Discurso a los Sacerdotes, diáconos y
religiosos de la diócesis en la catedral de San Rufino
Amadísimos sacerdotes y diáconos, religiosos y
religiosas:
Os puedo asegurar con sinceridad que deseaba
vivamente encontrarme con vosotros en esta antigua
catedral, en la que normalmente se congrega, en torno al
obispo, la Iglesia diocesana. Esta mañana estuve en
medio del pueblo de Dios, en sus diferentes componentes,
durante la celebración eucarística en la basílica de San
Francisco y me pareció conveniente reservaros a vosotros
un encuentro particular, teniendo en cuenta, entre otras
cosas, el gran número de personas consagradas que hay en
esta diócesis.
Doy las gracias a mons. Domenico Sorrentino, pastor
de esta Iglesia, por haberse hecho intérprete de
vuestros sentimientos de comunión y afecto. Y he sentido
inmediatamente vuestro afecto. Expreso de corazón mi
agradecimiento al obispo emérito, mons. Sergio Goretti,
que, como hemos escuchado, durante veinticinco años ha
gobernado esta Iglesia, ilustre por tanta historia de
santidad. Recuerdo los numerosos encuentros que tuvimos
precisamente aquí, en Asís. ¡Gracias, excelencia!
Como sabéis, y como ha recordado mons. Sorrentino,
la ocasión que me ha traído hoy a Asís es la
conmemoración del VIII centenario de la conversión de
san Francisco. También yo me he hecho peregrino. Ya
siendo estudiante, y después cuando me preparaba para
una cátedra, estudié a san Buenaventura y, por
consiguiente, también a san Francisco. Peregriné
espiritualmente a Asís mucho antes de llegar aquí
físicamente. Así, en esta larga peregrinación de mi
vida, hoy me alegra estar en la catedral con vosotros,
sacerdotes, religiosos y religiosas.
Dado que he venido tras las huellas del Poverello,
al hablar, mi punto de partida será él. Pero,
precisamente en el contexto de esta catedral, no puedo
menos de recordar a los demás santos que han ilustrado
la vida de esta Iglesia, desde su patrono san Rufino, a
quien se añaden san Rinaldo y el beato Ángel. Es
evidente que junto a san Francisco se encuentra santa
Clara, cuya casa estaba precisamente al lado de esta
catedral. Hace poco he podido ver el baptisterio en el
que, según la tradición, recibieron el bautismo tanto
san Francisco como santa Clara, y después san Gabriel de
la Dolorosa.
Este hecho me brinda la ocasión para hacer una
primera reflexión. Hoy hablamos de la conversión de san
Francisco, pensando en la opción radical de vida que
hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar
que su primera "conversión" tuvo lugar con el don del
bautismo. La respuesta plena que dio siendo adulto no
fue más que la maduración del germen de santidad que
recibió entonces.
Es importante que en nuestra vida y en la propuesta
pastoral tomemos cada vez mayor conciencia de la
dimensión bautismal de la santidad. Es don y tarea para
todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia
mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica
Novo millennio ineunte cuando escribió: "Preguntar a un
catecúmeno, "¿quieres recibir el bautismo?", significa
al mismo tiempo preguntarle: "¿quieres ser santo?"" (n.
31).
A los millones de peregrinos que pasan por estas
calles atraídos por el carisma de san Francisco es
necesario ayudarles a captar el núcleo esencial de la
vida cristiana y a tender a su "alto grado", que es
precisamente la santidad. No basta que admiren a san
Francisco: a través de él deben encontrar a Cristo, para
confesarlo y amarlo con "fe firme, esperanza cierta y
caridad perfecta" (Oración de san Francisco ante el
Crucifijo, 1: FF 276).
Los cristianos de nuestro tiempo tienen que afrontar
cada vez con mayor frecuencia la tendencia a aceptar un
Cristo disminuido, admirado en su humanidad
extraordinaria, pero rechazado en el misterio profundo
de su divinidad. El mismo san Francisco sufre una
especie de mutilación cuando se lo cita como testigo de
valores, ciertamente importantes, apreciados por la
cultura moderna, pero olvidando que la opción profunda,
podríamos decir el corazón de su vida, es la opción por
Cristo.
En Asís es necesaria, hoy más que nunca, una línea
pastoral de alto perfil. Con este fin hace falta que
vosotros, sacerdotes y diáconos, y vosotras, personas de
vida consagrada, sintáis fuertemente el privilegio y la
responsabilidad de vivir en este territorio de gracia.
Es verdad que todos los que pasan por esta ciudad
reciben un mensaje benéfico incluso sólo de sus
"piedras" y de su historia. Hablan radicalmente las
piedras, pero eso no os exime de una propuesta
espiritual fuerte, que ayude también a afrontar las
numerosas seducciones del relativismo, que caracteriza a
la cultura de nuestro tiempo.
