"Observamos
la Regla que
hemos prometido"
1. El carisma
en el estado
naciente
Mi reflexión
empieza con una
pregunta: ¿qué
recordamos
exactamente en
este año 2009?
No la aprobación
de la "Regla que
hemos
prometido", que
es la Regla
Bulada, sino la
aprobación oral,
por parte del
Papa Inocencio
III, de la
primitiva regla,
perdida, de san
Francisco.
Dentro de
catorce años, en
2023, se
celebrará el
centenario de la
Regla Bulada y
en esa ocasión,
podemos estar
seguros, se
hablará a todo
campo de ella y
de su
importancia.
Este año tenemos
una oportunidad
única para
remontarnos al
carisma
franciscano en
su nacimiento,
por así decirlo,
"en el estado
puro". Es un
kairòs para toda
la orden y el
movimiento
franciscano; no
podemos dejar
que pase en
vano.
Los sociólogos
desde hace
tiempo han
evidenciado la
fuerza y el
carácter
irrepetible de
un movimiento
colectivo en su
"statu nascenti".
Al hablar de los
estados de
efervescencia
colectiva,
Durkheim
escribió: "El
hombre tiene la
impresión de
estar dominado
por fuerzas que
no reconoce como
propias, que le
arrastran, que
él no
controla... Se
siente
transportado de
una forma
distinta de
aquella en la
que se
desarrolla su
existencia
privada. La vida
aquí no es sólo
intensa, sino
que es
cualitativamente
diferente" [1].
Para Max Weber,
el nacimiento de
tales
movimientos está
ligada a la
aparición de un
jefe carismático
que, rompiendo
con la
tradición,
arrastra a sus
seguidores en
una aventura
heroica y
produce en quien
le sigue la
experiencia de
un renacimiento
interior, una "metanoia",
en el sentido de
san Pablo [2].
La perspectiva
de estos autores
es sociológica;
no explica por
sí sola los
movimientos
religiosos, pero
en cambio ayuda
a entender su
dinámica.
Según Francesco
Alberoni son los
momentos del
origen de las
religiones, de
la reforma
protestante, de
la revolución
francesa o
bolchevique;
nosotros podemos
añadir sin duda:
y del movimiento
franciscano.
Existe, según
Alberoni, una
evidente
analogía entre
el nacimiento de
estos
movimientos y el
fenómeno del
enamoramiento
[3]. Eso fue, en
todo caso, de lo
que se trató
para Francisco y
para sus
seguidores: de
un
enamoramiento.
Hay flores que
no se reproducen
plantando de
nuevo su semilla
o un brote de la
planta, sino
sólo a partir
del bulbo que,
misteriosamente,
se despierta y
vuelve a
germinar en
primavera. Así
sucede, entre
los que conozco,
con los
tulipanes y las
calas. Creo que
también la orden
franciscana
necesita
recomenzar del
bulbo. Y el
bulbo es la
primitiva
intuición, o
mejor
inspiración ("El
Señor me
reveló..."), que
Francisco de
Asís tuvo en
1209 y que
presentó a
Inocencio III.
La enorme
ventaja de esta
fase del carisma
franciscano,
respecto a la
disposición
jurídica de
1223, es que
esta última se
resiente mucho
más de las
contingencias
históricas y de
las exigencias
jurídicas del
momento que la
regla primitiva
y es por lo
tanto menos
trasladable a
nuestro tiempo.
En ésta el
movimiento se ha
convertido ya en
institución, con
todos los
añadidos, pero
también las
pérdidas que tal
paso implica.
Francisco
-observa
Sabatier-
hallará en las
normas
eclesiásticas,
recibidas en la
Regla
definitiva, "las
directivas que
darán una forma
precisa a ideas
intuidas
vagamente, pero
encontrará en
ella también las
estructuras en
las que su
pensamiento
perderá algo de
su originalidad
y fuerza: el
vino nuevo se
meterá en odres
viejos" [4]. Sin
restar nada al
valor
inestimable de
la Regla
definitiva, es a
aquel primer
momento
originario al
que debemos
remitirnos si,
como se lee en
la Carta de los
Ministros
Generales para
este encuentro,
deseamos
afrontar con
éxito "el
desafío de la
refundación".
Para fortuna
nuestra, el
contenido de la
regla primitiva
es una de las
cosas mejor
conocidas y
menos
controvertidas
de toda la
historiografía
franciscana, a
pesar de que su
texto se
perdiera. En su
bula de
aprobación de la
Regla de 1223 "Solet
annuere", el
Papa Honorio III
escribe: "Os
confirmamos con
la autoridad
apostólica la
Regla de vuestra
orden, aprobada
por nuestro
predecesor el
Papa Inocencio,
de feliz
memoria, y aquí
transcrita". Se
diría, de estas
palabras, que se
trata siempre de
la misma Regla,
sólo
"transcrita",
esto es, puesta
por escrito.
Pero sabemos que
no es así. Sin
ánimo de cargar
las tintas, como
ha hecho un
filón bien
conocido de la
historiografía
franciscana, y
hablar de la
Regla definitiva
como de algo
arrancado a
Francisco, más
que deseado por
él, no hay duda
de que llovió
mucho entre las
dos fechas. ¡Y
mucho ha llovido
también desde la
primitiva regla!
Del tenor de
esta primitiva
regla estamos
informados
directamente por
Francisco, quien
escribe en el
Testamento: "Y
después que el
Señor me dio
hermanos, nadie
me mostraba qué
debía hacer,
sino que el
Altísimo mismo
me reveló que
debía vivir
según la forma
del santo
Evangelio. Y yo
lo hice escribir
en pocas
palabras y
sencillamente y
el señor Papa me
lo confirmó".
