Doctor Doménico del Río, periodista
L'Osservatore Romano, 5 de octubre de 1962.
Traducción de Fr. Tomás Gálvez
El tren salió de la estación vaticana a las 6,30.
Era el 4 de octubre de 1962. Aquella mañana, fiesta de
san Francisco, el papa Juan XXIII viajaba a Loreto y
Asís.
Iba a poner bajo la protección de la Virgen y del
Pobrecillo el Concilio Vaticano II, que iba a empezar a
los pocos días.
Loreto y Asís habían estado en los confines
tradicionales del Estado Pontificio.
Úmbria y Marcas formaron parte de las tierras en las
que el Papa fue soberano.
Pero el Papa no había puesto el pie allí desde el
1857: aquel año, Pío IX realizó su último viaje a
tierras pontificias.
El tren se lo prestó a Juan XXIII el Quirinal. Hacía
casi un siglo que no se movía un tren de la vieja
estación del Vaticano, por causa de la toma de Roma. Y
era también el primer Papa moderno que recorría Italia.
La primera parada en territorio italiano fue en la
estación Tiburtina. El presidente del Consejo de
ministros, Amintore Fanfani, subió al vagón papal. El
presidente de la República, Antonio Segni, se unirá al
Papa en Loreto. En Asís estará también Aldo Moro.
A lo largo del trayecto, en cambio, fue el pueblo
quien rodeó al Papa de entusiasmo y de cariño. Aquel
fue, tal vez, para el papa Roncalli, uno de los momentos
más hermosos y festivos de su pontificado. Durante el
viaje estuvo casi siempre en la ventanilla, con el
rostro sonriente, los brazos apoyados en el borde del
cristal, bendiciendo con las manos. Ante él desfilaba,
durante quilómetros y quilómetros, una fila
ininterrumpida de rostros humanos llenos de emoción y
agradecimiento. La gente invadió las estaciones, el
recinto de los ferrocarriles estaba lleno hasta en las
vía.
Aquel día, el Papa viajero podía aparecer como una
imagen inédita y desacostumbrada. Era, en cambio, el
precedente de una cada vez más natural y amplia libertad
del Pontífice ante el mundo. Aquella feliz carrera a dos
lugares santos y célebres en todo el mundo era la
justificación de todos los viajes pastores de los
sucesores, convertidos en itinerantes, Pablo VI y Juan
Pablo II.
En Loreto, la plaza de la Virgen estaba abarrotada
de gente, encaramada a la fuente de Maderno, los
muchachos se habían subido a las rodillas de la estatua
de Sixto V. El Papa subía a la basílica saliendo del
automóvil abierto, bendiciendo a ambos lados entre dos
alas de muchedumbre. Una vez entrado al templo, se
dirigió enseguida a la Casa de la Virgen, permaneciendo
en oración delante de aquellas piedras negras y
antiguas. Luego regresó entre los mármoles blancos que
guardan la casa. "Esta es la hora del Angelus", dijo, y
recitó el saludo angélico. era apenas un poco más del
mediodía.
En su discurso a la multitud quiso volver con la
memoria a su viaje a Loreto siendo seminarista, el 20 de
septiembre de 1900: "El acto de veneración a la Virgen
de Loreto que realizamos hoy -dijo- nos lleva con el
pensamiento a 62 años atrás, cuando venimos por primera
vez, de regreso de Roma, tras haber adquirido las
Indulgencias del Jubileo proclamado por el papa León
(XIII). Era el 20 de septiembre de 1900. A las dos de la
tarde, después de recibir la santa Comunión, pudimos
abrir nuestra alma en una oración larga y emocionada.
Para un jovencito seminarista, ¿qué puede haber más
suave que entretenerse con la querida madre del cielo?
Mas, ¡ay de mí!, las dolorosas circunstancias de
aquellos tiempos, que difundieron por el aire una sutil
vena burlesca contra todo lo que representaba los
valores del espíritu, de la religión, de la santa
Iglesia, convirtió en amargura aquella peregrinación, en
cuanto pudimos escuchar el charloteo de la plaza. Aún
recordamos nuestras palabras de aquel día, en el momento
de reemprender nuestro viaje de regreso: Virgen de
Loreto, os amo tanto, y prometo mantenerme fiel a vos y
buen hijo seminarista. Pero aquí no me veréis más.
Volvimos, sin embargo, otras veces, después de muchos
años, y ahora, heme aquí".
