Los escritos de santa Clara nos muestran un camino
de vida ascética compartido con Francisco, pero con
elementos afectivos y emotivos originales. Las
intuiciones navideñas de Clara son muchas y están
relacionadas, sobre todo, con María, contemplada desde
el punto de vista de la maternidad y la pobreza. En su
Regla encontramos expresiones como esta: “Y por amor del
Niño santísimo, envuelto en pobres pañitos y recostado
en el pesebre, y de su santísima Madre, amonesto y ruego
y exhorto a mis hermanas a vestir siempre ropas viles”
(cap. 2), que recuerdan las consignas que el Pobrecillo
dejó a Clara y a sus hermanas: “Yo, fray Francisco
pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo
Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre” (cap.
6). La altísima pobreza en el radicalismo evangélico de
Clara mira siempre a la pobreza de María: “Adhiriendo
totalmente a ella, amadísimas hermanas, no queráis tener
nada más bajo el cielo, por amor de nuestro Señor
Jesucristo y de su santísima Madre” (cap. 8). La Regla
concluye con este consejo, de evidente sabor navideño:
“firmes en la fe católica, observemos perpetuamente la
pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su
santísima Madre, y el santo Evangelio, como firmemente
prometimos. Amén” (cap. 12).
Las Cartas de Santa Clara a Inés de Praga rebosan
afectividad, sobre todo en lo referente al misterio
navideño: “Abrázate a su dulcísima Madre, la cual
engendró a un Hijo tal que los cielos no pueden contener
y, sin embargo, ella lo acogió en el pequeño claustro de
su santo vientre y lo llevó en su seno virginal” (carta
3). Clara, que ha descubierto en sí misma el gran
milagro y gozo de la maternidad espiritual, puede
exhortar a Inés: “Del mismo modo, pues, que la gloriosa
Virgen de las vírgenes llevó a Cristo materialmente en
su vientre, tú también, siguiendo sus huellas,
especialmente de la humildad y pobreza de él, sin duda
alguna puedes siempre llevarlo espiritualmente en tu
cuerpo casto y virginal. Y llevarás en ti a Aquel que
sostiene a todas las criaturas, y poseerás el bien más
duradero y definitivo en comparación con todas las demás
posesiones pasajeras de este mundo” (carta 3).
Hay gran atrevimiento teológico en las expresiones
de Clara, que recuerdan a algunas de las que de
Francisco en su Carta a todos los creyentes, cuando les
propone ser “esposos, hermanos y madres de nuestro Señor
Jesucristo”, explicando que “somos madres cuando lo
llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y
por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por
las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de
otros”.
Se recuerda en la Leyenda o Vida de santa Clara cómo
ella exhortaba a sus compañeras “a conformarse en su
pequeño nido de pobreza a Cristo pobre, a quien la Madre
pobrecilla colocó pequeñito en un angosto pesebre. Y
este recuerdo especial, casi como joya de oro, lleva
siempre escrito en el pecho, para que el polvo de las
cosas de la tierra no encuentren por donde entrar” (n.
13).
Por eso no es extraño que sucediera lo que ocurrió
la noche de Navidad de 1252. La noticia es segura, pues
lo contaron sus mismas compañeras en el Proceso de
Canonización, unos meses después de su muerte: “narraba
también la citada madonna Clara como, en la pasada noche
de la Navidad del Señor, al no poder ella levantarse del
lecho para entrar en la capilla, por su grave
enfermedad, las hermanas fueron todas a maitines como
solían, dejándola sola. Entonces dicha señora dijo
suspirando: ‘Oh Señor Dios, mira cómo me han dejado sola
contigo en este lugar’. Entonces inmediatamente empezó a
oír los órganos y responsorios y todo el oficio de los
frailes de la iglesia de san Francisco (en Asís), como
si hubiese estado allá presente” (Testimonio de sor
Felipa de messer Leonardo de Gislerio). La sobrina de
Clara, sor Amada de messer Martín de Coccorano añade
“que ella oyó a dicha madonna Clara que aquella noche de
la Navidad del Señor vio también el pesebre de nuestro
Señor Jesucristo”. Y sor Balbina, hermana de sor Amada,
después de repetir que Clara “oyò maitines y los demás
oficios divinos que se hacían aquella noche en la
iglesia de san Francisco, como si hubiese estado allí
presente”, agrega las palabras que diría más tarde a sus
compañeras: “Vosotras me dejasteis aquí sola, yendo a la
capilla a oír maitines, pero el Señor me ha dado buena
satisfacción, porque no podía levantarme del lecho”.