Escribe Celano:
"Viendo el
bienaventurado
Francisco que el
Señor Dios le
aumentaba de día
en día el número
de seguidores,
escribió para sí
y sus hermanos
presentes y
futuros, con
sencillez y en
pocas palabras
una forma de
vida y regla,
sirviéndose,
sobre todo, de
textos del santo
Evangelio, cuya
perfección
solamente
deseaba. Añadió,
con todo,
algunas pocas
cosas más,
absolutamente
necesarias para
poder vivir
santamente" [5].
Las "pocas
palabras",
puestas por
escrito,
comprendían sin
duda los textos
evangélicos que
habían impactado
a Francisco
durante la
famosa lectura
del evangelio en
una Misa y, por
lo tanto, los
pasajes sobre el
envío en misión
de los primeros
discípulos por
parte de Jesús,
con las
instrucciones de
no llevar "ni
oro, ni plata,
ni pan, ni
bastón, ni
calzado, ni
túnica de
repuesto" [6].
Se piensa, no
sin razón, que
parte de estos
textos son los
que se contienen
en el capítulo
primero de la
Regla no bulada.
Con todo, éstas
no eran más que
ejemplificaciones
parciales. El
propósito
verdadero de
Francisco se
contiene en la
expresión que se
volverá a
encontrar en
todos los
estadios
sucesivos de la
Regla y que el
santo recalcará
en el
Testamento:
"vivir según la
forma del santo
Evangelio". El
propósito es un
retorno sencillo
y radical al
evangelio, o
sea, a la vida
de Jesús y de
sus primeros
discípulos.
Justamente los
Ministros
generales han
dado a su carta
de convocatoria
de este capítulo
el título "Vivir
según el
Evangelio".
2.
Carismáticos
itinerantes
En esta primera
fase, Francisco
no analizó los
contenidos de su
elección: esto
es, qué aspectos
del Evangelio se
proponía
revivir.
Siguiendo su
instinto del
"sine glossa",
lo tomó en
bloque, como
algo
indivisible. En
cambio hoy
nosotros podemos
destacar algunos
contenidos
concretos de su
opción,
basándonos en lo
que le vemos
emprender antes
y después del
viaje a Roma y
del encuentro
con el Papa.
Podemos hablar
de las tres "P"
de Francisco:
predicación,
plegaria
[oración],
pobreza.
Lo primero que
se pone a hacer
Francisco es ir
él mismo y
enviar a sus
compañeros por
las aldeas y los
pueblos a
predicar la
penitencia,
exactamente como
había oído que
hacía Jesús.
Jesús
intercalaba la
predicación con
los tiempos de
oración: de
noche, de día,
cuando amanecía,
al caer la
tarde; de la
oración partía y
a la oración
volvía después
de sus
recorridos; lo
mismo hace ahora
el pequeño grupo
reunido en torno
a Francisco. La
oración era el
espléndido
remate de todas
las actividades
del día. Todo
ello acompañado
de un estilo de
vida pobre en el
sentido más
inclusivo de la
palabra, o sea,
hecho de pobreza
material
radical, pero
también de
pobreza
espiritual, o
bien de
sencillez,
humildad,
alejamiento de
los honores:
cosas todas que
más tarde
Francisco
recogerá en el
nombre de
"Menores", dado
a sus frailes.
Hay que poner de
relieve un dato
importante: esta
primitiva
experiencia es
enteramente
laical. El gran
historiador
Joseph Lortz
afirmó con
fuerza: "El
centro más
íntimo de la
piedad del santo
católico,
Francisco de
Asís, no es
clerical" [7].
La intuición de
Francisco halla
una singular
confirmación en
la orientación
más reciente de
los estudios
sobre el Jesús
histórico. Ha
llegado a ser
bastante común
definir el grupo
de Jesús y de
sus discípulos,
desde el punto
de vista de la
sociología
religiosa, como
"carismáticos
itinerantes",
aunque el modo
con el que
algunos
entienden esta
calificación no
carece de pocas
reservas [8].
"Carismáticos"
indica el
carácter
profético de la
predicación de
Jesús,
acompañada de
signos y
prodigios;
"itinerantes" su
carácter móvil y
el rechazo a
establecerse en
un lugar fijo,
confirmado por
la expresión de
Jesús: "Las
zorras tienen
guaridas, y las
aves del cielo
nidos; pero el
Hijo del hombre
no tiene donde
reclinar la
cabeza" (Mt
8,20).
"¡Carismáticos
itinerantes!":
no se podría
encontrar una
definición más
adecuada para el
primitivo grupo
reunido en torno
a Francisco.
3. De
Francisco a
Cristo
Es momento ahora
de intentar
pasar a la
actualidad para
ver qué podemos
aprender de este
principio de los
inicios del
movimiento
franciscano. El
primer peligro,
o ilusión, a
evitar es el de
poder reproducir
en las formas
externas y
concretas la
experiencia de
Francisco. La
vida y la
historia son
como un río:
jamás vuelven
atrás.
Los intentos de
reformas
franciscanas en
los que
prevalece la
atención a los
rasgos externos
de lo
franciscano en
el imaginario
popular pueden
atraer en el
momento las
simpatías de la
gente que admira
instintivamente
el
anticonformismo
y un cierto
estilo hippie, o
bien tiene
nostalgia de
cierto pasado
pre-conciliar,
pero no resisten
a la prueba del
tiempo y de la
vida. Lo que se
debe reencontrar
es la linfa de
la que ha nacido
el árbol, no
replantar en la
tierra su
ramaje.
