Mensaje del Papa Benedicto XVI a los jóvenes,
en Asís
Santa María de los Ángeles - Asís
(17 de junio de 2007)
Queridísimos jóvenes: ¡Gracias por vuestro
recibimiento! Gracias por las afectuosas palabras y por
las interesantes
preguntas que me han dirigido vuestros dos
representantes! Os saludo a todos vosotros, jóvenes de
esta diócesis de Asís-Nocera
Umbra–Gualdo Tadino, con vuestro obispo, Mons.
Domenico Sorrentino. Os saludo a vosotros, jóvenes de
Umbría, que habéis acudido
aquí con vuestros pastores. Os saludo a vosotros,
jóvenes llegados de otras regiones de Italia, acompañados
de vuestros animadores
franciscanos. Dirijo un cordial saludo al Cardenal
Attilio Nicora, Legado mío para las Basílicas papales de
Asís, y a los Ministros
Generales de las distintas Ordenes franciscanas. Aquí,
junto con Francisco, nos recibe el corazón de la Madre,
la “Virgen hecha
Iglesia”, como a él le gusta llamarla (cf. Saludo a la
Bienaventurada Virgen María)
Francisco sentía
un cariño especial
por la iglesita de la Porciúncula, que se guarda en esta
Basílica de Nuestra señora de los Ángeles. Estuvo entre
las iglesias que se
dedicó a reparar en los primeros años de su conversión y
en las que escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf.
1 Cel I,9,22). Tras los primeros pasos de Rivotorto, fue aquí
donde él puso el “cuartel general” de la Orden, donde
los hermanos pudieran
recogerse casi como en el seno materno, para regenerarse
y volver a marchar llenos de impulso apostólico.
Aquí obtuvo para todos un
manantial de misericordia en la experiencia del “gran
perdón”. Aquí, finalmente, vivió su encuentro con la
“hermana muerte”.
Queridos
jóvenes, sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha
sido el deseo de revivir el camino interior de
Francisco, con motivo del
VIII centenario de su conversión. Este momento de mi
peregrinación tiene un significado especial. Lo he
pensado como culmen de la
jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que tiene
una atracción especial especialmente para vosotros, los
jóvenes. Me
lo confirma vuestra presencia, tan numerosa, como también
las preguntas que me habéis dirigido. Su conversión
se produjo cuando
estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus
experiencias, de sus días. Había pasado veinticinco
años sin pensar para nada en el
sentido de la vida. Pocos meses antes de morir,
recordará aquella época como el tiempo en que “estaba en
los pecados” (Cf. Test.).¿En qué pensaba Francisco cuando hablaba de
pecados? Según las biografías, cada una de las cuales
tiene un punto de vista
propio, no es fácil determinarlo. Un retrato eficaz de
su manera de vivir se encuentra en la Leyenda de los
tres compañeros, donde
se lee: “Francisco era alegre y generoso sobremanera,
dedicándose a los juegos y los cantos, vagaba por ciudad
de Asís día y noche
con amigos de su condición, tan generoso pagando que
dilapidaba en comidas u otras cosas todo lo que podía
tener o ganar” (3 Comp 1,2).
¿De cuántos jóvenes no podría decirse
también algo parecido en nuestros días? Hoy existe además
la posibilidad de ir
a divertirse fuera de la propia ciudad. Las
iniciativas de diversión durante los fines de semana
reúnen a muchos jóvenes. También se
puede “vagabundear” virtualmente “navegando” en internet,
buscando informaciones o contactos de todo tipo.