Al testimonio de las hermanas dió forma literaria el
autor de la Leyenda o Vida de santa Clara: “Y he aquí
que, de repente, empezó a resonar en sus oídos el
maravilloso concierto que se hacía en la iglesia de san
Francisco. Oía a los frailes salmodiar con júbilo,
seguía la armonía de los cantores, percibía incluso el
sonido de los instrumentos”. Admirado de tal prodigio,
porque “el lugar no estaba tan cerca como para permitir
humanamente la percepción de aquellos sonidos” (son más
de dos quilómetros), el autor, tal vez fray Tomás de
Celano, sólo encuentra dos explicaciones posibles: “o
aquella celebración solemne fue divinamente hecha tan
sonora que llegó a alcanzarla, o su oído, o su oído fue
reforzado más allá de toda humana posibilidad”. Y
concluye: “es más, algo que supera este prodigio del
oído: ella fue digna de ver incluso el pesebre del
Señor” (n. 29).
Más tardía, pero más popular y conocida, es la
versión de las Florecillas de san Francisco (c. 35),
donde es el mismo Jesucristo, “su esposo” quien “la hizo
llevar milagrosamente a la iglesia de san Francisco y
estar en todo el oficio de maitines y de la misa de
medianoche y, además de esto, recibir la santa comunión
y luego devolverla a su lecho”. El relato enriquece
además el diálogo de Clara con sus compañeras, después
de la visión: “Regresando las monjas a santa Clara,
después del oficio en san Damián, le dijeron: ‘Oh madre
nuestra hermana Clara, ¡qué gran consuelo hemos tenido
en esta santa Navidad! ¡Hubiese querido Dios que
estuvieras con nosotras!’ Y santa Clara respondió:
‘Gracias y alabanza doy a nuestro Señor Jesucristo
bendito, hermanas mías e hijas amadísimas, porque, con
mucho consuelo de mi alma, yo he estado en cada
solemnidad de esta santa noche y mayores que aquellas a
las que vosotras habéis asistido. Porque por mediación
del padre mío san Francisco y por la gracia de nuestro
Señor Jesucristo he estado presente en la iglesia del
venerable padre mío san Francisco y con mis oídos del
cuerpo y mentales he oído todo el oficio y el sonar de
los órganos que allí se ha hecho y allí mismo he tomado
la comunión. Por tanto, alegraos y dad gracias a Dios
por tanta gracia que me ha hecho”.
Esta última Navidad de Clara es el colofón natural
de una vida transcurrida en la contemplación del Cristo
encarnado, en el más genuino espíritu franciscano. Unos
años antes, en los días del Triduo Pascual, a Clara
enferma se le dio contemplar al vivo la pasión y
crucifixión de Cristo, ininterrumpidamente, desde la
noche del jueves santo hasta la madrugada del sábado.
Ahora la enfermedad tampoco le impide participar en el
gozo festivo de los frailes del Sacro Convento de Asís y
de los fieles asisanos, la noche Navidad. No es extraño,
pues, que el papa Pío XII, el 14 de febrero de 1958, con
el breve “Clarius explendescit”, la declarase patrona de
la televisión, ese nuevo adelanto tecnológico que
permite a tantos enfermos e impedidos seguir desde sus
casas no sólo las noticias del mundo y tantos
espectáculos profanos, sino también la celebración de la
misa y otros acontecimientos y programas de contenido
religioso. Nosotros, sin embargo, nos quedamos, sobre
todo, con el amor de Clara –su pasión- por Cristo
encarnado. Igual que ella, debemos contemplar, más con
los ojos de la mente que con los del cuerpo, el gran
misterio del amor y la humildad de Dios, hecho niño por
nosotros y nacido pobre de una Virgen pobrecilla, en un
pobre pesebre, lugar donde comen los animales, casi como
ofreciéndose a todos nosotros como el único alimento
incontaminado que da la vida al mundo.
Fray Tomás Gálvez -
Fratefrancesco.org
Regresar
|