Debemos ante
todo situarnos
en la
perspectiva
adecuada. Cuando
Francisco miraba
atrás, veía a
Cristo; cuando
nosotros miramos
atrás, vemos a
Francisco. La
diferencia entre
él y nosotros
está toda aquí,
pero es enorme.
Pregunta: ¿en
qué consiste
entonces el
carisma
franciscano?
Respuesta: ¡en
mirar a Cristo
con los ojos de
Francisco! El
carisma
franciscano no
se cultiva
mirando a
Francisco, sino
mirando a Cristo
con los ojos de
Francisco.
Cristo es todo
para Francisco:
es su única
sabiduría y su
vida. Antes de
convertirse en
una visión
teológica en san
Buenaventura y
Scoto, el
cristo-centrismo
fue una
experiencia
vivida,
existencial e
irreflexiva de
Francisco. No
hay tiempo ni
necesidad de
multiplicar las
citas. Al final
de la vida, a un
hermano que le
exhortaba a que
le leyeran las
Escrituras,
Francisco
respondía:
"(...) estoy ya
tan penetrado de
las Escrituras,
que me basta, y
con mucho, para
meditar y
contemplar. No
necesito de
muchas cosas,
hijo; sé a
Cristo pobre y
crucificado"
[9].
Estamos en el
año paulino y es
sumamente
instructiva una
comparación
entre la
conversión de
Pablo y la de
Francisco. La
una y la otra se
trataron de un
encuentro
fulminante con
la persona de
Jesús; ambos
fueron
"alcanzados por
Cristo" (Flp
3,12). Ambos
pudieron decir:
"Para mí, vivir
es Cristo" y "Ya
no soy yo quien
vivo; es Cristo
quien vive en
mí" (Flp 1,21;
Ga 2,20); ambos
pudieron decir
-Francisco en un
sentido más
fuerte todavía
que Pablo-:
"llevo sobre mi
cuerpo las
estigmazas de
Jesús" (Ga
6,17). Es
significativo
que los textos
de la Liturgia
de las Horas y
de la Misa de la
fiesta de san
Francisco estén
tomados en gran
parte de las
cartas de Pablo.
La famosa
metáfora de las
bodas de
Francisco con la
Señora Pobreza,
que ha dejado
huellas
profundas en el
arte y en la
poesía
franciscana,
puede ser
desviadora. El
enamoramiento no
es de una
virtud, aunque
fuera la
pobreza; el
enamoramiento es
de una persona.
Las bodas de
Francisco
fueron, como las
de otros
místicos, un
esponsalicio con
Cristo. La
respuesta de
Francisco a
quien le
preguntaba si
quería tomar
mujer: "Tomaré
la esposa más
noble y bella
que jamás hayáis
visto",
normalmente se
interpreta mal.
Del contexto se
deduce
claramente que
la esposa no es
la pobreza, sino
el tesoro
escondido y la
perla preciosa,
o sea, Cristo.
Comenta Celano:
"La esposa es la
verdadera
religión que
abrazó, y el
tesoro escondido
es el reino de
los cielos, que
tan
esforzadamente
él buscó" [10].
4. Una
predicación
franciscana
renovada
A la luz de
estas premisas
procuremos ver
cómo podríamos
realizar hoy
estos tres
aspectos
fundamentales de
la primitiva
experiencia
franciscana que
he evidenciado:
predicación,
plegaria
[oración] y
pobreza.
A propósito del
primero, la
predicación,
habría que
plantearse ante
todo una
cuestión
inquietante:
¿qué lugar ocupa
actualmente la
predicación en
la orden
franciscana? En
una predicación
a la Casa
Pontificia,
brindé en una
ocasión
reflexiones que
creo que pueden
servirnos
también aquí. En
las iglesias
protestantes, y
especialmente en
ciertas iglesias
nuevas y sectas,
la predicación
lo es todo. En
consecuencia, a
ello se
encaminan y
encuentran modo
natural de
expresarse los
elementos más
dotados. Es la
actividad número
uno en la
Iglesia. En
cambio ¿quiénes
son los que se
reservan a la
predicación
entre nosotros?
¿Dónde van a
parar las
fuerzas más
vivas y válidas
de la Iglesia?
¿Qué representa
el oficio de la
predicación,
entre todas las
posibles
actividades y
destinos de los
jóvenes
sacerdotes? Me
parece
vislumbrar un
grave
inconveniente:
que se dediquen
a la predicación
sólo los
elementos que
quedan después
de la elección
por los estudios
académicos, por
el gobierno, por
la diplomacia,
por la
enseñanza, por
la
administración.
Hablando a la
Casa Pontificia
dije: hay que
devolver al
oficio de la
predicación su
puesto de honor
en la Iglesia;
aquí añado: hay
que devolver al
oficio de la
predicación el
lugar de honor
en la familia
franciscana. Me
ha impresionado
una reflexión de
De Lubac: "El
ministerio de la
predicación no
es la
vulgarización de
una enseñanza
doctrinal en
manera más
abstracta, que
sería respecto a
aquella anterior
y superior. La
predicación es,
al contrario, la
enseñanza
doctrinal misma,
en su forma más
elevada" [11].
San Pablo, el
modelo de todos
los
predicadores,
ciertamente
anteponía la
predicación a
cualquier cosa,
y todo lo
subordinaba a
ella. Hacía
teología
predicando, y no
una teología de
la que otros
dedujeran
después las
cosas más
elementales para
transmitir a los
fieles en la
predicación.
