, su
voluntad y sus enseñanzas; sino que sólo
en la comunión de la Iglesia construida
sobre la sucesión de los Apóstoles se
renueva también la obediencia a la
Palabra de Dios.
También es verdad que no tenía
intención de crear una nueva Orden, sino
solamente renovar el pueblo de Dios para
el Señor que viene. Pero entendió con
sufrimiento y con dolor que todo debe
tener su orden, que también el derecho
de la Iglesia es necesario para dar
forma a la renovación y así en realidad
se insertó totalmente, con el corazón,
en la comunión de la Iglesia, con el
Papa y con los obispos. Sabía asimismo
que el centro de la Iglesia es la
Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y
su Sangre se hacen presentes. A través
del Sacerdocio, la Eucaristía es la
Iglesia. Donde sacerdocio y Cristo y
comunión de la Iglesia van juntos, sólo
aquí habita también la Palabra de Dios.
El verdadero Francisco histórico es el
Francisco de la Iglesia y precisamente
de este modo habla también a los no
creyentes, a los creyentes de otras
confesiones y religiones.
Francisco y sus frailes, cada vez más
numerosos, se establecieron en "la
Porziuncola", o iglesia de Santa María
de los Ángeles, lugar sagrado por
excelencia de la espiritualidad
franciscana. También Clara, una joven de
Asís, de familia noble, se unió a la
escuela de Francisco. Así nació la
Segunda Orden franciscana, la de las
clarisas, otra experiencia destinada a
dar insignes frutos de santidad en la
Iglesia.
También el sucesor de Inocencio III,
el Papa Honorio III, con su bula Cum
dilecti de 1218 sostuvo el
desarrollo singular de los primeros
Frailes Menores, que iban abriendo sus
misiones en distintos países de Europa,
incluso en Marruecos. En 1219 Francisco
obtuvo permiso para ir a Egipto a hablar
con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel,
para predicar también allí el Evangelio
de Jesús. Deseo subrayar este episodio
de la vida de san Francisco, que tiene
una gran actualidad. En una época en la
cual existía un enfrentamiento entre el
cristianismo y el islam, Francisco,
armado voluntariamente sólo de su fe y
de su mansedumbre personal, recorrió con
eficacia el camino del diálogo. Las
crónicas nos narran que el sultán
musulmán le brindó una acogida benévola
y un recibimiento cordial. Es un modelo
en el que también hoy deberían
inspirarse las relaciones entre
cristianos y musulmanes: promover un
diálogo en la verdad, en el respeto
recíproco y en la comprensión mutua (cf.
Nostra aetate,
3). Parece ser que después, en 1220,
Francisco visitó la Tierra Santa,
plantando así una semilla que daría
mucho fruto: en efecto, sus hijos
espirituales hicieron de los Lugares
donde vivió Jesús un ámbito privilegiado
de su misión. Hoy pienso con gratitud en
los grandes méritos de la Custodia
franciscana de Tierra Santa.
A su regreso a Italia, Francisco
encomendó el gobierno de la Orden a su
vicario, fray Pietro Cattani, mientras
que el Papa encomendó la Orden, que
recogía cada vez más adhesiones, a la
protección del cardenal Ugolino, el
futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por
su parte, el Fundador, completamente
dedicado a la predicación, que llevaba a
cabo con gran éxito, redactó una
Regla, que fue aprobada más tarde
por el Papa.
En 1224, en el eremitorio de la
Verna, Francisco ve el Crucifijo en la
forma de un serafín y en el encuentro
con el serafín crucificado recibe los
estigmas; así llega a ser uno con Cristo
crucificado: un don, por lo tanto, que
expresa su íntima identificación con el
Señor.
La muerte de Francisco —su
transitus— aconteció la tarde del 3
de octubre de 1226, en "la Porziuncola".
Después de bendecir a sus hijos
espirituales, murió, recostado sobre la
tierra desnuda. Dos años más tarde el
Papa Gregorio IX lo inscribió en el
catálogo de los santos. Poco tiempo
después, en Asís se construyó una gran
basílica en su honor, que todavía hoy es
meta de numerosísimos peregrinos, que
pueden venerar la tumba del santo y
gozar de la visión de los frescos de
Giotto, el pintor que ilustró de modo
magnífico la vida de Francisco.
Se ha dicho que Francisco representa
un alter Christus, era
verdaderamente un icono vivo de Cristo.