Desgraciadamente, no
faltan –antes bien son muchos, ¡demasiados!- los jóvenes
que buscan paisajes mentales tan efímeros como
destructivos en los
paraísos artificiales de la droga. ¿Cómo negar que son
muchos los jóvenes, y no jóvenes, tentados de seguir de
cerca la vida
del joven Francisco, antes de su conversión? Detrás de
aquella forma de vivir, estaba el deseo de felicidad que
habita en todos los
corazones humanos. Pero, ¿podía dar aquella vida la
felicidad verdadera? Ciertamente, Francisco no
la encontró. Vosotros mismos,
queridos jóvenes, podéis realizar esta comprobación
partiendo de vuestra experiencia. La verdad es que las
cosas finitas puedan dar
reflejos de alegría, pero únicamente el Infinito puede
llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido: San
Agustín: “Nos hiciste
para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta
que repose en ti” (Confes. 1,1)
El mismo texto biográfico
continúa
refiriéndonos que Francisco era bastante vanidoso. Le
gustaba hacerse coser ropas suntuosas y buscaba siempre
lo original. (cf. 3 Comp. 1,2). En la vanidad, en la búsqueda de la originalidad, hay algo que, de alguna manera, nos
afecta a todos. Hoy se
suele hablar de “cuidar la imagen”, o de “buscar una
imagen”. Para poder tener un mínimo de éxito,
necesitamos aparecer ante los
ojos de los demás con algo inédito, original. En cierta
medida, esto puede expresar un inocente deseo de ser
bien recibido. Pero a
menudo se insinúa ahí el orgullo, la búsqueda exagerada
de nosotros mismos, el egoísmo y el deseo de destacar.
En realidad, centrar
la vida sobre uno mismo es una trampa mortal: únicamente
podemos ser nosotros mismos si nos abrimos al amor,
amando a Dios y a
nuestros hermanos.
Un aspecto que impresionaba también a
los contemporáneos de Francisco era también su ambición,
su sed de gloria
y de aventura. Fue esto lo que le llevó al campo de
batalla, haciendo que terminase como prisionero durante
un año en Perusa. La
misma sed de gloria, una vez libre, le habría llevado a
Puglia, en una nueva expedición militar,
pero precisamente en este momento,
en Espoleto, el señor se hizo presente a su corazón, le
llevó a volver sobre sus pasos, y a ponerse seriamente a
la escucha de su
Palabra. Es interesante notar que el Señor llegó a
Francisco por su manera de ser, por el deseo de afirmarse
para colocarlo en el
camino de una ambición santa, proyectada al infinito:
“¿Quién puede serte más útil: el amo o el criado?” (3 Comp
2,6), fue
la pregunta que sintió resonar en su corazón. Es
como decir: ¿Por qué contentarte con depender de los
hombres, cuando hay un Dios
preparado para recibirte en su casa, a su real
servicio?
Queridos jóvenes, me habéis recordado algunos
problemas de la etapa juvenil,
de vuestra dificultad para construiros un futuro y, sobre
todo, de vuestra dificultad para discernir la verdad. En
el relato de la
Pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato. “¿Qué
es la verdad?” (Jn 13,18). Es una pregunta que atraviesa
en profundidad la
sociedad y la cultura actuales. El Evangelio muestra a
Cristo como la verdad: verdad de Dios y, a la vez,
verdad del hombre.
Como sucedió con Francisco, Cristo habla también a
nuestro corazón. Nosotros corremos el riesgo de pasar
una vida entera aturdidos
por voces fragorosas, pero vacías, corremos el riesgo de
dejar escapar su voz, la única que cuenta, porque es la
única que salva.
Nos contentamos con trozos de verdad, o nos dejamos
seducir por verdades que únicamente son tales en
apariencia. ¿Nos maravillaremos
después si encontramos a nuestro alrededor un mundo
contradictorio que, incluso entre tantas cosas bellas,
nos decepciona tan a
menudo con sus expresiones de banalidad, de injusticia,
de violencia? Sin Dios, el mundo se equivoca en su
fundamento y en la
dirección de su marcha.
Queridos, no tengáis miedo de
imitar a Francisco antes de todo en la capacidad de
volver a vosotros mismos.
Él supo hacer silencio en su interior, poniéndose a la
escucha de la Palabra de Dios. Paso a paso, se dejó
llevar de la mano hasta
el encuentro pleno con Jesús, hasta hacer de este
encuentro el tesoro y la luz de su vida. También fue un
encuentro con Jesús cuando
estuvo entre los hermanos que más sufrían, poniéndose a
su servicio. Esta mañana, al pasar por Rivotorto, he
dirigido una mirada al
lugar en que, según la tradición, estaban recogidos los leprosos: los últimos, los marginados, ante los
cuales Francisco
experimentaba un irresistible sentido de rechazo. Tocado
por la gracia, les abrió su corazón. Y no lo hizo
solamente mediante un
gesto piadoso de limosna, sino besándolos y sirviéndoles.