Los católicos
estamos más
preparados, por
nuestro pasado,
para ser
"pastores" que
"pescadores" de
hombres; esto
es, estamos más
preparados para
apacentar a las
personas que han
permanecido
fieles a la
Iglesia que para
traer a ella a
nuevas personas,
o para
"repescar" a las
que se han
alejado. La
predicación
itinerante
elegida por san
Francisco para
sí, responde
precisamente a
esta exigencia.
Sería una
lástima si ahora
la existencia de
iglesias y
grandes
estructuras
propias hiciera
también de
nosotros,
franciscanos,
sólo pastores y
no pescadores de
hombres.
Nosotros,
franciscanos,
somos
"evangélicos"
por nacimiento y
por vocación; no
debemos permitir
que la
predicación
itinerante, en
ciertos
continentes
-como América
Latina-, la
lleven a cabo
sólo las
modernas
Iglesias
"Evangélicas"
protestantes.
Asimismo habría
que hacer
observaciones
importantes
sobre el
contenido de
nuestra
predicación. Se
sabe que la
primitiva
predicación
franciscana
estaba
completamente
centrada en el
tema de la
"penitencia";
hasta el punto
que el primitivo
nombre que se
dieron los
frailes fue el
de "penitentes
de Asís". Por
predicación
penitencial se
entendía
entonces una
predicación
enfocada en la
conversión en el
sentido del
cambio de
costumbres, por
lo tanto de
carácter moral.
Fue el mandato
que dio
Inocencio III a
los frailes: "Id
con el Señor,
hermanos, y,
según Él se
digne
inspiraros,
predicad a todos
la penitencia"
[12]. En la
Regla definitiva
este contenido
moral se
especifica: los
predicadores
deben anunciar
"los vicios y
las virtudes, la
pena y la
gloria" [13].
En este punto,
un retorno
mecánico al
origen sería
fatal. En una
sociedad
impregnada toda
de cristianismo,
el tema de las
obras constituía
el aspecto sobre
el que era más
natural y
urgente
insistir. Hoy ya
no es así.
Vivimos en una
sociedad que en
muchos países ha
pasado a ser
post-cristiana;
lo más necesario
es ayudar a los
hombre a llegar
a la fe, a
descubrir a
Cristo. Por eso
no basta con una
predicación
moral o
moralista; se
necesita una
predicación
kerigmática
dirigida al
corazón del
mensaje, que
anuncie el
misterio pascual
de Cristo. Con
este anuncio los
apóstoles
evangelizaron el
mundo pre-cristiano
y con tal
anuncio podemos
confiar en
re-evangelizar
el mundo
post-cristiano.
Francisco, y
gracias a él
también en parte
sus primeros
compañeros,
lograron evitar
este límite
moralista en su
predicación. En
él vibra con
toda su fuerza
la novedad
evangélica. El
evangelio es de
verdad
evangelio, o
sea, buena
nueva; anuncio
del don de Dios
al hombre antes
aún que
respuesta del
hombre. Dante
recogió bien
este clima,
cuando dice de
él y de sus
primeros
compañeros:
"Su concordia y
sus felices
semblantes,
su maravilloso
amor y la
dulzura de sus
miradas
fueron causa de
santos
pensamientos".
[14]
Habían hallado
-dicen las
fuentes- el
tesoro escondido
y la piedra
preciosa, y
querían darlo a
conocer a todos
[15]. El aire
que se respira
alrededor de
Francisco no es
el de ciertos
predicadores
franciscanos
posteriores,
especialmente en
el período de la
Contrarreforma,
del todo
centrada en las
obras del
hombre, austera
y aflictiva,
pero de una
austeridad más
cercana a la de
Juan Bautista
que a la de
Jesús. La imagen
misma de
Francisco se
altera
gravemente en
este clima. Casi
todos los
cuadros de esta
época le
representan en
meditación con
una calavera en
la mano, ¡a él,
para quien la
muerte era una
hermana buena!
Así que sigamos
también
nosotros,
franciscanos,
predicando la
conversión, pero
demos a esta
palabra el
sentido que le
daba Jesús
cuando decía:
"Convertíos y
creed en el
evangelio" (Mc
1,15). Antes de
Él, convertirse
quería decir
siempre cambiar
de vida y de
costumbres,
volver atrás
(¡es el sentido
del hebreo shub!),
a la observancia
de la ley y de
la alianza
quebrantada. Con
Jesús ya no
quiere decir
volver atrás,
sino dar un
salto adelante y
entrar en el
reino que ha
venido
gratuitamente
entre los
hombres.
"Convertíos y
creed" no son
dos cosas
separadas, sino
la misma cosa:
¡convertíos,
esto es, creed
en la buena
nueva! Es la
gran novedad
evangélica y
Francisco la
acogió
instintivamente,
sin esperar a la
teología bíblica
del momento.
5. Una
oración
franciscana
El segundo
elemento que
caracteriza la
primitiva
experiencia de
Francisco, como
hemos visto, es
una intensa vida
de oración. En
esta fase
inicial, la
oración
franciscana es,
como la
predicación, una
oración
carismática. Más
adelante, con la
clericalización
de la orden, el
oficio divino se
convertirá en la
base de la
oración de los
frailes, pero al
inicio no había
breviarios ni
otros libros.
Oraban
espontáneamente,
como sugería el
Espíritu, solos
o juntos. Un
capítulo de las
Florecillas ha
conservado un
recuerdo de esta
oración sin
libros de
Francisco y de
sus compañeros
[16].
¿Cómo
reencontrar en
nuestras
comunidades algo
de aquella
oración
espontánea,
originaria?