En efecto, el seminarista Roncalli no eligió el día
mejor para peregrinar a Loreto en el lejano 1900; el 20
de septiembre era la fiesta más violentamente masónica y
anticlerical de Italia. Un "curita" de viaje, aquel día,
no podía esperar recoger más que insultos, si no algo
peor. Las cosas en Loreto no eran distintas que en otras
partes, dentro de la gran basílica mariana sólo había
unas pocas viejecitas, y poquísimos hombres.
Pero esta vez, en Loreto, el gozo de ser peregrino -
delante de la casa que, según la tradición, fue traída
prodigiosamente en volandas desde Nazaret hasta la
tierra marquesana -, se hizo palabra de dulce
meditación: "Todos somos peregrinos en la tierra", dijo,
"y vamos hacia la patria. Allá arriba está la meta del
afán cotidiano, el anhelo de nuestros suspiros: los
cielos se abren sobre nuestras cabezas, y el mensaje
celestial renueva el recuerdo del prodigio mediante el
cual Dios se hizo hombre y el hombre se hizo hermano del
Hijo de Dios".
Por la tarde salió para Asís. En la estación de Loreto
se encontró co el jefe de estación, Fernando Provesi,
que en 1925 estuvo trabajando como un sencillo contable
en Propaganda Fide, donde monseñor Roncalli era director
de las Obras Misioneras. "Veo que los dos hemos hecho
carrera", le dijo sonriendo al Papa, al subir al tre que
lo llevaba a Asís, por Ancona, Falconara y Foligno.
En Ancona, la multitud invadió la estación y las
vías, aclamando a gran voz. "Veo que hacéis mucho
ruido", dijo el Papa desde la ventanilla; "veo que
vuestra alegría es muy ruidosa, pero dejad que os
bendiga".
La gente guardó silencio de momento, para recibir la
bendición, luego rompió en un gran aplauso. En Foligno,
otra parada por causa de la multitud en la estación.
"Vosotros me pedís besarme la mano, dijo, y es imposible
darla a todos. Yo levanto esta mano y os bendigo".
La llegada a Asís fue a las 17,30. El sol del ocaso
besaba los bastiones rosa y grises del macizo convento
construido por Fray Elías en la cima de la Colina del
Infierno, rebautizada desde entonces como Colina del
Paraíso, cuando el automóvil del Papa se encaminó, desde
la estación de Santa María de los Ángeles hasta la tumba
del Pobrecillo. Tras una breve permanencia delante de la
basílica donde nació la Orden franciscana, el automóvil
tomó las dulces laderas que, entre olivos y cipreses,
conducen a la gran basílica.
En Asís se renovaron el mismo entusiasmo y la misma
ternura que en Loreto. De la campiña y de los callejones
antiguos de la ciudad, de los grandes conventos de
piedras rosadas, salieron millares de hombres, mujeres,
sacerdotes, monjas, religiosos de todo tipo y género.
Racimos de cabezas asomaban por las antiguas ventanas
encendidas de geranios. En aquella ocasión también
tuvieron permiso para salir a ver al papa - y sería la
única ocasión en su vida - algunas religiosas de
estricta clausura.
El Papa Juan se conmovió una vez más por los
aplausos de la muchedumbre, por el sonido de las
campanas de la ciudad seráfica, bajo las flores que la
gente intentaba arrojarle incluso dentro del vehículo. a
la sombra de la cripta, el papa permaneció en muda
oración, delante de la urna de piedra desnuda, rodeada
de barras de hierro, que encierra los restos del
Pobrecillo. Era el encuentro entre dos pobres: dos
pobres que, en épocas lejanas y diferentes, se habían
hecho garantes de paz y fraternidad.
El Papa Juan hizo el elogio de san Francisco, que
había sabido realizar el "bienvivir". "Es san Francisco
-dijo-, quien ha resumido en una sola palabra el bien
vivir, enseñándonos a ponernos en comunicación con Dios
y con nuestros semejantes. Esta palabra da el nombre a
este monte que corona el sepulcro glorioso del
Pobrecillo: ¡Paraíso! ¡Paraíso!"
Fue como el grito de despedida. A las 18,30 se
marchó. El tren atravesó de nuevo estaciones llenas de
gente. Llegó a Roma a las 22,15. "He hecho un buen
viaje", comentó sencillamente el Papa. "Estoy
emocionadísimo y contentísimo. Mi corazón se ha llenado
de gozo y de exultación".
Discurso de Juan XXIII en Asís
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