Queridas religiosas de vida contemplativa:
1. Hace ochocientos años nacía Clara de Asís en el
seno de la familia del noble Favarone de Offreduccio.
Esta mujer nueva, como han escrito refiriéndose a
ella en una carta reciente los ministros generales de
las familias franciscanas, vivió como una pequeña planta
a la sombra de san Francisco, que la condujo a las cimas
de la perfección cristiana. La celebración de esta
criatura verdaderamente evangélica quiere ser, sobre
todo, una invitación al redescubrimiento de la
contemplación, de ese itinerario espiritual del que sólo
los místicos tienen una experiencia profunda. Quien lee
su antigua biografía y sus escritos -la Forma de vida,
el Testamento y las cuatro cartas que se han conservado
de las muchas dirigidas a santa Inés de Praga- penetra
hasta tal punto en el misterio de Dios, uno y trino, y
de Cristo, Verbo encarnado, que permanece casi
deslumbrado. Esos escritos están tan marcados por el
amor que en ella suscitó el mirar ardorosa y
prolongadamente a Cristo, el Señor, que no es fácil
referir lo que sólo un corazón de mujer pudo
experimentar.
2. El itinerario contemplativo de Clara, que se
concluirá con la visión del "Rey de la gloria" (Proc.
IV, 19), comienza precisamente con su entrega total al
Espíritu del Señor, como hizo María en la Anunciación.
Es decir, comienza con el espíritu de pobreza (cf. Lc 1,
48) que no deja nada en ella, salvo la simplicidad de su
mirada fija en Dios.
Para Clara la pobreza -tan amada y citada en sus
escritos- es la riqueza del alma que, despojada de sus
bienes propios, se abre al "Espíritu del Señor y a su
santa obra" (cf. Reg. S. Cl. X, 10), como un recipiente
vacío en el que Dios puede derramar la abundancia de sus
dones. El paralelismo entre María y Clara aparece en el
primer escrito de san Francisco, en la Forma vivendi
dada a Clara: "Por inspiración divina os habéis hecho
hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre
celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo,
eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio"
(Forma vivendi, en Reg. S. Cl. VI, 3).
A Clara y sus hermanas se las llama esposas del
Espíritu Santo: término inusitado en la historia de la
Iglesia, donde la religiosa, la monja siempre es
calificada como esposa de Cristo. Pero resuenan aquí
algunos términos del relato lucano de la Anunciación
(cf. Lc 1, 26-38), que se transforman en palabras-clave
para expresar la experiencia de Clara: el Altísimo, el
Espíritu Santo, el Hijo de Dios, la sierva del Señor, y,
en fin, el cubrir con su sombra, que para Clara es la
velación, cuando sus cabellos, cortados, caen a los pies
del altar de la Virgen María en la Porciúncula, "casi
delante del tálamo nupcial" (cf. Ley. S. Cl. 8).
3. La obra del Espíritu del Señor, que se nos dona
en el bautismo, consiste en reproducir en el cristiano
el rostro del Hijo de Dios. En la soledad y el silencio,
que Clara elige como forma de vida para ella misma y
para sus hermanas entre las paredes paupérrimas de su
monasterio, a mitad de camino entre Asís y la
Porciúncula, se disipa la cortina de humo de las
palabras y las cosas terrenas, y se hace realidad la
comunión con Dios: amor que nace y se entrega.
Clara, tras contemplar en la oración al Niño de Belén,
exhorta con las siguientes palabras:
"Dado que esta visión de él es esplendor de la
gloria eterna, fulgor de la luz perenne y espejo sin
mancha, lleva cada día tu alma a este espejo... Mira la
pobreza de aquel que fue recostado en un pesebre y
envuelto en pobres pañales. ¡Oh admirable humildad y
pobreza, que produce asombro! ¡El Rey de los ángeles, el
Señor del cielo y de la tierra, está recostado en un
pesebre!" (Cartas IV, 14.19-21).
