Bula de canonización de santa Clara

Alejandro IV - 26 de septiembre de 1255

   
   

 

Alejandro, obispo, siervo de los siervos de Dios, a todos los venerables hermanos arzobispos y obispos establecidos en el reino de Francia: salud y apostólica bendición.


Elogio de la "claridad" Clara

Clara, preclara en claros méritos, brilla clara en el cielo con claridad de insigne gloria, y con esplendor y sublimes milagros en la tierra. Brilla aquí abajo la estricta y excelsa religión de Clara, irradia en lo alto la abundancia de su premio eterno y su poder deslumbra a los mortales con magníficos signos.

Esta Clara fue diplomada aquí con el privilegio de la máxima pobreza; en el cielo la recompensan con abundancia de inestimables riquezas; y los fieles católicos le rinden el más alto honor, con devoción cumplida.

Aquí, sus obras luminosas hicieron brillar a Clara. La plenitud de la luz divina la ilumina en las alturas. Sus espléndidos prodigios la esclarecen admirablemente ante el pueblo cristiano.
¡Oh Clara!, dotada de tantos y tales títulos de claridad. Fuiste clara de verdad antes de la conversión, más clara desde aquella hora, preclara en tu vida claustral y, finalmente, clarísima, una vez apagada tu vida en el tiempo.

A nuestro tiempo se le mostró en Clara un claro espejo de conducta; en el jardín celeste ella aporta el delicado lirio de la virginidad; por ella, en la tierra experimentamos la ayuda de los auxilios divinos.

¡Oh admirable y dichosa claridad de Clara! ¡Cuanto más es el amor y la atención con que se estudia esta claridad en los hechos concretos, tanto más luminosa la descubrimos en cada uno!

Brilló cuando vivía en el mundo, resplandeció aún más en la vida religiosa, en su hogar fue un rayo de luz, en el claustro, fulgor resplandeciente. Brilló en vida, resplandece radiante tras la muerte. Fue clara en la tierra, y en el cielo inmensa claridad.
¡Cuán viva es la fuerza de esta luz, y qué vehemente su claridad! Mas esta luz permanecía cerrada en el secreto de la clausura, e irradiaba fuera destellos luminosos; se recluía en el estrecho cenobio, y se difundía por todo el mundo. Se recogía dentro y se extendía fuera. Porque Clara moraba oculta, mas su conducta era notoria. Clara callaba, mas su fama era un clamor. Se recataba en su celda, mientras su nombre y su vida se pronunciaban en las ciudades.

Y no es extraño, pues una lámpara tan inflamada, tan reluciente, no podía quedar oculta sin iluminar y dar clara luz en la casa del Señor. Ni podía ocultarse un vaso de tales esencias sin emanar aromas, llenando de suave fragancia la casa del Señor. Es más, rompiendo en el angosto encierro de su celda el alabastro de su cuerpo, inundaba con los aromas de su santidad todo el edificio de la Iglesia.


Infancia y conversión

Siendo niña aún en la vida seglar, desde su más tierna edad buscó la manera de atravesar por un sendero de pureza este mundo frágil e impuro. Guardando el precioso tesoro de su virginidad con intacto pudor, se dedicaba asiduamente a obras de caridad y de piedad, de modo que su fama se extendía, agradable y digna de elogio, entre vecinos y extraños. Hasta que San Francisco, oyendo alabar su virtud, se puso a exhortarla, dirigiéndola al servicio perfecto de Cristo.

Y ella, siguiendo con diligencia sus santos consejos, deseosa ya de renunciar del todo al mundo y a los bienes de la tierra, para servir al Señor en pobreza voluntaria, puso en práctica enseguida su ardiente deseo. Y, por último, enajenó todos sus bienes y los repartió en favor de los pobres, para emplear en limosna, por amor de Dios, todas sus pertenencias.

Deseando luego retirarse del ruido del mundo, huyó a una iglesia rural, donde el mismo San Francisco le hizo la sacra tonsura. De allí se refugió luego en otra iglesia. Sucedió allí que, al querer llevársela con ellos sus parientes, ella resistió con fortaleza y constancia; se abrazó enseguida al altar y, sin soltar los manteles, descubrió ante ellos su cabeza rapada, para que viesen que no podía permitir que la arrancaran de servir a Cristo, habiéndose desposado, de todo corazón, con Cristo.

Por último, el mismo San Francisco la condujo a la Iglesia de San Damián, en las afueras de Asís, donde ella nació. Allí el Señor, deseoso de amor y culto perseverante a su nombre, le asoció muchas compañeras.

Aquí tuvo su saludable origen la noble y santa Orden de San Damián, extendida ya por todo el orbe. Aquí Clara, animada por el mismo San Francisco, dió comienzo y auge a esta nueva observancia. Ella fue el primero y seguro fundamento de esta excelsa vida religiosa, la piedra angular este encumbrado edificio.

