Alejandro, obispo, siervo de los siervos de Dios,
a todos los venerables hermanos arzobispos y obispos
establecidos en el reino de Francia: salud y apostólica
bendición.
Elogio de la "claridad" Clara
Clara, preclara en claros méritos, brilla clara en
el cielo con claridad de insigne gloria, y con esplendor
y sublimes milagros en la tierra. Brilla aquí abajo la
estricta y excelsa religión de Clara, irradia en lo alto
la abundancia de su premio eterno y su poder deslumbra a
los mortales con magníficos signos.
Esta Clara fue diplomada aquí con el privilegio de
la máxima pobreza; en el cielo la recompensan con
abundancia de inestimables riquezas; y los fieles
católicos le rinden el más alto honor, con devoción
cumplida.
Aquí, sus obras luminosas hicieron brillar a Clara.
La plenitud de la luz divina la ilumina en las alturas.
Sus espléndidos prodigios la esclarecen admirablemente
ante el pueblo cristiano.
¡Oh Clara!, dotada de tantos y tales títulos de
claridad. Fuiste clara de verdad antes de la conversión,
más clara desde aquella hora, preclara en tu vida
claustral y, finalmente, clarísima, una vez apagada tu
vida en el tiempo.
A nuestro tiempo se le mostró en Clara un claro
espejo de conducta; en el jardín celeste ella aporta el
delicado lirio de la virginidad; por ella, en la tierra
experimentamos la ayuda de los auxilios divinos.
¡Oh admirable y dichosa claridad de Clara! ¡Cuanto
más es el amor y la atención con que se estudia esta
claridad en los hechos concretos, tanto más luminosa la
descubrimos en cada uno!
Brilló cuando vivía en el mundo, resplandeció aún
más en la vida religiosa, en su hogar fue un rayo de
luz, en el claustro, fulgor resplandeciente. Brilló en
vida, resplandece radiante tras la muerte. Fue clara en
la tierra, y en el cielo inmensa claridad.
¡Cuán viva es la fuerza de esta luz, y qué vehemente su
claridad! Mas esta luz permanecía cerrada en el secreto
de la clausura, e irradiaba fuera destellos luminosos;
se recluía en el estrecho cenobio, y se difundía por
todo el mundo. Se recogía dentro y se extendía fuera.
Porque Clara moraba oculta, mas su conducta era notoria.
Clara callaba, mas su fama era un clamor. Se recataba en
su celda, mientras su nombre y su vida se pronunciaban
en las ciudades.
Y no es extraño, pues una lámpara tan inflamada, tan
reluciente, no podía quedar oculta sin iluminar y dar
clara luz en la casa del Señor. Ni podía ocultarse un
vaso de tales esencias sin emanar aromas, llenando de
suave fragancia la casa del Señor. Es más, rompiendo en
el angosto encierro de su celda el alabastro de su
cuerpo, inundaba con los aromas de su santidad todo el
edificio de la Iglesia.
Infancia y conversión
Siendo niña aún en la vida seglar, desde su más
tierna edad buscó la manera de atravesar por un sendero
de pureza este mundo frágil e impuro. Guardando el
precioso tesoro de su virginidad con intacto pudor, se
dedicaba asiduamente a obras de caridad y de piedad, de
modo que su fama se extendía, agradable y digna de
elogio, entre vecinos y extraños. Hasta que San
Francisco, oyendo alabar su virtud, se puso a
exhortarla, dirigiéndola al servicio perfecto de Cristo.
Y ella, siguiendo con diligencia sus santos
consejos, deseosa ya de renunciar del todo al mundo y a
los bienes de la tierra, para servir al Señor en pobreza
voluntaria, puso en práctica enseguida su ardiente
deseo. Y, por último, enajenó todos sus bienes y los
repartió en favor de los pobres, para emplear en
limosna, por amor de Dios, todas sus pertenencias.