Ni siquiera se da cuenta de que también su seno de
virgen consagrada y de "virgen pobrecilla" unida a
"Cristo pobre" (cf. Cartas II, 18) se convierte, por
medio de la contemplación y la transformación, en cuna
del Hijo de Dios (Proc. IX, 4). En un momento de gran
peligro, cuando el monasterio está a punto de caer en
manos de las tropas sarracenas reclutadas por el
emperador Federico II, la voz de este Niño, desde la
Eucaristía, la tranquiliza: "¡Yo os protegeré siempre!"
(Ley. S. Cl. 22).
La noche de Navidad de 1252, el Niño Jesús
transporta a Clara lejos de su lecho de enferma, y el
amor, que carece de lugar y tiempo, la envuelve en una
experiencia mística que la introduce en el profundidad
infinita de Dios.
4. Si Catalina de Siena es la santa llena de pasión
por la sangre de Cristo; si Teresa la Grande es la mujer
que va de "morada" en "morada" hasta llegar al umbral
del gran Rey en el Castillo interior; y si Teresa del
Niño Jesús es la que recorre con sencillez evangélica el
caminito, Clara es la amante apasionada del Crucificado
pobre, con quien quiere identificarse totalmente.
En una de sus cartas se expresa de la siguiente
manera: "Mira que él por ti se ha hecho objeto de
desprecio, y sigue su ejemplo, haciéndote, por amor
suyo, despreciable en este mundo. Mira... a tu Esposo,
el más hermoso de entre los hijos de los hombres, que
por tu salvación se hizo el más vil de los hombres,
despreciado, maltratado y flagelado repetidamente en
todo el cuerpo, e incluso agonizante entre los dolores
más terribles en la cruz. Medita, contempla y trata de
imitarlo. Si con él sufres, con él reinarás; si con él
lloras, con él gozarás; si con él mueres en la cruz de
la tribulación, poseerás con él las moradas celestiales
en el esplendor de los santos, y tu nombre quedará
escrito en el Libro de la vida..." (Cartas II, 19-22).
Clara, que ingresó en el monasterio cuando tenía
apenas 18 años, muere allí a los 59, tras una vida de
sufrimientos, oración constante, austeridad y
penitencia. Por este deseo ardiente del Crucificado
pobre nada le pesará jamás, hasta el punto de que, ya
agonizante, dijo a fray Reinaldo, que la asistía "en el
largo martirio de tan graves enfermedades"...: "Desde
que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de
su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado
molesta y ninguna penitencia, gravosa; ninguna
enfermedad me ha resultado dura, hermano querido" (Ley.
S. Cl. 44).
5. Pero Cristo, al sufrir en la cruz, también
refleja la gloria del Padre y atrae hacia sí en su
Pascua a quien lo ha amado hasta compartir sus
sufrimientos por amor.
La frágil joven de 18 años que, al huir de su casa
la noche del domingo de Ramos del año 1212, se lanza sin
titubear a esa nueva experiencia, creyendo sólo en el
Evangelio que le indicó Francisco, completamente
sumergida con los ojos del rostro y con los del corazón
en el Cristo pobre y crucificado, experimenta esta unión
que la transforma: "Coloca tus ojos -escribe a Inés de
Praga- ante el espejo de la eternidad, coloca tu alma en
el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en aquel
que es figura de la sustancia divina y transfórmate
totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen
de su divinidad. Entonces también tú experimentarás lo
que está reservado únicamente a sus amigos, y gustarás
la dulzura secreta que Dios mismo ha reservado desde el
inicio a los que lo aman. Sin conceder ni siquiera una
mirada a las seducciones, que en este mundo falaz y
agitado tienden lazos a los ciegos para atraer hacia
ellas su corazón, con todo tu ser ama a aquel que por tu
amor se entregó" (Cartas III, 12-15).
Entonces el duro tálamo de la cruz se convierte en
el dulce tálamo de boda y la recluida para siempre por
amor encuentra los tonos más apasionados de la Esposa
del cántico: "¡Atráeme hacia ti, oh Esposo celestial!...
Correré sin cansarme jamás, hasta que me introduzcas en
tu celda" (Cartas IV, 30-32).