También fue denominado "el hermano de
Jesús". De hecho, este era su ideal: ser
como Jesús; contemplar el Cristo del
Evangelio, amarlo intensamente, imitar
sus virtudes. En particular, quiso dar
un valor fundamental a la pobreza
interior y exterior, enseñándola también
a sus hijos espirituales. La primera
Bienaventuranza en el Sermón de la
montaña —Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos (Mt 5, 3)— encontró
una luminosa realización en la vida y en
las palabras de san Francisco. Queridos
amigos, los santos son realmente los
mejores intérpretes de la Biblia;
encarnando en su vida la Palabra de
Dios, la hacen más atractiva que nunca,
de manera que verdaderamente habla con
nosotros. El testimonio de Francisco,
que amó la pobreza para seguir a Cristo
con entrega y libertad totales, sigue
siendo también para nosotros una
invitación a cultivar la pobreza
interior para crecer en la confianza en
Dios, uniendo asimismo un estilo de vida
sobrio y un desprendimiento de los
bienes materiales.
En Francisco el amor a Cristo se
expresó de modo especial en la adoración
del Santísimo Sacramento de la
Eucaristía. En las Fuentes
franciscanas se leen expresiones
conmovedoras, como esta: "¡Tiemble el
hombre todo entero, estremézcase el
mundo todo y exulte el cielo cuando
Cristo, el Hijo de Dios vivo, se
encuentra sobre el altar en manos del
sacerdote! ¡Oh celsitud admirable y
condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime
humildad, oh humilde sublimidad: que el
Señor del mundo universo, Dios e Hijo de
Dios, se humilla hasta el punto de
esconderse, para nuestra salvación, bajo
una pequeña forma de pan!" (Francisco de
Asís, Escritos, Editrici
Francescane, Padua 2002, p. 401).
En este
Año sacerdotal
me complace recordar también una
recomendación que Francisco dirigió a
los sacerdotes: "Siempre que quieran
celebrar la misa ofrezcan purificados,
con pureza y reverencia, el verdadero
sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre
de nuestro Señor Jesucristo" (ib.,
399). Francisco siempre mostraba una
gran deferencia hacia los sacerdotes, y
recomendaba que se les respetara
siempre, incluso en el caso de que
personalmente fueran poco dignos. Como
motivación de este profundo respeto
señalaba el hecho de que han recibido el
don de consagrar la Eucaristía. Queridos
hermanos en el sacerdocio, no olvidemos
nunca esta enseñanza: la santidad de la
Eucaristía nos pide ser puros, vivir de
modo coherente con el Misterio que
celebramos.
Del amor a Cristo nace el amor hacia
las personas y también hacia todas las
criaturas de Dios. Este es otro rasgo
característico de la espiritualidad de
Francisco: el sentido de la fraternidad
universal y el amor a la creación, que
le inspiró el célebre Cántico de las
criaturas. Es un mensaje muy actual.
Como recordé en mi reciente encíclica
Caritas in
veritate, sólo es
sostenible un desarrollo que respete la
creación y que no perjudique el medio
ambiente (cf. nn.
48-52),
y en el
Mensaje para la
Jornada mundial de la paz
de este año subrayé que también
la construcción de una paz sólida está
vinculada al respeto de la creación.
Francisco nos recuerda que en la
creación se despliega la sabiduría y la
benevolencia del Creador. Él entiende la
naturaleza como un lenguaje en el que
Dios habla con nosotros, en el que la
realidad se vuelve transparente y
podemos hablar de Dios y con
Dios.
Querido amigos, Francisco fue un gran
santo y un hombre alegre. Su sencillez,
su humildad, su fe, su amor a Cristo, su
bondad con todo hombre y toda mujer lo
hicieron alegre en cualquier situación.
En efecto, entre la santidad y la
alegría existe una relación íntima e
indisoluble. Un escritor francés dijo
que en el mundo sólo existe una
tristeza: la de no ser santos, es decir,
no estar cerca de Dios. Mirando el
testimonio de san Francisco,
comprendemos que el secreto de la
verdadera felicidad es precisamente:
llegar a ser santos, cercanos a Dios.
Que la Virgen, a la que Francisco amó
tiernamente, nos obtenga este don. Nos
encomendamos a ella con las mismas
palabras del "Poverello" de Asís: "Santa
Virgen María, no ha nacido en el mundo
entre las mujeres ninguna semejante a
ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo
y Padre celestial, Madre de nuestro
santísimo Señor Jesucristo, esposa del
Espíritu Santo: ruega por nosotros...
ante tu santísimo Hijo amado, Señor y
maestro" (Francisco de Asís,
Escritos, 163). |