Antes de ser la
oración de la
primitiva
comunidad
franciscana, fue
la oración de la
primitiva
comunidad
cristiana. Pablo
escribía a las
comunidades:
"Cuando os
reunís, cada
cual puede tener
un salmo, una
instrucción, una
revelación, un
discurso en
lengua, una
interpretación"
(1 Co 14,26); y
también:
"Recitad entre
vosotros salmos,
himnos y
cánticos
inspirados;
cantad y
salmodiad en
vuestro corazón
al Señor" (Ef
5,19).
Pues digámoslo:
la oración común
de las
comunidades
tradicionales
corre peligro de
reducirse
fácilmente a lo
que Isaías
definía
"nociones
enseñadas por
los hombres", un
"honrar con los
labios mientras
que su corazón
está lejos de
Él" (Cf. Is
29,13-14).
Ciertamente no
debemos
despreciar la
oración
litúrgica, pero
es necesario
sostenerla y
mantenerla viva
con otros tipos
de oración; por
sí sola no
basta. Conocemos
sólo dos tipos
de oración: la
oración
litúrgica y la
oración
personal. La
oración
litúrgica es
comunitaria,
pero no
espontánea; la
oración personal
es espontánea,
pero no
comunitaria. Se
necesita una
oración que sea
al mismo tiempo
comunitaria y
espontánea, y
esto es lo que
llamamos oración
carismática -no
quién sabe qué
extrañas formas
de oración-.
Ésta permitiría,
en determinadas
circunstancias o
dentro de la
oración
litúrgica misma
-cuando está
consentido-,
momentos de
auténtico
compartir
espiritual entre
hermanos. De
otra forma
existe el riesgo
de que
compartamos todo
en nuestras
comunidades,
excepto nuestra
fe y nuestra
experiencia de
Jesús. Se habla
de todo menos de
Él.
El Espíritu
Santo ha
devuelto a la
vida este tipo
de oración
carismática; es
la fuerza de
casi todas las
nuevas
comunidades y
movimientos
eclesiales del
post-concilio.
Podemos abrirnos
a esta gracia
sin traicionar
en lo más mínimo
nuestra
identidad; es
más,
manifestándola.
Cuando en la
Iglesia apareció
la renovación
evangélica de
Francisco y de
las órdenes
mendicantes en
general, todas
las órdenes
preexistentes se
beneficiaron de
esta gracia,
viendo en ella
un desafío para
redescubrir su
propia
inspiración
evangélica de
sencillez y
pobreza. Lo
mismo deberíamos
hacer nosotros,
órdenes
tradicionales,
ante los nuevos
movimientos
suscitados por
el Espíritu en
la Iglesia.
La oración
carismática es
esencialmente
una oración de
alabanza, de
adoración, ¿y
quién, más que
Francisco, ha
personalizado
este tipo de
oración? Un
teólogo jesuita,
antiguo profesor
en la
Gregoriana,
Francis
Sullivan,
definió a
Francisco de
Asís como "el
mayor
carismático de
la historia de
la Iglesia". La
renovación de la
orden
franciscana se
presenta
constantemente
ligada, en su
historia, a la
renovación de la
oración; ha
partido casi
siempre de casas
de retiro y de
oración.
6. Ser "para
los pobres" y
"ser pobres"
En cuanto al
tercer elemento,
la pobreza, diré
sólo algo que
ayuda a situar
el ideal
franciscano de
la pobreza en la
historia de la
salvación y de
la Iglesia y a
ver cómo,
también en este
punto, Francisco
lleva a cabo una
vuelta al
evangelio.
A propósito de
la pobreza, el
paso del Antiguo
al Nuevo
Testamento marca
un salto de
calidad. Se
puede sintetizar
así: el Antiguo
Testamento nos
presenta a un
Dios "para los
pobres"; el
Nuevo Testamento
a un Dios que se
hace Él mismo
"pobre". El
Antiguo
Testamento está
lleno de textos
sobre el Dios
"que escucha el
grito de los
pobres", que "se
apiada del débil
y del pobre",
que "defiende la
causa de los
infelices", que
"hace justicia a
los oprimidos"
[17]; pero sólo
el Evangelio nos
habla del Dios
que se hace uno
de ellos, que
elige para sí
mismo la pobreza
y la debilidad:
"Jesucristo,
siendo rico, se
hizo pobre por
vosotros" (2 Co
8,9). La pobreza
material, de ser
un mal a evitar,
adquiere el
aspecto de un
bien a cultivar,
un ideal a
perseguir. Ésta
es la gran
novedad que trae
Cristo.
De este modo se
aclaran ya los
dos componentes
esenciales del
ideal de la
pobreza bíblica,
que son: ser
"para los
pobres" y ser
"pobres". La
historia de la
pobreza
cristiana es la
historia de la
diferente
actitud ante
estas dos
exigencias.
Una primera
síntesis y un
equilibrio entre
las dos
instancias se
alcanzó en el
pensamiento de
hombres como san
Basilio y san
Agustín, y en la
experiencia
monástica por
ellos
emprendida, en
la cual, a la
pobreza personal
más rigurosa, se
une una
solicitud
semejante por
los pobres y los
enfermos -que se
concreta en
instituciones
adecuadas que
servirán, en
algunos casos,
como modelo para
las futuras
obras
caritativas de
la Iglesia.
En la Edad
Media, asistimos
a la repetición
de este ciclo en
otro contexto.
La Iglesia, y en
particular las
antiguas órdenes
monásticas,
bastante
enriquecidas en
Occidente,
cultivan ya la
pobreza casi
sólo en la forma
de la asistencia
a los pobres, a
los peregrinos,
o sea,
gestionando
instituciones
caritativas.
