Llamamiento del Papa a la paz desde Asís
Asís, domingo, 17 de junio
de 2007
Palabras
de Benedicto XVI en el rezo del Ángelus al final de la
eucaristía celebrada en la Plaza inferior de San
Francisco, en Asís.
Queridos hermanos y hermanas: Hace ocho siglos, a la
ciudad de Asís le hubiera sido difícil poder imaginar el
papel que la Providencia le asignaba, un papel que hace
de ella una ciudad sumamente conocida en el mundo, un
auténtico «lugar del alma». Quien le dio este carácter
fue un acontecimiento que tuvo lugar aquí y que le
imprimió un signo indeleble. Me refiero a la conversión
del joven Francisco, que después de 25 años de vida
mediocre y soñadora, caracterizada por la búsqueda de
alegrías y éxitos mundanos, se abrió a la gracia, se
recogió interiormente y poco a poco reconoció en Cristo
el ideal de su vida. Mi peregrinación de hoy a Asís
quiere recordar aquel acontecimiento para vivir su
significado su amplitud.
Me he detenido con particular emoción en la pequeña
iglesia de San Damián, en la que Francisco escuchó del
Crucifijo la frase programática: «Vete, Francisco,
repara mi casa» (Relato de Celano: 2 Cel I, 6, 10). Era
una misión que comenzaba con la plena conversión de su
corazón para convertirse después en levadura evangélica
esparcida a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad.
En Rivotorto he visto el lugar, en el que, según la
tradición, eran relegados aquellos leprosos a quienes el
santo se acercó con misericordia, comenzando así su vida
de penitente, y he visitado el santuario que recuerda la
pobre morada de Francisco y de sus primeros hermanos.
He estado en la Basílica de Santa Clara, la
«plantita» de Francisco, y en la tarde de hoy, después
de la visita a la catedral del Asís, me detendré en la
Porciúncula, donde Francisco guió, a la sombra de María,
los pasos de su fraternidad en expansión, y donde exhaló
su último respiro. Allí encontraré a los jóvenes para
que el joven Francisco, convertido a Cristo, les hable a
su corazón.
En este momento, desde la Basílica de San Francisco,
donde reposan sus restos mortales, deseo sobre todo
hacer mía su alabanza: «Altísimo, omnipotente, buen
Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y
toda bendición» («Cántico del Hermano Sol» 1). Francisco
de Asís es un gran educador de nuestra fe y de nuestra
alabanza. Al enamorarse de Jesucristo, encontró el
rostro de Dios-Amor, se convirtió en su cantor
apasionado, como auténtico «juglar de Dios». A la luz de
las Bienaventuranzas evangélicas se comprende la
mansedumbre con la que supo vivir las relaciones con los
demás, presentándose a todos con humildad y haciéndose
testigo y agente de paz.
Desde esta ciudad de la paz quiero enviar un saludo
a los exponentes de las demás confesiones cristianas y
de las demás religiones que en 1986 acogieron la
invitación de mi venerado predecesor a vivir, aquí, en
la patria de san Francisco, una Jornada Mundial de
Oración por la Paz. Considero que es mi deber lanzar
desde aquí un apremiante y sentido llamamiento para que
cesen todos los conflictos armados que ensangrientan la
tierra. ¡Que se callen las armas y que por doquier el
odio ceda al amor, la ofensa al perdón y la discordia a
la unión!
Sentimos espiritualmente aquí presentes a todos los
que lloran, sufren y mueren a causa de la guerra y de
sus trágicas consecuencias, en cualquier parte del
mundo. Nuestro pensamiento se dirige en particular a
Tierra Santa, tan querida por san Francisco, a Irak, al
Líbano, a todo Oriente Medio. Las poblaciones de esos
países experimentan, desde hace ya demasiado tiempo, los
horrores de los combates, del terrorismo, de la
violencia ciega, la ilusión de que la fuerza pueda
resolver los conflictos, la negativa a escuchar las
razones del otro y hacerles justicia. Sólo un diálogo
responsable y sincero, sostenido por el generoso apoyo
de la comunidad internacional, podrá acabar con tanto
dolor y volver a dar vida y dignidad a personas,
instituciones y pueblos.
Que san Francisco, hombre de paz, nos alcance del
Señor la gracia de la multiplicación del numero de
quienes aceptan convertirse en «instrumentos de su paz»
a través de miles de pequeños actos de la vida
cotidiana. Que quienes tienen cargos de responsabilidad
estén animados por un amor apasionado por la paz y por
una voluntad indómita por alcanzarla, escogiendo los
medios adecuados por alcanzarla. Que la Virgen Santa, a
quien el «pobrecillo» amó con corazón tierno y a la que
cantó con tono inspirado, nos ayude a descubrir el
secreto de la paz en el milagro de amor que tuvo lugar
en su seno con la encarnación del Hijo de Dios.
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