Deseando luego retirarse del ruido del mundo, huyó a
una iglesia rural, donde el mismo San Francisco le hizo
la sacra tonsura. De allí se refugió luego en otra
iglesia. Sucedió allí que, al querer llevársela con
ellos sus parientes, ella resistió con fortaleza y
constancia; se abrazó enseguida al altar y, sin soltar
los manteles, descubrió ante ellos su cabeza rapada,
para que viesen que no podía permitir que la arrancaran
de servir a Cristo, habiéndose desposado, de todo
corazón, con Cristo.
Por último, el mismo San Francisco la condujo a la
Iglesia de San Damián, en las afueras de Asís, donde
ella nació. Allí el Señor, deseoso de amor y culto
perseverante a su nombre, le asoció muchas compañeras.
Aquí tuvo su saludable origen la noble y santa Orden
de San Damián, extendida ya por todo el orbe. Aquí
Clara, animada por el mismo San Francisco, dió comienzo
y auge a esta nueva observancia. Ella fue el primero y
seguro fundamento de esta excelsa vida religiosa, la
piedra angular este encumbrado edificio.
Noble por su estirpe y más noble por su conducta,
bajo esta regla de admirable santidad, mantuvo la
virginidad que ya antes había guardado. Después, también
su madre, llamada Hortelana -mujer entregada a obras de
piedad-, siguió los pasos de su hija, profesó
devotamente la vida religiosa en esta religión, y en
ella acabó felizmente sus dias la muy hábil hortelana,
que produjo tal planta en el huerto del Señor. Unos años
después, la dichosa Clara, cediendo a las insistencias
de San Francisco, aceptó el gobierno del monasterio y de
las hermanas.
Virtudes y santidad de vida en el monasterio
Ella fue el árbol alto y esbelto, de ramas
frondosas, que produjo frutos suaves de vida religiosa
en el campo de la Iglesia, y a cuya sombra amena y
deliciosa acudían en tropel de todas partes, y aún
acuden hoy, muchas almas engendradas en la fe, a
saborear tan dulce fruto.
Ella fue la mujer nueva del valle de Espoleto, que
nos ha alumbrado una nueva fuente de agua vital, para
refrigerio y beneficio de las almas; agua que,
dividiéndose en arroyuelos por el campo de la Iglesia,
ha hecho próspero el plantío religioso.
Ella fue el candelabro cimero de santidad que
alumbra con vivacidad en el tabernáculo del Señor, a
cuya luz esplendorosa acudieron, y aún se apresuran a
venir muchas almas, a encender sus lámparas en esa
llama.
Ella, ciertamente, plantó y cultivó en el campo de
la fe la viña de la pobreza, donde se recogen frutos
pingües y abundantes de salvación.
Ella dispuso en la heredad de la Iglesia su huerto
de humildad, adornado de toda clase de pobrezas, donde
florece abundantemente toda virtud.
Ella levantó en la ciudadela de la vida religiosa
una fortaleza de estricta abstinencia, donde se
suministra abundante comida de manjares espirituales.
Ella fue primicia de los pobres, guía de los
humildes, maestra de los castos y abadesa de las
penitentes.
Ella gobernó su monasterio y la familia que se le
encomendó con toda discreción y diligencia, en el temor
y servicio del Señor y en la perfecta observancia de la
Orden:.
Vigilante en el deber, hacendosa en sus oficios,
cauta en el exhortar, amorosa al amonestar, moderada en
el corregir, con mesura en el mando, admirablemente
compasiva, discreta en sus silencios, sensata en el
hablar y hábil en todo lo relativo al buen gobierno,
prefería servir antes que mandar, y honrar a las demás,
antes que ser honrada.
Este estilo de vida era, para las demás, enseñanza y
escuela de sabiduría. En este libro de vida aprendieron
su regla de conducta, en este espejo de vida se miraron,
para conocer el sendero de la vida.