Noble por su estirpe y más noble por su conducta, bajo esta regla de admirable santidad, mantuvo la virginidad que ya antes había guardado. Después, también su madre, llamada Hortelana -mujer entregada a obras de piedad-, siguió los pasos de su hija, profesó devotamente la vida religiosa en esta religión, y en ella acabó felizmente sus dias la muy hábil hortelana, que produjo tal planta en el huerto del Señor. Unos años después, la dichosa Clara, cediendo a las insistencias de San Francisco, aceptó el gobierno del monasterio y de las hermanas.


Virtudes y santidad de vida en el monasterio

Ella fue el árbol alto y esbelto, de ramas frondosas, que produjo frutos suaves de vida religiosa en el campo de la Iglesia, y a cuya sombra amena y deliciosa acudían en tropel de todas partes, y aún acuden hoy, muchas almas engendradas en la fe, a saborear tan dulce fruto.

Ella fue la mujer nueva del valle de Espoleto, que nos ha alumbrado una nueva fuente de agua vital, para refrigerio y beneficio de las almas; agua que, dividiéndose en arroyuelos por el campo de la Iglesia, ha hecho próspero el plantío religioso.

Ella fue el candelabro cimero de santidad que alumbra con vivacidad en el tabernáculo del Señor, a cuya luz esplendorosa acudieron, y aún se apresuran a venir muchas almas, a encender sus lámparas en esa llama.

Ella, ciertamente, plantó y cultivó en el campo de la fe la viña de la pobreza, donde se recogen frutos pingües y abundantes de salvación.

Ella dispuso en la heredad de la Iglesia su huerto de humildad, adornado de toda clase de pobrezas, donde florece abundantemente toda virtud.

Ella levantó en la ciudadela de la vida religiosa una fortaleza de estricta abstinencia, donde se suministra abundante comida de manjares espirituales.

Ella fue primicia de los pobres, guía de los humildes, maestra de los castos y abadesa de las penitentes.

Ella gobernó su monasterio y la familia que se le encomendó con toda discreción y diligencia, en el temor y servicio del Señor y en la perfecta observancia de la Orden:.

Vigilante en el deber, hacendosa en sus oficios, cauta en el exhortar, amorosa al amonestar, moderada en el corregir, con mesura en el mando, admirablemente compasiva, discreta en sus silencios, sensata en el hablar y hábil en todo lo relativo al buen gobierno, prefería servir antes que mandar, y honrar a las demás, antes que ser honrada.

Este estilo de vida era, para las demás, enseñanza y escuela de sabiduría. En este libro de vida aprendieron su regla de conducta, en este espejo de vida se miraron, para conocer el sendero de la vida.

Estaba, sí, con el cuerpo en la tierra, mas con el alma moraba en el cielo. Vaso de humildad, joyero de castidad, ardor de caridad, dulzor de bondad, vigor de paciencia, lazo de paz y comunión de familiaridad, afable en la conversación, dulce en la acción y en todo y siempre amable y agradable.

Y como quiera que uno se hace más fuerte cuando más domina a su enemigo, Clara, con el fin de vigorizar su espíritu abatiendo la fuerza de la carne, tenía por lecho el suelo desnudo o, a veces, unos duros sarmientos, y un duro leño como almohada para reclinar la cabeza. Se contentaba con una sola túnica y capotillo de paño basto, vil, áspero y vulgar. Con esta humilde indumentaria cubría su cuerpo, ciñendo, a veces, su carne desnuda con un áspero cilicio, tejido de cordelillos de crines de caballo.

Parca en el comer y sobria en el beber, era tal la austeridad de su abstinencia, que por mucho tiempo, tres días a la semana -lunes, miércoles y viernes- no probaba alimento; y aún los demás días lo reducía tanto, que sus compañeras se admiraban de que pudiera subsistir con un rigor tan excesivo.

Dada también a frecuentes vigilias y oraciones, dedicaba primordialmente a ello las horas del día y de la noche.

Aquejada, por último, de prolijas dolencias que no le permitían levantarse por sí misma para las ocupaciones domésticas, se incorporaba con ayuda de las hermanas y, recostada sobre almohadones, trabajaba con sus manos, a fin de no permanecer ociosa ni siquiera en las enfermedades. De ese modo consiguió que, de la tela de lino fruto amoroso de su labor y arte, se hicieran muchos corporales para el sacrificio del altar, y que los repartieran a distintas iglesias del valle y de los montes de Asís.

Amante singular y celosa cultivadora de la pobreza, tanto arraigó en su alma esta virtud, tanto se dejó llevar por el anhelo de poseerla, que la amó cada vez más firmemente, la abrazaba cada día con más ardor y jamás se separó por nada del mundo de su estrecho y gozoso abrazo. Y jamás nadie, de ningún modo, pudo convencerla para que aceptara que su monasterio tuviese alguna propiedad, por más que el papa Gregorio (IX) de grato recuerdo, predecesor nuestro, que deseaba abastecer al monasterio de lo necesario, estuviese dispuesto a dotarlo de posesiones suficientes y adecuadas para el sustento de las hermanas.


milagros, antes y después de su muerte

Y en verdad, puesto que una luz grande y clarísima no se puede ocultar sin que difunda su claridad, así la fuerza de su santidad resplandeció, aún en vida, con muchos y variados milagros.