Encerrada en el monasterio de San Damián, en una
vida marcada por la pobreza, el cansancio, la
tribulación y la enfermedad, pero también por una
comunión fraterna tan intensa que, en el lenguaje de la
Forma de vida, recibe el nombre de "santa unidad" (Bula
inicial, 18: FF 2.749), Clara siente la alegría más pura
que se haya concedido experimentar a una criatura: la de
vivir en Cristo la unión perfecta de las tres Personas
divinas, entrando casi en la el circuito inefable del
amor trinitario.
6. La vida de Clara, bajo la guía de Francisco, no
fue una vida eremítica, aunque fue contemplativa y de
clausura. Alrededor de ella, que quería vivir como las
aves del cielo y los lirios del campo (Mt 6, 26. 28), se
reunió un primer núcleo de hermanas, contentas sólo con
Dios. Esta pequeña grey, que rápidamente fue aumentando
-en agosto de 1228 los monasterios de las clarisas eran
al menos 25 (cf. Cartas del cardenal Reinaldo: AFH 5,
1912, pp. 444-446)- no alimentaba ningún temor (cf. Lc
12, 32): la fe era para ellas motivo de tranquilidad y
seguridad frente a todo peligro. Clara y las hermanas
tenían un corazón tan grande como el mundo: como
contemplativas, intercedían por toda la humanidad. Como
almas sensibles a los problemas cotidianos de cada uno,
sabían hacerse cargo de toda aflicción: no había ninguna
preocupación, ningún sufrimiento, ninguna angustia o
desesperación ajena que no hallara eco en su corazón de
mujeres entregadas a la oración. Clara lloró y suplicó
al Señor por la amada ciudad de Asís, asediada por las
tropas de Vitale di Aversa, y logró que la ciudad fuera
librada de la guerra. Oraba todos los días por los
enfermos y muchas veces los curaba con el signo de la
cruz. Persuadida de que sólo tiene vida apostólica quien
se sumerge en el pecho desgarrado de Cristo crucificado,
escribía a Inés de Praga con las palabras de san Pablo:
"Te considero colaboradora de Dios mismo (Rm 16, 3) y
apoyo de los miembros débiles y vacilantes de su Cuerpo
inefable" (Cartas III, 8.
7. También gracias a un tipo de iconografía que tuvo
mucho éxito a partir del siglo XVII, a Clara de Asís se
la representa a menudo con el ostensorio en la mano. El
gesto recuerda, aunque en una actitud más solemne, la
realidad humilde de esta mujer que, ya muy enferma, se
postraba, sostenida por dos hermanas, ante el
tabernáculo de plata que contenía la Eucaristía (cf. Ley
S. Cl. 21), colocado delante de la puerta del
refectorio, donde estaba a punto de irrumpir la furia de
las tropas del emperador. Clara vivía de ese pan,
aunque, según las costumbres de su tiempo, sólo lo podía
recibir siete veces al año. En el lecho de su enfermedad
bordaba corporales y los mandaba a las iglesias pobres
del valle de Espoleto.
En realidad, toda la vida de Clara era una
eucaristía, porque -al igual que Francisco- elevaba
desde su clausura una continua acción de gracias a Dios
con la oración, la alabanza, la súplica, la intercesión,
el llanto, el ofrecimiento y el sacrificio. Acogía y
ofrecía todo al Padre en unión con la infinita acción de
gracias del Hijo unigénito, niño, crucificado,
resucitado y vivo a la derecha del Padre.
Queridas hermanas, en este aniversario jubilar, la
atención de toda la Iglesia se dirige con mayor interés
a la figura luminosa de vuestra madre amadísima. Vuestra
mirada debe fijarse en ella con mayor fervor, a fin de
que su ejemplo os estimule a intensificar vuestra
correspondencia a las gracias del Señor, mediante la
entrega diaria a ese compromiso de vida contemplativa,
de la que la Iglesia obtiene tanta fuerza para su acción
misionera en el mundo de hoy.
Cristo, nuestro Señor, sea vuestra luz y la alegría
de vuestro corazón.
Con estos deseos, en señal de afecto profundo, os
imparto a todas una especial bendición apostólica.
Dado en el Vaticano, el 11 de agosto -memoria
litúrgica de santa Clara de Asís-, de 1993, décimo
quinto año de mi pontificado.
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