Contra esta
situación, a
partir del
comienzo del
segundo milenio,
se alzan los
llamados
movimientos
pauperísticos
que ponen en
primer plano el
ejercicio
efectivo de la
pobreza, el
retorno de la
Iglesia a la
sencillez y
pobreza del
Evangelio.
El equilibrio y
la síntesis se
realizan, esta
vez, por las
órdenes
mendicantes y en
especial por
Francisco, quien
se esfuerza por
practicar, a la
vez, un despojo
radical y una
atención amorosa
a los pobres,
los leprosos, y
sobre todo por
vivir la propia
pobreza en
comunión con la
Iglesia, no
contra ella.
Con todas las
cautelas del
caso, podemos
tal vez percibir
una dialéctica
análoga también
en la época
moderna. La
explosión de la
conciencia
social el siglo
pasado y del
problema del
proletariado
rompió de nuevo
el equilibrio,
impulsando a
poner entre
paréntesis el
ideal de la
pobreza
voluntaria,
elegida y vivida
en el
seguimiento de
Cristo, para
interesarse en
el problema de
los pobres.
Sobre el ideal
de una Iglesia
pobre, prevalece
la preocupación
"por los pobres"
que se traduce
en mil
iniciativas e
instituciones
nuevas, sobre
todo en el
ámbito de la
educación de los
niños pobres y
de la asistencia
a los más
abandonados.
También la
doctrina social
de la Iglesia es
producto de este
clima
espiritual.
Fue el Concilio
Vaticano II el
que volvió a
poner en primer
plano el
discurso sobre
"Iglesia y
pobreza". En la
Constitución
sobre la Iglesia
se lee, al
respecto: "Como
Cristo efectuó
la redención en
la pobreza y en
la persecución,
así la Iglesia
es llamada a
seguir ese mismo
camino... Cristo
fue enviado por
el Padre a
evangelizar a
los pobres y
levantar a los
oprimidos, para
buscar y salvar
lo que estaba
perdido; de
manera semejante
la Iglesia
abraza a todos
los afligidos
por la debilidad
humana, más aún,
reconoce en los
pobres y en los
que sufren la
imagen de su
Fundador pobre y
paciente, se
esfuerza en
aliviar sus
necesidades y
pretende servir
en ellos a
Cristo" [18]. En
este texto se
reúnen las dos
cosas: ser
pobres y estar
al servicio de
los pobres.
Estos
desarrollos
también nos
interpelan a los
franciscanos de
hoy. No
deberíamos
cometer el error
de volver a la
pobreza como se
concebía, en las
órdenes
religiosas,
antes de
Francisco, y en
la Iglesia
universal antes
del Vaticano II,
o sea, casi sólo
como ser "para
los pobres",
promover
iniciativas
sociales. A los
franciscanos no
nos basta con
una "opción
preferencial por
los pobres"; se
necesita también
una "opción
preferencial de
la pobreza".
El significado
concreto de esto
varía de un
lugar a otro, y
no es mi
intención
aventurarme en
sugerencias
prácticas. Sólo
digo que
comparto la
preocupación
expresada por mi
Ministro
general, el
padre Mauro Jori,
en su reciente
carta titulada:
"¡Reavivemos la
llama de nuestro
carisma!", en la
que denuncia el
peligro,
presente en
ciertos
ambientes, de
transformar la
opción de la
pobreza de san
Francisco en una
opción de
riqueza y de
promoción
social, que
separa de la
gente común más
de lo que lleva
a compartir su
tenor de vida.
7. Nuestra
situación en la
Iglesia
Ahora desearía
intentar ver
cómo se situó
Francisco
respecto a la
Iglesia de su
tiempo y como,
con su ejemplo,
debemos
situarnos los
franciscanos de
hoy. De las
relaciones de
Francisco con la
Iglesia
jerárquica
tenemos, como es
sabido, dos
visiones
opuestas: la de
la
historiografía
oficial de la
orden, del
Francisco "vir
catholicus et
totus
apostolicus", y
la de los
Espirituales de
entonces, hecha
propia por
Sabatier, que
habla de un
conflicto más o
menos latente y
de
instrumentalización
de Francisco por
parte de la
jerarquía.
De esta última,
por razones
obvias de
espectacularidad,
es de la que se
han apropiado en
general las
películas sobre
Francisco. Todos
recuerdan la
frase que un
cardenal
pronuncia, con
un guiño, en la
cinta de
Zeffirelli
"Hermano sol,
hermana luna",
después que
Inocencio III ha
acogido a
Francisco: "He
aquí un hombre
que hablara a
los pobres y los
llevara de nuevo
a nosotros".
Hasta la
reducción
televisiva de
hace dos años
sobre Francisco
y Clara, por
otro lado no
exenta de valor,
se acomoda a tal
estereotipo.
La historia
raramente
transcurre en
blanco y negro;
con frecuencia
prevalecen las
medias tintas.
Las intenciones
humanas, incluso
de los
responsables de
la Iglesia, no
son siempre
unívocas y
puramente
espirituales,
especialmente en
un tiempo como
el de Inocencio
III, en el que
el Papa era la
realidad
política más
visible del
mundo
occidental. Pero
¿por qué pensar
que el Papa y
los cardenales
intentaran sólo
reconquistar a
las masas para
sí, y no también
para Jesucristo
y el evangelio?
A la
interpretación
"malévola" de la
actitud de la
jerarquía
podemos, con
buenas razones
-también
históricas-,
oponer una
interpretación
"benévola". La
Iglesia
jerárquica se da
cuenta de que no
puede, dado el
papel que
desempeña en el
mundo, llegar
directamente a
las masas
populares en
ebullición y ve
en Francisco y
en Domingo los
instrumentos
para esta
necesidad
urgente de la
Iglesia frente a
la agresividad
de los
movimientos
heréticos.