Asís tiene el don de atraer a personas de muchas
culturas y religiones, en nombre de un diálogo que
constituye un valor irrenunciable. Juan Pablo II unió su
nombre a esta imagen de Asís como ciudad del diálogo y
de la paz. A este respecto, me complace que hayáis
querido honrar la memoria de su relación especial con
esta ciudad también dedicándole una sala con cuadros que
lo representan precisamente al lado de esta catedral.
Para Juan Pablo II era claro que la vocación de Asís al
diálogo está vinculada al mensaje de san Francisco, y
debe seguir estando muy arraigada en los pilares de su
espiritualidad.
En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios.
Sus Alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en
diálogo constante con la Trinidad. Su relación con
Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más
significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla
a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en
el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los
leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a
ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf.
2 Test 2: FF 110).
Los diversos testimonios biográficos concuerdan en
describir su conversión como un progresivo abrirse a la
Palabra que viene de lo alto. Aplica la misma lógica
cuando pide y da limosna con la motivación del amor a
Dios (cf. 2 Cel 47, 77: FF 665). Su mirada a la
naturaleza es, en realidad, una contemplación del
Creador en la belleza de las criaturas. Incluso su deseo
de paz toma forma de oración, ya que le fue revelado el
modo como debía formularlo: "El Señor te dé la paz" (2
Test: FF 121). San Francisco es un hombre para los
demás, porque en el fondo es un hombre de Dios. Querer
separar, en su mensaje, la dimensión "horizontal" de la
"vertical" significa hacer irreconocible a san
Francisco.
A vosotros, ministros del Evangelio y del altar; a
vosotros, religiosos y religiosas, os corresponde la
tarea de llevar a cabo un anuncio de la fe cristiana a
la altura de los desafíos actuales. Tenéis una gran
historia y deseo expresar mi aprecio por lo que ya
hacéis. Aunque hoy vuelvo a Asís como Papa, vosotros
sabéis que no es la primera vez que visito esta ciudad,
y que siempre me he llevado una buena impresión de ella.
Es necesario que vuestra tradición espiritual y pastoral
siga arraigada en sus valores perennes y al mismo tiempo
se renueve para dar una respuesta auténtica a los nuevos
interrogantes.
Por eso, deseo animaros a seguir con confianza el
plan pastoral que vuestro obispo os ha propuesto. En él
se señalan las grandes y exigentes perspectivas de la
comunión, la caridad, la misión, subrayando que hunden
sus raíces en una auténtica conversión a Cristo. La
lectio divina, el carácter central de la Eucaristía, la
liturgia de las Horas y la adoración eucarística, la
contemplación de los misterios de Cristo desde la
perspectiva mariana del rosario, aseguran el clima y la
tensión espiritual sin los cuales todos los compromisos
pastorales, la vida fraterna, incluso el compromiso en
favor de los pobres, correrían el peligro de naufragar a
causa de nuestras fragilidades y de nuestro cansancio.
¡Ánimo, queridos hermanos! A esta ciudad, a esta
comunidad eclesial, mira con particular simpatía la
Iglesia desde todas las regiones del mundo. El nombre de
san Francisco, acompañado por el de santa Clara,
requiere que esta ciudad se distinga por un particular
impulso misionero. Pero, precisamente por esto, también
es necesario que esta Iglesia viva de una intensa
experiencia de comunión.
En esta perspectiva se sitúa el motu proprio Totius
orbis con el que, como ha mencionado vuestro obispo,
establecí que las dos grandes basílicas papales, la de
San Francisco y la de Santa María de los Ángeles, aunque
sigan gozando de una atención especial de la Santa Sede
a través del legado pontificio, desde el punto de vista
pastoral entren en la jurisdicción del obispo de esta
Iglesia. Me alegra mucho saber que el nuevo camino se
comenzó con una gran disponibilidad y colaboración, y
estoy seguro de que producirá abundantes frutos.
En realidad, era un camino ya maduro por varias
razones. Lo sugería el nuevo impulso que el concilio
Vaticano II dio a la teología de la Iglesia particular,
mostrando cómo en ella se expresa el misterio de la
Iglesia universal. En efecto, las Iglesias particulares
"están formadas a imagen de la Iglesia universal: en
ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus)
existe la Iglesia católica, una y única" (Lumen gentium,
23). Hay una relación mutua interior entre lo universal
y lo particular. Las Iglesias particulares, precisamente
mientras viven su identidad de "porciones" del pueblo de
Dios, expresan también una comunión y una "diaconía" con
respecto a la Iglesia universal esparcida por el mundo,
animada por el Espíritu y servida por el ministerio de
unidad del Sucesor de Pedro.