En efecto, a una de las hermanas de su monasterio le devolvió la voz que había perdido casi completamente mucho tiempo antes. A otra, totalmente privada del uso de la lengua, la hizo capaz de hablar.

A otra le abrió al oído una oreja aquejada de sordera. Con una simple señal de la cruz curó a otra de la fiebre, a otra hinchada de hidropesía, a otra llagada con una fístula y a muchas otras oprimidas por diferentes males. Y curó a un fraile de la Orden de los Menores, enfermo de locura.

Una vez faltó completamente el aceite en el monasterio, y ella mandó llamar al fraile encargado de pedir limosna para el monasterio, tomó una pequeña vasija y, después de lavarla, la dejó, vacía, en la puerta del monasterio, para que el fraile la llevase consigo, para pedir aceite. Mas, cuando dicho fraile fue a cogerla, la encontró llena de aceite, concedido por gracia de la caridad divina.

Y también, otro día que no había más que medio pan para la comida de las hermanas, mandò que lo cortaran en trozos ylo dieran a las hermanas. Mas Aquél que es el pan vivo y da de comer a los hambrientos, lo multiplicó de tal manera entre las manos de la que lo desmenuzaba, que resultaron cincuenta trozos abundantes, que se repartieron entre las hermanas, que ya estaban sentadas a la mesa.

Por esos y otros admirables prodigios manifestó, aún en vida, la excelencia de sus méritos. Cuando ya se encontraba en las últimas, vieron entrar en el lugar donde yacía la sierva de Cristo una resplandeciente multitud de vírgenes santas adornadas con expléndidas coronas, entre las cuales una más majestuosa y bella que las demás. Llegaron hasta su lecho y, rodeándola, casi le dieron, con premuroso cuidado, alivio y consuelo.

Después de su muerte llevaron a su sepultura a un enfermo de mal pasajero, que no podía caminar, por la contracción de una pierna; y su pierna dió un sonoro chasquido allí delante, y quedó curado de ambos males.

Se vieron a personas con la espalda doblada, agarrotadas por la enfermedad, y a dementes furiosos, presa de ataques de locura, recuperar completamente la salud ante el sepulcro de Clara.

Uno que había perdido el uso de la mano derecha por un fuerte golpe recibido, hasta el punto de no poderla utilizar para nada, se curó completamente por los méritos de la Santa, recuperando su mano como la tenía antes.

Otro que había perdido la vista y estaba ciego desde hacía mucho tiempo, vino a la sepultura en compañía de otro, recuperó la visión y regresó sin necesidad de que lo guiaran.
Por estos hechos y admirables milagros, y por muchísimos más, esta dichosa virgen difundió luminosa claridad, de modo que se vio cumplida en ella aquella profecía que su madre oyó, según se dice, mientras rezaba, estando encinta de ella: que de ella nacería una luz tan grande que iluminaría todo el universo.


Canonización, fiesta e indulgencias

Alégrese, pues, la madre Iglesia, que ha engendrado y formado a tal hija, madre fecunda de virtudes, que ha engendrado con sus ejemplos a una multitud de alumnas para la vida religiosa y las ha formado a la perfección, en el santo servicio de Cristo. Se alegre también el pueblo fiel y devoto, porque el Señor y rey de los cielos ha introducido, con tanta gloria, en su altísimo y resplandeciente palacio, a su hermana y compañera, que él se eligió como esposa. Así como saltan de júbilo los coros de los santos, al celebrarse en su patria celestial las nuevas nupcias de la esposa del Rey.

Ahora, porque conviene que una virgen de Dios exaltada en el cielo sea venerada en la tierra, por la Iglesia universal, puesto que, tras una diligente y atenta investigación y examen riguroso de la santidad de su vida y de sus milagros, aunque sus claras gestas son ya bien conocidas en regiones de cerca y lejanas, Nos, con el consejo y el asentimiento común de nuestros hermanos y de todos los prelados que se encuentran actualmente en la Sede apostólica, fiados en la omnipotencia divina, con la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra, determinamos inscribirla en el catálogo de las vírgenes santas.

Por tanto, os lo anunciamos a todos vosotros y os exhortamos expresamente, mediante estas cartas apostólicas, a celebrar con toda devoción y solemnidad la fiesta de esta virgen el 12 de agosto, y a mandar que la celebren vuestros fieles con la misma devoción, a fin de que podáis merecer tenerla ante Dios como vuestra buena y solícita protectora.

Y Nos, por la misericordia de Dios todopoderoso, confiando en la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, para que la multitud del pueblo cristiano acuda a su venerable sepulcro con más ardor y más numerosos, y su fiesta se celebre con mayor afluencia de gente, concedemos para cada año la indulgencia de un año y cuarenta días a todos aquellos que con humildad y devoción, bien contritos y confesados, se acerquen al sepulcro de esta virgen el día de su fiesta o también dentro de la octava, para pedir su protección.
Dado en Anagni el 26 de septiembre, en el año primero (1255) de nuestro pontificado”.

 

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