Él mismo confiesa que lo que antes le resultaba amargo,
se convirtió para
el “en dulzura de alma y de cuerpo” (2 Test 3).Así, la gracia iba modelando a Francisco. Y así se
fue haciendo cada vez más
capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de
escuchar su voz. Fue en aquel momento cuando el
Crucifijo de San Damián le
dirigió la palabra y le llamó a una audaz misión: “Ve,
Francisco, repara mi casa que, como ves, está toda en
ruinas”. (2 Cel I, 6, 10).
Cuando esta mañana me he detenido en san
Damián, y después en la Basílica de Santa Clara, donde
se conserva el
crucifijo original que habló a Francisco, yo también he
fijado los ojos en los ojos de Cristo. La imagen del
Crucificado-Resucitado, vida de la Iglesia, sigue hablándonos a
nosotros, como hace dos mil años habló a sus apóstoles y
como hace ochocientos
años habló a Francisco. La Iglesia vive continuamente de
este encuentro.
Sí, queridos jóvenes: ¡Dejémonos
encontrar por Cristo!
Fiémonos de Él, escuchemos su Palabra. En Él no hay sólo
un ser humano fascinante. Ciertamente, Él es plenamente
hombre, y en todo
igual a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb4,15).
Pero es también mucho más: es Dios hecho hombre. Por eso
es el único
Salvador, como dice su mismo nombre: Jesús, que significa
“Dios salva”. Se viene a Asís para aprender de San
Francisco el secreto
para reconocer a Jesús y experimentarlo. Y esto es lo que
sentía Francisco por Jesús, según lo que cuenta su
primer biógrafo:
“Llevaba siempre a Jesús en el corazón. Jesús en los
labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en
las manos, Jesús en
todos sus miembros... Incluso muchas veces, estando de
viaje y meditando o cantando “Jesús”, olvidaba que iba de
viaje y se detenía a
invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús” (1 Cel
II, 9, 115). Francisco, en suma, era un auténtico
enamorado de Jesús.
Lo encontraba en la Palabra de Dios, en los hermanos,
en la naturaleza pero, sobre todo, en su presencia
eucarística. A este
propósito, escribía en el Testamento: “Del mismo altísimo
Hijo de Dios no veo nada corporalmente, en este mundo,
más que su santísimo cuerpo y su santísima sangre” (2Tes
10). El Nacimiento de Greccio expresa la necesidad de
contemplarlo en su
tierna humanidad de niño (cf. 1Cel I, 30, 85-86). La experiencia del Monte
Alvernia, donde recibió
los estigmas, muestra
a qué grado de intimidad había llegado en la relación con
Cristo crucificado. Él puede decir con Pablo: “para mí,
la vida es Cristo”
(Fil 1,21). Si se despoja de todo y elige la pobreza, el
motivo de todo esto es Cristo, y sólo Cristo. Jesús es
su todo: ¡Y le
basta! Y precisamente porque es de Cristo, Francisco es
también un hombre de la Iglesia.
El Crucificado de San Damián le había
indicado que reparase la casa de Cristo, que es
precisamente la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia hay
una relación íntima e
indisoluble. Ciertamente, el ser llamado a repararla
implicaba, en la misión de Francisco, algo nuevo y
original. El mismo tiempo,
esta tarea, no era otra cosa que la responsabilidad que
Cristo atribuye a cada bautizado. La Iglesia crece y se
repara antes que
nada en la medida en que cada uno de nosotros se
convierte y se santifica. Se edifica después a través de
las más distintas
vocaciones, desde la laical y familiar, a la vida de
consagración especial, a la vocación sacerdotal. En este
punto, quiero decir
una palabra precisamente sobre esta última vocación.
Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel
I, 30, 86),
alimentaba una gran veneración por los sacerdotes. Sabiendo incluso que también en los ministros de Dios hay
mucha pobreza y
fragilidad, los veía como ministros del Cuerpo de
Cristo, y esto bastaba para hacer brotar un sentido de
amor, de reverencia y de
obediencia (cfr. 2 Test 6-10). Su amor por
los sacerdotes es una invitación a redescubrir la
belleza de esta vocación.
Esta vocación es vital para el pueblo de Dios.
Queridos
jóvenes: rodead de amor y gratitud a vuestros
sacerdotes. Si el Señor
hubiese de llamar a alguno de vosotros a este gran
ministerio, como también a cualquier forma de vida
consagrada, no dudéis en darle
vuestro sí. ¡Es bello ser ministros del Señor! ¡Es
hermoso gastar la vida por Él! El joven Francisco sintió
un afecto verdaderamente
filial en las relaciones con su Obispo y en sus manos,
despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya
totalmente consagrada
al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15). Sintió de una manera especial la misión del Vicario de Cristo, al
que sometió su regla y
confió su Orden. Si los Papas han mostrado tanto afecto a
Asís, a lo largo de la historia, en cierto sentido esto
es un corresponder
el afecto que Francisco tuvo por el Papa.
Soy feliz,
queridísimos jóvenes por estar aquí, siguiendo las
huellas de mis predecesores,
y en especial de Juan Pablo II. Como en círculos
concéntricos, el amor de Francisco por Jesús se extiendo
no sólo a la Iglesia, sino
a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí
nace el Cántico de las Criaturas, donde la vista reposa
en la belleza de
la Creación: desde el hermano sol a la hermana luna,
desde la hermana agua al hermano fuego. Su mirada
interior se hizo tan pura y
penetrante que consiguió ver la belleza del Creador en
la belleza de las Criaturas. El Cántico del hermano sol,
antes de ser una
altísima página de poesía y una invitación implícita al
respeto de la creación, es una oración, una alabanza
que se dirige al señor.
A la luz de la oración es como también hay que ver el
trabajo de Francisco por la Paz. Este aspecto de su vida
es de gran
actualidad, en un mundo que tiene tanta necesidad de paz
y que no encuentra el camino que conduce a
ella. Francisco fue un hombre de
paz y un constructor de paz. Lo demostró también con la
humildad con la que, sin esconder nunca su fe, se puso
frente a hombres de
otras religiones, como demuestra su encuentro con el
Sultán. (cf. 1 Cel I, 20,57). Si el Diálogo
interreligioso se ha
convertido hoy, especialmente después del Concilio
Vaticano II, en patrimonio común e irrenunciable de la
sensibilidad cristiana,
Francisco puede ayudarnos a dialogar auténticamente, sin
caer en un comportamiento de indiferencia en relación
con la verdad o en la
atenuación de nuestro mensaje cristiano. El que fuera un
hombre de paz, de tolerancia, de diálogo, nace siempre
de la experiencia
de Dios-Amor. Su saludo de paz, y no por casualidad, es
una oración: “Que el Señor te dé la paz” (2 Test 23).
Queridos
jóvenes, vuestra presencia tan numerosa aquí dice cuánto
habla a vuestro corazón la figura de Francisco. Con mucho
gusto os propongo
de nuevo su mensaje, pero sobre todo su vida y su
testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se
lo tomen en serio y sepan
entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de
mirar la historia de este tercer milenio que ha comenzado
hace poco como una
historia que necesita más que nunca ser fermentada por el
Evangelio. Hago mía una vez más la invitación que mi
amado Predecesor, Juan
Pablo II, gustaba de dirigir siempre, especialmente a los
jóvenes: “Abrid las puertas a Cristo”. Abridlas como
hizo Francisco, sin
miedo, sin cálculos, sin medida. Queridos jóvenes, sois
mi alegría, como lo fuisteis de Juan Pablo II. Desde
esta Basílica de Santa
María de los Ángeles os cito en la Santa Casa de Loreto,
a primeros de septiembre, para el Ágora de los jóvenes
italianos. Mi
bendición para todos vosotros.
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