Contamos con una
confirmación de
esta intención
pastoral y no
política de la
actitud de
Inocencio III,
en el origen de
la devoción de
Francisco por la
Tau. En el
profeta Ezequiel
leemos:
"La gloria del
Dios de Israel
se levantó de
sobre los
querubines sobre
los cuales
estaba, hacia el
umbral del
templo. Llamó
entonces al
hombre vestido
de lino que
tenía la cartera
de escriba en la
cintura; y el
Señor le dijo:
‘Pasa por la
ciudad, por
Jerusalén y
marca una tau en
la frente de los
hombres que
gimen y lloran
por todas las
abominaciones
que se comenten
en medio de
ella'" (Ez 9,
1-4).
En el discurso
de apertura del
Concilio
Lateranense IV
en 1215, el
anciano Papa
Inocencio III
retomó este
símbolo. Habría
querido -decía-
ser él mismo
aquel hombre
"vestido de lino
que tenía la
cartera de
escriba en la
cintura" y pasar
personalmente
por toda la
Iglesia marcando
una Tau en la
frente de las
personas que
aceptaban entrar
en situación de
verdadera
conversión [19].
Evidentemente no
podía hacerlo en
persona, y no
sólo porque era
anciano.
Escuchándole,
oculto entre la
multitud, se
piensa que
estaba también
Francisco de
Asís; es cierto,
en cualquier
caso, que el eco
del discurso del
Papa llegó hasta
él, que acogió
el llamamiento y
lo hizo suyo.
Desde aquel día
empezó a
predicar,
todavía con
mayor intensidad
que antes, la
penitencia y la
conversión, y a
marcar una Tau
en la frente de
las personas que
se acercaban a
él. La Tau se
convirtió en su
sello. Con ella
firmaba sus
cartas, la
dibujaba en las
celdas de los
frailes. San
Buenaventura
pudo decir tras
su muerte: "la
misión que tuvo
fue de llamar a
los hombres al
llanto y al luto
(...) y a grabar
en la frente de
los que gimen y
se duelen el
signo Tau" [20].
Por esto a veces
Francisco fue
llamado "el
ángel del sexto
sello": el ángel
que lleva, él
mismo, el sello
del Dios vivo y
lo marca en la
frente de los
elegidos (Cf. Ap
7,2 s.).
Francisco asumió
la tarea que la
Iglesia
jerárquica no
podía llevar a
cabo, ni
siquiera
mediante su
clero secular.
Lo hizo sin
espíritu
polémico o
apologético. No
polemizó ni con
la Iglesia
institucional,
ni con los
enemigos de la
Iglesia
institucional;
con nadie. En
ello su estilo
es distinto
hasta de su
contemporáneo
Domingo.
Nos preguntamos:
¿qué dice todo
esto respecto a
nosotros? Por
motivos
diferentes a los
de entonces
(¡pero no del
todo!), también
hoy las masas se
han apartado de
la Iglesia
institucional.
Se ha creado un
foso. Mucha
gente ya no es
capaz de llegar
a Jesús a través
de la Iglesia;
hay que ayudarla
a llegar a la
Iglesia a través
de Jesús,
recomenzando
desde Él y del
evangelio. No se
acepta a Jesús
por amor a la
Iglesia, pero se
puede aceptar a
la Iglesia por
amor a Jesús.
He aquí una
tarea
precisamente de
los
franciscanos.
Estamos en una
posición única
para hacerlo.
Nos predispone a
este papel la
herencia de
nuestro padre
Francisco, el
inmenso
patrimonio de
credibilidad que
adquirió en toda
la humanidad. Su
intuición de una
fraternidad
universal que se
extiende a todas
las criaturas,
acompañada de la
opción de la
minoridad, hacen
de él y de sus
seguidores los
hermanos de
todos, los
enemigos de
nadie, los
compañeros de
los últimos. La
elección del
Papa Juan Pablo
II en cuanto
Asís, como lugar
de encuentro de
las religiones,
y otras
iniciativas
innumerables,
son una señal de
esta vocación de
los hijos de
Francisco.
La condición
para poder
desempeñar esta
tarea de puente
entre la Iglesia
y el mundo es
tener, como
Francisco, un
profundo amor y
fidelidad a la
Iglesia y un
profundo amor y
solidaridad con
el mundo, sobre
todo con el
mundo de los
humildes. Un
medio no
desdeñable es
asimismo nuestro
sayal
franciscano. A
través de él,
Francisco se
hace presente
también
visiblemente a
los hombres de
hoy. Si la gente
nunca nos ve con
el hábito, ¿cómo
puede
identificarnos
como hijos de
Francisco? Estoy
convencido de
que si los
franciscanos
dejaran de
llevar
sistemáticamente
el hábito
religioso en
público, aún
cuando se
encuentran en
países
cristianos y
católicos,
privarían al
mundo de un gran
don y a sí
mismos de una
gran ayuda. Con
su hábito,
Francisco -como
dice de Abel la
carta a los
Hebreos- "defunctus
adhuc loquitur":
"aún muerto,
habla todavía" (Hb
11,4). Tengo de
ello una prueba
personal, en la
ayuda que
encuentro en el
hábito durante
mi servicio en
televisión.
8. Un nuevo
Pentecostés
franciscano
¿Cómo poner por
obra todas las
propuestas
evocadas y las
todavía más
numerosas que
sin duda
surgirán de las
intervenciones
siguientes? La
respuesta nos
viene de la
palabra
pronunciada por
Francisco,
cercano al final
de su vida: "He
concluido mi
tarea; Cristo os
enseñe la
vuestra" [21].