Estaba, sí, con el cuerpo en la tierra, mas con el
alma moraba en el cielo. Vaso de humildad, joyero de
castidad, ardor de caridad, dulzor de bondad, vigor de
paciencia, lazo de paz y comunión de familiaridad,
afable en la conversación, dulce en la acción y en todo
y siempre amable y agradable.
Y como quiera que uno se hace más fuerte cuando más
domina a su enemigo, Clara, con el fin de vigorizar su
espíritu abatiendo la fuerza de la carne, tenía por
lecho el suelo desnudo o, a veces, unos duros
sarmientos, y un duro leño como almohada para reclinar
la cabeza. Se contentaba con una sola túnica y capotillo
de paño basto, vil, áspero y vulgar. Con esta humilde
indumentaria cubría su cuerpo, ciñendo, a veces, su
carne desnuda con un áspero cilicio, tejido de
cordelillos de crines de caballo.
Parca en el comer y sobria en el beber, era tal la
austeridad de su abstinencia, que por mucho tiempo, tres
días a la semana -lunes, miércoles y viernes- no probaba
alimento; y aún los demás días lo reducía tanto, que sus
compañeras se admiraban de que pudiera subsistir con un
rigor tan excesivo.
Dada también a frecuentes vigilias y oraciones,
dedicaba primordialmente a ello las horas del día y de
la noche.
Aquejada, por último, de prolijas dolencias que no
le permitían levantarse por sí misma para las
ocupaciones domésticas, se incorporaba con ayuda de las
hermanas y, recostada sobre almohadones, trabajaba con
sus manos, a fin de no permanecer ociosa ni siquiera en
las enfermedades. De ese modo consiguió que, de la tela
de lino fruto amoroso de su labor y arte, se hicieran
muchos corporales para el sacrificio del altar, y que
los repartieran a distintas iglesias del valle y de los
montes de Asís.
Amante singular y celosa cultivadora de la pobreza,
tanto arraigó en su alma esta virtud, tanto se dejó
llevar por el anhelo de poseerla, que la amó cada vez
más firmemente, la abrazaba cada día con más ardor y
jamás se separó por nada del mundo de su estrecho y
gozoso abrazo. Y jamás nadie, de ningún modo, pudo
convencerla para que aceptara que su monasterio tuviese
alguna propiedad, por más que el papa Gregorio (IX) de
grato recuerdo, predecesor nuestro, que deseaba
abastecer al monasterio de lo necesario, estuviese
dispuesto a dotarlo de posesiones suficientes y
adecuadas para el sustento de las hermanas.
milagros, antes y después de su muerte
Y en verdad, puesto que una luz grande y clarísima
no se puede ocultar sin que difunda su claridad, así la
fuerza de su santidad resplandeció, aún en vida, con
muchos y variados milagros.
En efecto, a una de las hermanas de su monasterio le
devolvió la voz que había perdido casi completamente
mucho tiempo antes. A otra, totalmente privada del uso
de la lengua, la hizo capaz de hablar.
A otra le abrió al oído una oreja aquejada de
sordera. Con una simple señal de la cruz curó a otra de
la fiebre, a otra hinchada de hidropesía, a otra llagada
con una fístula y a muchas otras oprimidas por
diferentes males. Y curó a un fraile de la Orden de los
Menores, enfermo de locura.
Una vez faltó completamente el aceite en el
monasterio, y ella mandó llamar al fraile encargado de
pedir limosna para el monasterio, tomó una pequeña
vasija y, después de lavarla, la dejó, vacía, en la
puerta del monasterio, para que el fraile la llevase
consigo, para pedir aceite. Mas, cuando dicho fraile fue
a cogerla, la encontró llena de aceite, concedido por
gracia de la caridad divina.
Y también, otro día que no había más que medio pan
para la comida de las hermanas, mandò que lo cortaran en
trozos ylo dieran a las hermanas. Mas Aquél que es el
pan vivo y da de comer a los hambrientos, lo multiplicó
de tal manera entre las manos de la que lo desmenuzaba,
que resultaron cincuenta trozos abundantes, que se
repartieron entre las hermanas, que ya estaban sentadas
a la mesa.