Esta apertura "católica" es propia de cada diócesis
y marca, de algún modo, todas las dimensiones de su
vida, pero se acentúa cuando una Iglesia dispone de un
carisma que atrae y actúa más allá de sus confines. Y
¿cómo negar que ese es el carisma de san Francisco y de
su mensaje? Los numerosos peregrinos que vienen a Asís
estimulan a esta Iglesia a ir más allá de sí misma. Por
otra parte, es indiscutible que san Francisco tiene una
relación especial con su ciudad. En cierto modo, Asís
forma un cuerpo con el camino de santidad de este gran
hijo suyo. Lo demuestra la misma peregrinación que estoy
realizando, en la que estoy recorriendo muchos lugares
—ciertamente no todos— de la vida de san Francisco en
esta ciudad.
Asimismo, quiero subrayar que la espiritualidad de
san Francisco de Asís ayuda mucho, tanto para captar la
universalidad de la Iglesia, que él expresó en una
particular devoción al Vicario de Cristo, como para
comprender el valor de la Iglesia particular, dado que
fue fuerte y filial su vínculo con el obispo de Asís. Es
preciso redescubrir el valor no sólo biográfico, sino
también "eclesiológico", del encuentro del joven
Francisco con el obispo Guido, a cuyo discernimiento y
en cuyas manos entregó su opción de vida por Cristo,
despojándose de todo (cf. 1 Cel I, 6, 14-15: FF
343-344).
La conveniencia de una gestión unitaria, como quedó
establecida por el motu proprio, se apoyaba también en
la necesidad de una acción pastoral más coordinada y
eficaz. El concilio Vaticano II y el Magisterio sucesivo
subrayaron la necesidad de que las personas y las
comunidades de vida consagrada, incluso las de derecho
pontificio, se inserten de modo orgánico, de acuerdo con
sus Constituciones y con las leyes de la Iglesia, en la
vida de la Iglesia particular (cf. Christus Dominus,
33-35; Código de derecho canónico, cc. 678-680). Esas
comunidades, aunque tienen derecho a esperar que se
acoja y respete su carisma, han de evitar vivir como
"islas"; deben integrarse con convicción y generosidad
en el servicio y en el plan pastoral adoptado por el
obispo para toda la comunidad diocesana.
Pienso en particular en vosotros, amadísimos
sacerdotes, comprometidos cada día, juntamente con los
diáconos, al servicio del pueblo de Dios. Vuestro
entusiasmo, vuestra comunión, vuestra vida de oración y
vuestro generoso ministerio son indispensables. Puede
suceder que sintáis cansancio o miedo ante las nuevas
exigencias y las nuevas dificultades, pero debemos
confiar en que el Señor nos dará la fuerza necesaria
para realizar lo que nos pide. Él —oramos y estamos
seguros— no permitirá que falten vocaciones, si las
imploramos con la oración y a la vez nos preocupamos de
buscarlas y conservarlas con una pastoral juvenil y
vocacional llena de ardor e inventiva, capaz de mostrar
la belleza del ministerio sacerdotal. En este contexto,
también saludo cordialmente a los superiores y a los
alumnos del Pontificio Seminario regional de Umbría.
Vosotras, personas consagradas, con vuestra vida dad
razón de la esperanza que habéis puesto en Cristo. Para
esta Iglesia constituís una gran riqueza, tanto en el
ámbito de la pastoral parroquial como en beneficio de
tantos peregrinos que vienen a menudo a pediros
hospitalidad, esperando también un testimonio
espiritual.
En particular vosotras, las monjas de clausura,
mantened elevada la antorcha de la contemplación. A cada
una de vosotras deseo repetir las palabras que santa
Clara escribió en una carta a santa Inés de Bohemia,
pidiéndole que hiciera de Cristo su "espejo": "Mira cada
día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y en él
contempla continuamente tu rostro..." (4 Lag 15: FF
2902).
Vuestra vida de ocultamiento y oración no os aleja
del dinamismo misionero de la Iglesia; al contrario, os
sitúa en su corazón. Cuanto más grandes son los desafíos
apostólicos, tanto mayor es la necesidad de vuestro
carisma. Sed signos del amor de Cristo, al que puedan
mirar todos los demás hermanos y hermanas expuestos a
las fatigas de la vida apostólica y del compromiso
laical en el mundo.
A la vez que os confirmo mi afecto, lleno de
confianza, y os encomiendo a la intercesión de la
santísima Virgen María y de vuestros santos, comenzando
por san Francisco y santa Clara, imparto a todos una
especial bendición apostólica.
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