Esta palabra no
se dirigía sólo
a los presentes,
sino a sus
seguidores de
todos los
tiempos.
Estamos llamados
a lo que se
decía al inicio
sobre el carisma
franciscano: no
consiste en
mirar a
Francisco, sino
en mirar a
Cristo con los
ojos de
Francisco. Hay
algo que
permanece
inmutable desde
Francisco hasta
nosotros, sean
cuales sean los
cambios
históricos y
sociales: el
Espíritu del
Señor. Toda la
vida del
Pobrecillo, si
se le presta
atención,
acontece bajo la
guía del
Espíritu Santo.
Casi cada
capítulo de su
vida se abre con
la observación:
"Francisco,
movido, o
inspirado, por
el Espíritu
Santo, fue,
dijo, hizo...".
En la
celebración del
1.600
aniversario del
Concilio
ecuménico
Constantinopolitano
I -el concilio
que definió la
divinidad del
Espíritu Santo-,
el Papa Juan
Pablo II
escribió: "Toda
la labor de
renovación de la
Iglesia, que el
Concilio
Vaticano II ha
propuesto e
iniciado tan
providencialmente...
no puede
realizarse a no
ser en el
Espíritu Santo,
es decir, con la
ayuda de su luz
y de su virtud"
[22]. Esto vale
más que nunca
para la
renovación de
las órdenes
religiosas.
Existen sólo dos
tipos posibles
de renovación:
una renovación
según la ley y
una renovación
según el
Espíritu. El
cristianismo -lo
enseña Pablo- es
una renovación
según el
Espíritu (Tt
3,5), no según
la ley. En
realidad la ley
no ha logrado
renovar
verdaderamente
ninguna orden
religiosa; saca
a la luz la
trasgresión,
pero no da la
vida. Es útil y
preciosa si se
pone al servicio
de la "ley del
Espíritu que da
la vida en
Cristo Jesús" (Rm
8,2), no si
pretende
sustituirla.
Si, como escribe
santo Tomás de
Aquino, también
la letra del
Evangelio y los
preceptos
morales
contenidos en él
matarían si no
se añadiera, en
su interior, la
gracia de la fe
y la fuerza del
Espíritu Santo
[23], ¿qué
deberíamos decir
de todas las
demás leyes
positivas,
incluidas las
leyes
monásticas? "La
Ley fue dada por
medio de Moisés,
escribe san
Juan, pero la
gracia y la
verdad vinieron
por medio de
Jesucristo" (Jn
1,17). Aplicado
a nosotros, esto
significa: las
reglas fueron
dadas por
Benedicto, por
Francisco, por
Domingo, Ignacio
de Loyola...,
pero la gracia
nos viene
siempre y solo
de Jesucristo.
Debemos
preguntarnos qué
puede significar
para nosotros,
franciscanos,
acoger la gracia
del "nuevo
Pentecostés"
invocada por
Juan XXIII. La
segunda
generación
franciscana se
vio a sí misma
como la
realización de
las profecías de
Joaquín de Fiore
sobre una nueva
edad del
Espíritu. Había,
evidentemente,
ingenuidad, si
no orgullo, en
esta
identificación,
sin contar con
que la tesis
misma de una
tercera era del
Espíritu Santo
-sea o no
atribuible en
esta forma a
Joaquín- es
herética e
inaceptable. Sin
embargo hay algo
que podemos
retener de este
discutido
capítulo de
nuestra
historia: la
convicción de
ser una realidad
suscitada por el
Espíritu Santo y
que está llamada
a mantener viva
en el mundo la
llama de
Pentecostés.
El primer
capítulo de las
Esteras se abrió
el día de
Pentecostés de
1221; comenzó
por lo tanto con
el solemne canto
del Veni creator
que formaba ya
parte de la
liturgia de
Pentecostés.
Este himno,
compuesto en el
siglo IX, ha
acompañado a la
Iglesia en cada
gran evento del
segundo milenio
cristiano: cada
concilio
ecuménico,
sínodo, cada
nuevo año o
siglo ha
empezado con su
canto; todos los
santos de estos
diez siglos lo
han cantado y
han dejado en
sus palabras la
impronta de su
devoción y amor
al Espíritu.
Con él también
invocamos
nosotros la
presencia del
Espíritu sobre
este nuevo
Capítulo de las
esteras. Ven
Espíritu
creador. Renueva
el prodigio
obrado al
comienzo del
mundo. Entonces
la tierra estaba
vacía, desierta,
y las tinieblas
cubrían la faz
del abismo; pero
cuando empezaste
a aletear sobre
él, el caos se
transformó en
cosmos (Cf. Gn
1,1-2), o sea,
en algo bello,
ordenado,
armonioso.
También nosotros
experimentamos
un vacío, la
impotencia de
darnos una forma
y una vida
nueva. Mueve tus
alas, ven sobre
nosotros;
transforma
nuestro caos
personal y
colectivo en una
nueva armonía,
en "algo bello
para Dios" y
para la Iglesia.
Renueva
igualmente el
prodigio de los
huesos secos que
vuelven a la
vida, se ponen
de pié y forman
un ejército
numeroso (Cf. Ez
37,1 ss.).
Nosotros ya no
decimos como
Ezequiel: "Ven,
Espíritu, de los
cuatro vientos",
como si no
supiéramos aún
de dónde sopla
el Espíritu. En
la semana
pascual decimos.
"¡Ven, Espíritu,
del costado
traspasado de
Cristo en la
cruz! ¡Ven de la
boca del
Resucitado!".
[Traducción del
original
italiano por
Marta Lago]
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