Por esos y otros admirables prodigios manifestó, aún
en vida, la excelencia de sus méritos. Cuando ya se
encontraba en las últimas, vieron entrar en el lugar
donde yacía la sierva de Cristo una resplandeciente
multitud de vírgenes santas adornadas con expléndidas
coronas, entre las cuales una más majestuosa y bella que
las demás. Llegaron hasta su lecho y, rodeándola, casi
le dieron, con premuroso cuidado, alivio y consuelo.
Después de su muerte llevaron a su sepultura a un
enfermo de mal pasajero, que no podía caminar, por la
contracción de una pierna; y su pierna dió un sonoro
chasquido allí delante, y quedó curado de ambos males.
Se vieron a personas con la espalda doblada,
agarrotadas por la enfermedad, y a dementes furiosos,
presa de ataques de locura, recuperar completamente la
salud ante el sepulcro de Clara.
Uno que había perdido el uso de la mano derecha por
un fuerte golpe recibido, hasta el punto de no poderla
utilizar para nada, se curó completamente por los
méritos de la Santa, recuperando su mano como la tenía
antes.
Otro que había perdido la vista y estaba ciego desde
hacía mucho tiempo, vino a la sepultura en compañía de
otro, recuperó la visión y regresó sin necesidad de que
lo guiaran.
Por estos hechos y admirables milagros, y por muchísimos
más, esta dichosa virgen difundió luminosa claridad, de
modo que se vio cumplida en ella aquella profecía que su
madre oyó, según se dice, mientras rezaba, estando
encinta de ella: que de ella nacería una luz tan grande
que iluminaría todo el universo.
Canonización, fiesta e indulgencias
Alégrese, pues, la madre Iglesia, que ha engendrado
y formado a tal hija, madre fecunda de virtudes, que ha
engendrado con sus ejemplos a una multitud de alumnas
para la vida religiosa y las ha formado a la perfección,
en el santo servicio de Cristo. Se alegre también el
pueblo fiel y devoto, porque el Señor y rey de los
cielos ha introducido, con tanta gloria, en su altísimo
y resplandeciente palacio, a su hermana y compañera, que
él se eligió como esposa. Así como saltan de júbilo los
coros de los santos, al celebrarse en su patria
celestial las nuevas nupcias de la esposa del Rey.
Ahora, porque conviene que una virgen de Dios
exaltada en el cielo sea venerada en la tierra, por la
Iglesia universal, puesto que, tras una diligente y
atenta investigación y examen riguroso de la santidad de
su vida y de sus milagros, aunque sus claras gestas son
ya bien conocidas en regiones de cerca y lejanas, Nos,
con el consejo y el asentimiento común de nuestros
hermanos y de todos los prelados que se encuentran
actualmente en la Sede apostólica, fiados en la
omnipotencia divina, con la autoridad de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra, determinamos
inscribirla en el catálogo de las vírgenes santas.
Por tanto, os lo anunciamos a todos vosotros y os
exhortamos expresamente, mediante estas cartas
apostólicas, a celebrar con toda devoción y solemnidad
la fiesta de esta virgen el 12 de agosto, y a mandar que
la celebren vuestros fieles con la misma devoción, a fin
de que podáis merecer tenerla ante Dios como vuestra
buena y solícita protectora.
Y Nos, por la misericordia de Dios todopoderoso,
confiando en la autoridad de los santos apóstoles Pedro
y Pablo, para que la multitud del pueblo cristiano acuda
a su venerable sepulcro con más ardor y más numerosos, y
su fiesta se celebre con mayor afluencia de gente,
concedemos para cada año la indulgencia de un año y
cuarenta días a todos aquellos que con humildad y
devoción, bien contritos y confesados, se acerquen al
sepulcro de esta virgen el día de su fiesta o también
dentro de la octava, para pedir su protección.
Dado en Anagni el 26 de septiembre, en el año primero
(1255) de nuestro pontificado”.
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